Destino IV

Auto de fe

Tal vez una de las prácticas más curiosas que cultiva el ser humano sea la fe. Esa extraña habilidad por la que aquello que es del orden de lo incierto se convierte en certeza, convicción profunda. Creer en lo indeterminado como quien cree en las pruebas de la ciencia (esa otra deidad), la decisión de transformar en certidumbre los enigmas que para todo el mundo son puro misterio, a partir de lo cual uno decide (o acepta) que sea Dios o el cosmos quien mueve los hilos de la fortuna.

Existe, sin embargo, entre los terrícolas, un sub-conjunto más curioso todavía. Aquella fe que no se deposita afuera, la fe en sí mismo, una especie de fuerza profunda que hace que la persona decida moverse por el mundo absolutamente convencida de estar marcada, de cumplir con un destino predeterminado —por lo general grandioso, clave para el porvenir de la humanidad— y que, pase lo que pase, acabará por cumplirse. Es un individuo persuadido de que al final de un cierto recorrido lo espera la consagración, y se maneja en consecuencia, sin importarle detalles, contratiempos ni rachas; el destino tiene nombre (el suyo) y una estrella agraciada ilumina su derrotero.

La paradoja de este comportamiento, que no sin ciertas limitaciones suele llamarse mesiánico, se manifiesta en el convencimiento que este tipo de individuos —muchas veces ignotos— tiene acerca de su propia suerte; y uno, espectador, los mira atónito. Se trata de seres “elegidos” que marchan sin prisa, pero sin pausa, hacia la gloria. Cuando en el mundo aparece uno de estos sujetos, pareciera que hasta los indescifrables y azarosos designios de la providencia se dan por vencidos. No hay con qué darle. Avanza a paso redoblado hacia la coronación y ni la muerte podría impedirle que se cumpla su designio; seguramente frente a la parca mostraría su mejor cara de asombro y le diría: Te equivocaste, aún no ha llegado mi hora. Y haciéndola a un lado seguiría su camino hacia la notoriedad.

Es el extraño caso de los autos de fe. Y uno piensa, y se pregunta: ¿era ese realmente su destino o es que su fe condicionó todo de tal manera que lo único posible era que se cumpliera su voluntad?

De todos modos, estos son los casos que llegan a conocerse; queremos creer, por el bien de la incertidumbre, que la historia guardará el secreto de un sinnúmero de casos en que la fe no habrá alcanzado la estatura del destino deseado.

Pero al sonar esta última palabra, desde el fondo cavernoso de la memoria suena el eco de un saber que evoca ser atendido. Y vemos entonces que hay otro elemento que a lo largo de la historia ha sido, casi sin excepción, el común denominador de este tipo de personajes. Por lo que sabemos, en muchos casos esas conductas se han originado en personajes en los que —curiosidad mediante— se puede advertir una rara coincidencia: grandes personalidades encerradas en tallas breves. Nos topamos así frente a una nueva paradoja: la de los petisos altaneros. Contrariamente a los gigantones, que imponen respeto con su sola presencia, ellos necesitan ese agregado de fe que los haga grandes. Y ahí andan, enormes personalidades en cuerpos diminutos, capaces de mover montañas; miniaturas blindadas que se llevan todo por delante y enfrentan cualquier contratiempo sin la menor duda acerca de cuál va a ser el final. Todo a su paso se paso se rinde, debe rendirse. Algunos ejemplos vienen a la memoria rápida: Atila, Napoleón, Maradona, etc.

Un caso caro a nosotros los argentinos, es el del ex Presidente Menem. Muchos y variados son los relatos que narran anécdotas del niño o del joven Menem, que iba por el mundo (en ese entonces Anillaco) anunciándole a los distraídos acerca de su promisorio porvenir como presidente de los argentinos. Muchos lo habrán tomado en broma y le habrán acariciado la cabeza con gesto compasivo pensando para sus adentros: Pobre muchacho. ¡Nooo! Mal hecho, ellos hablan en serio y el futuro pareciera darles la razón. Por eso fuimos nosotros, hombres sin fe, quienes padecieron sus “arreglos con Dios”.

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