Tiziano y Carlos V, o la fábula entre el arte y la política

En abril de 2006, la Facultad Libre cosechaba los frutos de una popularidad inusitada. A instancia del intendente de la ciudad de Rosario se había reflotado uno de los proyectos culturales y educativos más innovadores de los que habían surgido tras la recuperación de la democracia. Con más de 1500 alumnos y los mejores docentes del país, se había vuelto un bocado codiciado por los medios, que no paraban de hacernos notas.

Un par de meses antes, más o menos a fines de febrero de ese año, nos llamaron de la Revista Ñ para que organicemos algunas mesas de debates para la Feria del Libro. Pensamos algunas, cinco, y se las propusimos. Entre los disertantes estaban Alejandra Birgin, Tomás Abraham, Ricardo Fórster, Rofolfo Fogwill, Gustavo Varela, Héctor Schmucler, Horacio González, Laura Klein, Carlos Brück, Horacio González, Luis Felipe Noé, Miguel Wiñazki. Un lujo. Una de esas mesas se titulaba Arte y sociedad: ¿una pareja siempre despareja?, y estaba integrada por Fogwill, Horacio González, Luis Felipe Noé y Fernando Pino Solanas. Veinte minutos antes de las 18:00, en que estaba programado el comienzo, la sala Adolfo Bioy Casares estaba llena, y cinco minutos antes estaba completamente abarrotada de gente. En ese momento me llama Pino desde un taxi, me dice que estaba en camino pero que a pesar de que quería cumplir con el compromiso se sentía muy molesto. Yo sabía que lo habían operado el día anterior de cataratas y él mismo, tal vez confiando en su capacidad de recuperación, me había dicho que asimismo iba a poder estar, pero se ve que no fue así. Las molestias eran más que comprensibles así que entendimos y todos le recomendamos que se cuide, que sus ojos eran muy importantes pare el arte y la política argentina, y no debía arriesgarlos.

Horacio

Empezó Horacio González. Para hacer una suerte de geneaología de la relación que existe entre el arte y la política citó una anécdota que cuenta Arnold Hauser en su “Historia social de la literatura y el arte”. La anécdota se remontaba al año 1530, cuando Tiziano, uno de los pintores más renombrados de la época, recibe la visita de Carlos V, Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, para que le haga un retrato. Hauser lo describe como “el maestro más codiciado de su tiempo, su tren de vida, su rango, sus títulos, lo elevaban por sobre las capas más altas de la sociedad”. El rey se había trasladado hasta Bolonia, donde residía el pintor, no sólo porque quería inmortalizar su imagen, quería sobre todo ver en acción a uno de los pintores más versátiles de la Italia renacentista, el único que estaba igualmente capacitado para ejecutar retratos, paisajes, escenas de la mitología clásica o abundar en el sentimiento religioso. Tal vez por la presencia intimidatoria del Emperador, en un momento que el talentoso pintor estaba por mezclar dos colores de su paleta, se le cayó el pincel. Carlos V, tal vez intimidado frente a tanto talento fuera de su control, se sintió en la obligación de agacharse y recoger el pincel. El séquito se inquietó muchísimo y por un memento hubo un silencio sepulcral en el que ninguno de los presentes supo qué hacer. Nunca antes un Rey se había agachado, mucho menos para servir a alguien. Tiziano, casi sin habla, pero viendo que el Rey estaba con el pincel en la mano, alcanzándoselo, lo tomó con desconcierto y tras una reverencia, volvió a pintar. Horacio González dijo que desde ese momento, la relación de la política y el arte era otra. La política le reconocía su admiración y cierta subyugación frente al poder inescrutable del arte. La leyenda, impecablemente narrada, fue el disparador para una exposición brillante en torno a las potencialidades del arte en su vínculo con la política, que no siempre era asumido como tal, sobre todo por los artistas y los intelectuales (estos últimos, presentados como un complemento necesario del arte), que muchas veces evitan el compromiso con la idea de preservar su objetividad, como si fuera posible mantener la objetividad en el tiempo que le toca vivir a cada uno. El presente mancha con la cosmovisión de su tiempo y no hay modo de evitarlo: “vivimos revolcaos en un merengue / y en un mismo lodo todos manoseaos”. La supuesta distancia, recalcaba Horacio, no es más que un espejismo creado por los artistas e intelectuales a la medida de sus deseos, sin correspondencia con la realidad. Esa preservación no es condenable, pero en esa distancia también se juega el vínculo con su tiempo. Se pudo habitar un mundo ptolomeico después de Copérnico; como se pudo seguir creyendo en Dios después de que Nietzsche le diera la extremaunción y nos hiciera cargo de su muerte, pero eso no nos sincroniza con el pensamiento de nuestro tiempo: sólo nos evidencia anacrónicos. El artista y el intelectual “objetivo” es la antítesis del intelectual orgánico que concebía y demandaba Gramsci. Las dos opciones existen y son válidas, lo que no podemos argüir, en todo caso, es inocencia respecto de lo que significa cada cosa.

