Des tino I

Exhaustos de admiración y de dolor, los antiguos griegos asistían al teatro y presenciaban en silencio cómo su valiente Edipo obedecía la voz del oráculo, pero por sobre todas las cosas, eran testigos impotentes de la decisión profunda de Edipo de abandonar Corinto para ir a Tebas, al encuentro de lo que huía.

Imaginemos por un instante lo que sentían esos espectadores, esos espejos; eran testigos irreductibles de la tragedia del hombre que se arrancaría los ojos como castigo, por no haber visto la trampa que le tendía la fortuna o, finalmente, por haber creído en el conocimiento de que la vida y el mundo eran dignos de su apego.

Más allá de las moralejas o evaluaciones pedagógicas que se puedan hacer acerca de la pieza de Sófocles, ese puñado de hombres enmudecidos padecían junto a Edipo (com-padecían) lo que también ellos sufrían en sus propias carnes: la vida como comienzo de la muerte, pero al mismo tiempo, la muerte como condición y estímulo para vivir. Una paradoja que lleva a los hombres hasta el abismo mismo de la conciencia. Los griegos designaban a esa turbación humana con la palabra “Moira”, un orden en el que no interviene inteligencia ni propósito alguno, simplemente: lo que va a ser y lo que tiene que ser.

La Moira no es una deidad que por un acto de la voluntad ha planeado y creado todo, es una fuerza ciega y automática que deja voluntades y propósitos librados a la acción dentro de sus propias esferas (lo que va a ser), pero destinadas a volver cuando traspasen esos límites (lo que debe ser). La traducción más común que se suele hacerse de la Moira, es “destino”. Hay, sin embargo, una acepción que la describe con mayor precisión: “Lote”. Y es eso el destino: un pedazo de tierra. Ni más ni menos que lo que dice mi amigo Ricardo Colicigno, cuando explica su origen mercedino, su apellido, sus inclinaciones aristocráticas por el ocio, su existencia: “el destino es un pedazo de tierra, hermano –dice, con un parisienes pegado en los labios y con cierta sabiduría socarrona–. Yo soy un tipo fino, tengo gusto refinado y una sólida y añeja prosapia que me sale hasta por los poros. Lo que pasa es que la cigüeña, después de un ancho y dilatado viaje por el mar Atlántico hacia mi hogar, se cansó y decidió bajarme antes de lo previsto. Caí de este lado del alambrado, en la humilde chacra de los Colicigno. ¿Te das cuenta de lo que eso significa? Si no se hubiese cansado, si hubiese pasado el alambrado, habría nacido en la estancia de los Alzaga Unzué, adonde originalmente se dirigía, y hoy sería un dandi pletórico dedicado a disfrutar de los placeres de la vida.” Esa impersonalidad actuante es la que más tarde pasaría a manos de la religión, llegaría a tener representación y, intermediación humana mediante, sería a quien se le atribuiría el origen del mundo y hasta la facultad de premiar y castigar. Pero mi amigo el Coli la tiene clara, él dice, medio en broma medio en serio, lo que en verdad es la “moira”: el lugar en donde fuimos a caer, la suerte que corrimos después que se echó a andar la ruleta inexplicable de la vida. Una vez nacidos ése será nuestro medio, nuestro tiempo, y desde allí, únicamente desde allí se desplegarán nuestras posibilidades, tendremos madre, padre, familia, un idioma, una nacionalidad, un contrato social que cumplir, padeceres y pareceres. Y ahí vamos, eternos remedos de Tupac Amarú, tironeados por fuerzas que no podemos controlar, arrastrando en las escasas letras de un nombre propio, lo que somos, un gentilicio, un amor, un vicio. Y en cada acto, en cada paso, no se sabe, nadie sabe, se apuesta, y se ignora si estamos haciendo lo correcto. ¿Quién puede saber si algo que fue hecho pensando en la vida no puede ser el acto que nos entregue a la muerte?

Tal es el destino, que muchas veces es des-tino. Como lo fue (¿lo fue?) el de Walter Benjamin contado a mano, a dolor, por Hannah Arendt.

¿Cómo podría vivir Walter Benjamin sin una biblioteca? La gestapo había confiscado su apartamento de París que contenía sus amados libros y varios de los manuscritos que había logrado sacar fuera de Alemania. A esa altura de las circunstancias tenía razones para preocuparse por los otros manuscritos que, gracias a los buenos oficios de George Bataille, habían sido ubicados en la Bibliotheque National antes de su huida de París a Lourdens.

A través del armisticio entre Vichy France y el Tercer Reich, los refugiados de la Alemania Nazi corrían el riesgo de ser devueltos a Alemania. Para salvar a esta categoría de refugiados (que nunca incluyó a la gran masa apolítica de judíos), Estados Unidos había distribuido un gran número de visas de emergencia a través de sus consulados. Gracias a los esfuerzos del Instituto de Nueva York, Benjamin estuvo entre los primeros en recibir dicha visa en Marsella. Nada lo atraía de Norteamérica donde la gente, como solía decir, no hallaría para él mayor uso que el de ser mostrado de un extremo al otro del país como el último exponente europeo. Pronto obtuvo una visa de tránsito por España que le permitiría llagar a Lisboa y abordar allí un barco. Sin embargo, no tenía una visa de salida francesa que entonces se requería y que el gobierno francés, ansioso por complacer a la Gestapo, les negaba invariablemente a los refugiados alemanes. Por lo general esto no representaba mayor dificultad ya que cubriendo a pie un camino relativamente corto y fácil por las montañas se llegaba hasta Port Bou, un lugar muy conocido y que no era vigilado por la policía de frontera. Pero para Benjamin, que sufría del corazón, hasta la menor caminata era un gran esfuerzo. El pequeño grupo de refugiados al que se unió llegó a la ciudad fronteriza para enterarse que España había cerrado la frontera ese mismo día y que los oficiales de frontera no reconocían las visas otorgadas en Marsella. Los refugiados debían regresar a Francia por el mismo camino al día siguiente. En París estaban los alemanes y ya no tenía libros. Durante la noche de ese 26 de setiembre de 1940, Walter Benjamin se quitó la vida. El suicidio causó tanta impresión entre los guardias fronterizos, que permitieron a los demás miembros del grupo cruzar a Portugal. Pocas semanas después volvió a levantarse el embargo de las visas para todos. Un día antes Benjamin hubiese pasado sin ningún problema; un día después la gente de Marsella habría sabido que era imposible pasar a través de España. Sólo en ese día en particular era posible la catástrofe. Y ocurrió.

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