De venir

A Jorge Alonso y Marcelo Scalona

Tengo un amigo de 43 que una vez, a los 21, dice haber estado mal. Y otro que, con 42 y los cabellos níveos, lo escucha y cuelga los ojos del techo para ver si recuerda algún día en que se haya sentido bien. Ambos son escritores y abogados, orgullosos de ese linaje en el que se encolumnan Rabelais (médico a su vez), Goethe, Balzac, Stevenson, Proust, Kafka y Mishima. “Es increíble la cantidad de escritores que también fueron abogados; y ni hablar de los que estudiaron derecho, podríamos estar toda una noche nombrando autores”, dice uno. Y en contrapunto, como dos avezados filatelistas refieren quiméricas estampillas, comienzan a nombrar abogados que sucumbieron a los insondables encantos de la palabra: Turgéniev, Delibes, Macedonio Fernández, Enrique Molina, Héctor Tizón, Gil de Biedma, Donoso, García Lorca, Carlos Fuentes, Herman Broch, Bryce Echenique. “Stevens, el notable poeta norteamericano”. “Richard Ford, el minimalista”. “Clarice Lispector, la brasileña que con el tiempo devino en un símbolo feminista”. “Peter Handke, como Margarite Duras, en algunas solapas aparece como abogado y en otras no”. “Yo leí que la Duras estudió ciencias políticas y abogacía, pero te diría que no hay dudas de que fue abogada. En sus épocas de estudiante era del grupo de Mitterrand, que era abogado, y sus dos parejas, Robert Antelme y Dionys Mascolo, fueron abogados a su vez”. “Lo mismo pasa con Italo Svevo, hay quienes lo sindican como banquero y otros como abogado”. “Natalie Sarraute, la autora de Tropismos que junto a Robbe-Grillet es uno de los emblemas de la nouveau roman, también era abogada”. Yo me acuerdo del Juani Prola, abogado y escritor venadense; de Gustavo Varela, que antes de decidirse por la filosofía y el bandoneón, estudió derecho como su padre. El de 43, después de un silencio en el que parece haberme esperado, piensa en voz alta: “Tal vez se deba a esa suerte de fenomenología que en el derecho desconfía de todo saber empírico y toma a los hechos como parte de una inconsistencia casi ontológica que obliga a recrear la realidad y convencer más a partir de la argumentación que de lo acontecido”. El otro, más escéptico: “Hasta el siglo XIX los escritores eran abogados en masa porque no había muchas otras opciones”. “Es verdad, pero el derecho, de algún modo es una interpretación laica del mundo, y esa es una tarea que también asume el escritor”. “Tizón suele decir que todo abogado es un novelista, pero yo nunca lo vivencié de esa manera, en mi caso el derecho fue la posibilidad de una elusión. Digo: es muy probable que un escritor en ciernes trate de eludir la carrera de letras y se vuelque al derecho porque es lo menos concreto del catálogo universitario. Si a mí me hubieran dado la posibilidad de elegir, no habría estudiado nada, básicamente porque todo me hacía perder el tiempo y me distraía de lo que en realidad quería hacer, que era leer y hacer literatura; para mí el derecho fue lo más parecido a la nada”.

La literatura es una incontinencia febril, algo que mis amigos saben, disfrutan y –forzosamente– padecen. Militantes del pensamiento antes que de las idolatrías, del trabajo antes que de la suerte, del paganismo antes que de la democracia, y –como corresponde– del espeto corrido antes que de las milanesas de soja, cuando sobreviene el verano y la feria judicial suelen tomarse un tiempo suplementario para que nos juntemos a charlar en alguna parrilla de ocasión. Prefieren las que fulguran tenues al costado de la ruta, si es posible debajo del follaje de algún sauce desconsolado, pues el lacio acaecer de esa planta los motiva a la comedida tarea de achisparla y “devolverle la alegría que nunca debió haber perdido”, así es que acunados por el ronroneo de esquivos camiones nos embarcamos en interminables brindis que acaban por hermanarnos con la “desgracia” del noble árbol que, estoico, nos contiene con su verde llanto de hojas lánguidas.