Yuyo

Después de Horacio González, habló Yuyo Noé, que desde siempre –y a diferencia de muchos del rubro– ha dedicado mucho tiempo a pensar y a escribir sobre el arte y el artista; así lo hizo en Antiestética, Recontra Poder, El otro, la otra y la otredad, La pintura desnuda y No escritos, entre otros. Cansino y contundente como su obra, Yuyo enlazó el arte y la política, desde un lugar cierto y concreto: el de la afortunada irremediabilidad de pertenecer a una época que necesita ser puesta en duda estéticamente. En esa puesta en duda propia del artista, decía Yuyo, ya hay un gesto político. Obviamente no es un gesto gratuito. Significa asumir el costo del arte, pues, como decía Gordard, si la cultura es la regla, el arte es la excepción, y la regla siempre desea la muerte de la excepción.

Fogwill

A Fogwill le tocó hablar en tercer lugar, último. Empezó diciendo que él no se sentía interpretado por muchas de las cosas que había oído, pues eran del tipo de cosas que seguramente generaban consenso tanto como podían generar emociones chabacanas las canciones de Serrat cuando canta “mis amigos son unos atorrantes” o “esos locos bajitos”. Más de uno de los que estaban entre el público se sintió ofendido y se levantó. “¿Alguien más se quiere levantar?”, preguntó Fogwill y en medio del silencio y la desorientación general, agregó: “Vamos, vamos, que quiero batir mi propio record. Hasta ahora sólo logré que se fuera el 75% de los asistentes a una conferencia mía”. Las risas basculaban entre el humor, el escándalo y la indignación. Pero Fogwill, fiel a sí mismo, siguió. Esto es, palabras más, palabras menos, lo que dijo.

Mientras lo escuchaba al amigo Horacio, siempre con la verba florida, recordaba una anécdota que viene al caso. Cuando Carlos Saúl I organizó un asado en la Quinta de Olivos para homenajear a los artistas. Después de departir conversaciones de ocasión tan interesantes como las de un te canasta en San Isidro, el Rey Menem, que vestía los atuendos de cocinero, levantó el bastón de mando con el que cada tanto removía las brasas, y llamó a la mesa. Lo primero, como recomienda el protocolo criollo, fueron unos chorizos que según el monarca eran puros de cerdo, algo que los porteños no sabían apreciar, pues sólo comían chorizos rojos, inflamados por el pimentón. La ristra brillante y grasienta como pocas veces había visto, quedó apoyada en una tabla que al parecer era usada con asiduidad por el monarca. Todo estaba bien: las risas obsecuentes, la avispa de Menem, el sol peronista de fondo, pero el diablo siempre mete la cola y nos dejó frente a una escena que más de uno hubiera preferido no ver. En el momento en que Menem iba a cortar el primero de los chorizos, no se sabe si por la grasa o si, como a Carlos V, los nervios de estar frente a los artistas le jugaron una mala pasada, lo cierto es que uno de los chorizos se patinó de entre los utensilios que el mandatario manejaba con destreza intimidatoria, y fue a parar entre las piernas temblorosas de un actor que sacudía los pies como una dama ante una rata, aunque hay que reconocerlo, sin perder la sonrisa. En ese momento el tiempo del mundo se detuvo, bueno no sé si el del mundo, pero al menos el tiempo de esos artistas cortesanos. Y el único que sacó pecho y fue en busca del embutido, fue el Soldado Chamamé, que se arremangó las bombachas y sin remilgos se agachó a buscarlo. ‘Tome Doctor, péguele una cortada que yo me lo como lo mismo’, le dijo y el Doctor se lo cortó, pero le dio la mitad, la otra mitad se la quedó él, y le dijo: ‘Faltaba más compañero, si hay mugre la vamos a compartir. Además, usted es del interior y sabe que chancho limpio nunca engorda’, y acto seguido le hincó el diente. Ese fue el día en que el arte se volvió sumiso y se entregó a las demandas de la política. Ya no somos dignos del legado que nos dejó Tiziano.

De ese modo Fogwill cerraba su intervención y se abría el juego a un rico intercambio de opiniones con el público. Por supuesto, como cualquier debate que se precie de tal, hubo intervenciones valiosas, pero también hubo ponencias desmedidas, indignados, lugares comunes y preguntas tan irremediables como insufribles: “Y díganme, ustedes que saben tanto, ¿por qué el ser humano pudiendo elegir el bien, elige el mal?” Gajes del oficio, parte del contrato con la condición humana.

A casi cuatro años de aquellas mesas, gran parte de esos pensadores, que continúan azuzando a nuestro tiempo, pasan por Rosario en el marco de un ciclo de conferencias organizado por la Facultad Libre de Rosario. La semana pasada fue Fogwill, que no retrajo su insolencia en lo más mínimo. Esta semana, después de representarnos en la Bienal de Venecia, será el turno de Yuyo Noé y después de Horacio González, León Rozitchner y Tomás Abraham. Todos bien diferentes entre sí, hasta opuestos, pero igualmente generosos con un país que asoma su cabeza a la tercera centuria. Todos concientes de que la experiencia de lo vivido es suficiente para orientarnos. Ninguno de ellos se agacha ante nadie. Por eso piensan.

26-10-09

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