Gorgias, o sobre la dimensión política de la retórica

En diciembre 1784, Emanuel Kant elegía las páginas de un periódico berlinés para preguntar “¿qué es la ilustración?” (Was ist Aufklärung?). Su decisión de responder esa pregunta públicamente fue tomado como un acto político que dejaría establecidas las funciones de la filosofía moderna. Así lo entiende y explica Foucault en el libro que lleva por título, precisamente, ¿Qué es la ilustración? A partir de ese momento –dice Foucault– una de las funciones ineludibles de la filosofía sería “interrogarse acerca de su propia actualidad, por ese ‘ahora’ dentro del cual estamos unos y otros y que define el momento en que el filósofo escribe como parte de un proceso del que se siente, a la vez, elemento y actor”. Eso no quiere decir, claro está, que Kant haya iniciado las reflexiones filosóficas sobre el presente, pues como estamos viendo en este seminario, el presente es una preocupación que recorre todos y cada uno de los diálogos de Platón; Kant, en todo caso, lo que hace es reconocer a la filosofía como el instrumento que nos permite ir al encuentro de aquello que nos constituye como habitantes de una época y que está disimulado en la experiencia de lo cotidiano. Por cierto que esta no es una vocación dominante dentro de la filosofía; existe, hay que decirlo, una tradición que ha hecho denodados esfuerzos para escapar de lo temporal y resguardarse en la metafísica y la vida contemplativa, limitando la tarea filosófica a realizar una interpretación del mundo. Pero no es esa filosofía de la que nos vamos a ocupar en este trabajo.

El Gorgias, como el resto de los escritos políticos de Platón, da cuenta de este interés por el presente. Sin embargo, es en la Carta VII, cuando Platón tiene 74 años, donde el pensador ateniense expone más abiertamente su opinión acerca de la relación que existe entre la filosofía y la política, como el campo donde se organizan las acciones del presente. La carta, que es una de las más largas que haya escrito Platón, dedica una parte importante de su extensión al relato autobiográfico, a partir de lo cual se puede constatar la vocación del filósofo por intervenir políticamente en el ‘ahora’ de su tiempo. A diferencia de los diálogos, que fue el formato elegido por Platón para exponer su pensamiento, el género epistolar nos permite acceder al significado que tiene para el propio Platón el hecho de dar consejos al Príncipe, o para decirlo en los términos de la Carta VII, nos permite entender el valor del ergon (tarea), es decir: del trabajo filosófico en su relación con el poder. La carta relata de una manera reveladora las estrategias que se da el filósofo frente a las presiones políticas, cómo maneja el miedo, cómo calcula los riesgo que implica la cercanía con el poder, qué tipo de situaciones lo entusiasman y cuáles son aquellas que lo desilusionan y lo acercan al pesimismo en el que abundaría hacia el final de su vida. La Carta VII, podríamos decir, es un notario de los modos en que Platón se vinculaba con su presente; pero por añadidura nos permite –en cierto modo, claro está– verificar la factibilidad de aplicación que tuvo el método platónico para el propio Platón. Posiblemente más de uno se podría sorprender ante las especulaciones que hace un Platón realista frente a Dionisio el Joven. Dionisio el Joven era un tirano que había heredado el gobierno de Siracusa de su padre y que había logrado concentrar toda Sicilia en una sola ciudad, pero por su engreimiento no se fiaba de nadie; asimismo, Dion, cuñado del tirano y amigo de Platón, logró que Dionisio se interesara por la filosofía y adoptara al ateniense como su consejero. Cuenta Platón al respecto:

«(…) nosotros le animábamos a que se interesara por hacerse otros amigos entre sus parientes y camaradas de su misma edad que estuvieran de acuerdo entre sí para la adquisición de la virtud, pero ante todo para que se pusiera de acuerdo consigo mismo, ya que tenía una enorme necesidad de ello. No se lo decíamos así de claro (esto habría sido peligroso), sino con palabras encubiertas, manteniendo firmemente que es así como un hombre puede guardarse a sí mismo y a las personas a las que gobierna, mientras que el obrar de otra manera consigue resultados totalmente opuestos.»