Son unas pocas horas en las que hacemos de cuenta que no pasa nada y hablamos de lo que nos gusta, de literatura y bueyes perdidos. Uno dice que está cansado de los libros anodinos, que no le dicen nada. “Me gusta leer libros que cuenten una historia; la narrativa es contar algo, inventar”. El otro, trasegado por las oscuras bilis de la melancolía, dice que la inocencia, como Dios, ha muerto, que ni aún haciendo el esfuerzo logra creerse una historia: “Cavazzoni suele decir que ‘en un mundo absolutamente explorado, la odisea se trasladó a las circunvoluciones cerebrales’. Yo estoy de acuerdo con eso. No hay nada para decir, no hay nada para contar; hoy no importa si sos trotskista o si ponderás la paidofilia. Por eso me atrae quien habla de sí, porque es una de las únicas terras incógnitas en que todavía se puede ejercer cierta valentía literaria. Por eso me interesan el chino Gao Xingjian y Yasmina Khadra, el militar argelino que firma con el nombre de su mujer muerta; Durrell y Lobo Antunes; Sebald y Alvaro Mutis”. Recordé entonces una nota de la Molloy donde decía que no le gusta o no sabe inventar, y le pregunté si cuando escribía le pasaba lo mismo. “Exactamente lo mismo. Me siento incapaz de contar una historia, sin embargo no puedo dejar de escribir. Eso es algo que siempre me pasó, con el agravante de que hace veinticinco años no contar una historia era un rasgo de locura, cuando no de inmoralidad. Así quedé varado sobre un punto de inflexión hasta que me largué a escribir sin ningún tipo de legitimación; lo único que me dio la posibilidad de hacer pie fue el cine con Caro Diario. Sólo después pude referenciarme en los franceses del siglo XVIII y entender que El Cándido de Voltaire y Jacques, el fatalista de Diderot, también eran literatura. Algo parecido me pasó con la prosa aluvional de Sterne y algún Kundera. Cuando leí eso, me dije: ‘entonces esto también se puede hacer’. Todos nosotros nos formamos bajo el paradigma de la novela flaubertiana, pero fijate: yo de Flaubert prefiero su correspondencia, donde a mi juicio gana mucho como escritor”. “Está bien, pero lo que yo advierto en la actualidad es una literatura mucho más prosaica, muy alejada del tipo de planteos que vos hacés. Hoy tiene predicamento una narrativa yoica demasiado funcional a la época. Ya nadie te escribe las Memorias del subsuelo, donde el autor ponía de manifiesto la lucha entre la particular y lo general; en nuestros días proliferan los relatos autobiográficos insulsos donde no hay tensión ni conflictos con el afuera, sólo el mero discurrir de plumas inocuas. La autoreferencia y la introspección han pasado a marcar el ritmo literario en detrimento de aquellas historias que eran capaces de exhibir las tramas de una sociedad”. “Acaso esa tendencia cada vez más marcada a fundir la literatura con el diario personal sea una imposibilidad, la clausura del lenguaje. Quizá ‘el horror’ que gritaba el Señor Kurtz cien años atrás en El Corazón de las tinieblas haya sido una profecía del ahogo anticipado de Wittgenstein y Celan, del testimonio inasible que describe Agamben”. “No sé, a mí me suena menos heroico”.

Más tarde, un poco tomados y algo más cursis, volvemos a la carga. “La literatura, como el amor, se constituye alrededor de una fantasía. ¿Vos no creés en el amor?”. “Sí, en el amor que destruye”. ¿Hay otra clase de amor? Tal vez, como dice Leonard Cohen, nada sea tan diferente a cuando estás con el corazón destrozado.

Del otro lado del vidrio, las formas palmarias de la injusticia, desfilan sórdidas, ora en una mujer desgreñada, ora en un anciano desamparado. Se abre la puerta y entra, esta vez, investida de niño: “¿No tiene una moneda Señor?” Mesa por mesa, autómata. Pienso en lo poco que me une y me separa de ese chico. No hay palabras. Aparecen, sin embargo: “La literatura debe ser digna y dar cuenta de su tiempo”, dice uno. “Nuestro privilegio no es más que una débil presunción intelectual”, dice el otro.

Mis amigos son dos estilos, dos voces, un país proscripto, el “mal” necesario de un tiempo que ha decidido prescindir del pensamiento. Sístole y diástole de una cofradía que se extingue cual irredentos osos pandas. Con ellos se rompe el molde, otro. Como con León Rozitchner y Tato Pavlovsky, como con el Toto Schmucler y Oscar del Barco. Como con Viñas, último en su estirpe de letra y esgrima.

Cuando nos juntamos nos convertimos en tres animistas fervorosos abocados a conjurar el mundo invocando los sonidos de Chet Baker, la espirituosidad del cabernet sauvignon, la gramática abrumadora de Faulkner, la epifanía de Wenders, la magia de Marcelo Mastroiani y los ojos de Ellas. Así será, mientras se pueda, mientras nos lo permita el gentilicio. Si no, como el Marqués de Sade, escribiremos con sangre, o con mierda. Y más tarde, cuando sobrevenga la prescindencia, nos arrojaremos a los brazos de Don Alzehimer y allí andaremos, como ahora, sin que nada de lo que hagamos importe demasiado, en un mundo que, como ahora, sabrá vivir sin nosotros.

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