En otro pasaje de la Carta VII, Platón se refiere a las negociaciones que lleva adelante con Dionisio para acordar el regreso de su amigo Dion, que había sido desterrado en el Peloponeso por presuntas intrigas con los cartagineses en contra del tirano. Dionisio le propuso a Platón que si volvía a Siracusa para asesorarlo, le permitiría a Dion volver. El acuerdo sin embargo no fue respetado y una vez en Sicilia le propuso un segundo acuerdo que consistía en mantener a Dion en el exilio hasta que juntos –Platón, Dion y él– acuerden el momento y el modo de la repatriación, con un agregado alentador: mientras eso no ocurriera Dion podría disponer de sus bienes para que los administre libremente y según su propio criterio. Pero ese acuerdo tampoco fue respetado por el tirano, que inconsultamente resolvió cederle a Platón la mitad de los bienes que correspondían al hijo de Dion. Ante el evidente atropello, Platón dice:

«Yo quedé consternado, pero me pareció que era completamente ridículo poner cualquier objeción; sin embargo, le hice ver que debíamos volver a escribirle comunicándole este cambio. Pero él se puso en seguida a vender descaradamente la totalidad de los bienes de aquél, de la forma y manera que quiso y a quienes quiso vender, sin decirme a mí ni una palabra de ello; tampoco yo volví a hablarle de los intereses de Dion, porque me daba cuenta de que era inútil.»

Como podemos ver, frente a un tirano que pone límites infranqueables, el filósofo, como cualquier hijo de vecino, advierte los riesgos que corre y, con razón, dice: “me pareció que era completamente ridículo poner cualquier objeción”; o “No se lo decíamos así de claro (porque esto habría sido peligroso), se lo decíamos con palabras encubiertas”. Los vínculos con la política obligan a negociar con lo irreductible de la vida pública, esto es: con el sujeto político que ejerce el poder y que en última instancia tiene la posibilidad de dar muerte. Ni siquiera la filosofía puede soslayar ese límite. ¿Por qué decimos esto? Porque la vocación de presente de la filosofía conlleva algunos riesgos que, como le pasó a Platón, no se reducen a la pérdida de la indemnidad intelectual.
 
Platón y la política

Platón a lo largo de su vida fue testigo de dos formas de gobierno: el régimen de los Treinta Tiranos que se produce tras la derrota en la guerra del Peloponeso, y que el joven ateniense perteneciente a la alta aristocracia recibe con expectativa; la otra forma de gobierno que experimenta, fue el retorno a la democracia que se produce tras el derrocamiento del régimen de los Treinta. Para Platón fueron dos experiencias igualmente decepcionantes, en un caso por la violencia y la arbitrariedad que despliega la tiranía (en ese contexto, Sócrates es convocado a colaborar); en el otro caso, a pesar de que la democracia también lo había entusiasmado, la decepción sobreviene cuando ve el modo en que persiguen y llevan a juicio a Sócrates por su presunta relación con el régimen de los Treinta [Foucault, 2008. Pag. 227]. Esas dos decepciones son experiencias que marcan fuertemente a Platón y que lo llevarían a sacar una conclusión que marcaría el pensamiento filosófico hasta nuestros días: ya no es posible librar una acción política. Para que una acción política sea posible, dice, tienen que reunirse dos condiciones que el crecimiento de la polis ya no garantiza:

  1. La philia (el entorno de amistad) que permita constituir grupos de presión y conquistar el poder de la polis
  2. El kairói (la ocasión) que auspicie la posibilidad de adueñarse del poder en un contexto favorable

Entonces, ¿qué hacer? La respuesta está retratada en el libro V de La República y en el la Carta VII, a saber: es preciso que los filósofos lleguen al poder con responsabilidades políticas y que los jefes, que tienen la misión de gobernar, se entreguen al pensamiento filosófico [Foucault, 2008. pag. 228]. Sólo esta adecuación, dice Platón, hará posible lo que ni la democracia ni las dictaduras lograron.

Platón encuentra una inmejorable posibilidad para esta “idea” en la oportunidad que se le presenta cuando Dion lo invita a embarcarse rumbo a Siracusa para asesorar a Dionisio el Joven. Hay philia, porque está su amigo Dion, hay kairós porque existe un contexto favorable, y hay un Jefe, Dionisio, que está interesado en la filosofía. Es la gran oportunidad de demostrar que la filosofía puede superar la instancia del logos (discurso) y poner manos a la obra en el ergon (la acción concreta). Platón lo dice de esta manera:

«Cuando reflexionaba y me preguntaba dubitativo si debía o no ponerme en camino y ceder a los ruegos, lo que hizo inclinar la balanza, no obstante, la idea de que si alguna vez podía proponerme la realización de mis planes legislativos y políticos, ése era el momento de intentarlo: no había más que persuadir en medida suficiente a un solo hombre, y asunto concluido. Con esa disposición de ánimo, me aventuré a partir. No me impulsaba, por cierto, los motivos que algunos imaginan, pero me avergonz la posibilidad de pasar a mis propios ojos por un hombre de verba hueca que nunca se decide a poner manos a la obra.» [Foucault, 2008. pag. 230]

El filósofo –interpreta Foucault– no puede circunscribir su tarea al ámbito del logos, debe relacionarse con su presente, participar de la vida pública, poner manos a la obra en el ergon. ¿Y qué es poner manos a la obra en el ergon? Ser el consejero real de un político real, participar de las decisiones con las que el Príncipe interviene en la realidad. De este modo, la filosofía se introduce en el campo de la política, pero con una función propia: pensar la política. Producir pensamiento político para la acción política propiamente dicha. Esto es lo que Foucault llama “lo real de la filosofía”, donde aparece la parrhesía en tanto que es el campo en el que se confirma el coraje del consejero de practicar la veridicción frente a quien ejerce el poder. Esto es lo que supuestamente distingue a la filosofía de la retórica, ya que la retórica tiene por objeto persuadir, mientras que el objeto de la filosofía es decir la verdad. Ahora bien, ¿cuáles son las condiciones en las que la filosofía puede practicar la veridicción? Para que la filosofía no sea puro y vano discurso sino realidad –dice Foucault– no puede dirigirse a todo el mundo, sino únicamente a quien quiere escuchar; asimismo, para que el filósofo se pronuncie tienen que existir garantías suficientes de que no hablará al aire ni arriesgará la vida. Y es en este punto donde la filosofía, a mi entender, no asume lo que de retórica tiene y necesita cuando decide trascender el logos para ingresar en el ergon.

Es un malentendido que, si se quiere, podríamos remontar hasta Parménides, cuando decía que “las cosas son o no son”, o al “principio de no contradicción” de Aristóteles, por el cual nada puede ser lo que es y a la vez su contrario. Bajo estas concepciones –como todos saben, de gran ascendiente en el pensamiento occidental–, se es bueno o se es malo, pero nunca ambas cosas a la vez, como lo somos el común de lo mortales. Si sorteamos esta manera dicotómica del ser, tal vez podamos entender que no existe una distancia tan pronunciada ni una oposición tan tajante entre retórica y filosofía, al menos no en los términos que lo plantea Platón en el Gorgias, sobre todo si lo miramos a la luz de lo que el propio Platón experimenta en su relación con el presente de su tiempo y que nos relata en la Carta VII.
 
Retórica vs. Filosofía

Se ha dicho que el Gorgias es una prolongada condena a la retórica, el diálogo en el que Platón más la interpela. Mientras que Polo, Gorgias y Calicles alaban las bondades de la retórica, Sócrates rebate uno a uno los argumentos diciendo ante cada respuesta que no le contestan lo que él está preguntando y quiere saber, él sólo quiere saber qué es el arte retórico y cuál es el ser de la técnica retórica. Al cabo de lo cual terminará por decir que la retórica no es nada, habida cuenta de que la retórica es el arte de la adulación en contraposición a la tekhne de la filosofía, que es la conducción de las almas a través de esa doble vertiente que es el cuidado de sí y de los otros. La retórica no es capaz de alcanzar lo que pretende, esto es: el bien. De este modo Sócrates demuestra que la retórica, mediante la imitación, el simulacro, la ilusión y la adulación, sustituye el bien por su apariencia, que es el placer. Por lo tanto no alcanza su meta, y la meta que alcanza no es nada. Ahora bien, ¿esto es así?, ¿alcanzan los argumentos esgrimidos por Sócrates para dejar a la retórica fuera de juego? La retórica, ese arte esquivo al que tanto se dedica Platón y con el que tanto se ensaña su Sócrates, ¿de repente pierde todo valor? ¿Alguien se hace eco de la descalificación que hace la filosofía de la retórica? Veamos lo que surge de cotejar lo que sostiene Sócrates con el presente en el que Platón despliegaba sus artes de consejero.

Como hemos visto, Sócrates logra demostrar que lo importante no es tanto escapar a la injusticia de los otros como no cometerla. Por lo cual, si lo importante es no cometer injusticia, resulta igualmente importante hacer que quien es injusto llegue a ser efectivamente justo. ¿Pero cómo se logra tal cosa? Platón, en más de una oportunidad y en más de un diálogo, establece cierta analogía entre la medicina y la filosofía, entre el médico y el consejero político; de hecho en el Gorgias, hace varias menciones. Atendiendo a esta comparación el filósofo, en tanto médico, sólo debe intervenir cuando las cosas no andan bien. En tal caso el filósofo tendrá que diagnosticar cuál es el mal que padece la polis y tratar de intervenir para reestablecer el estado de salud. Se trata de un papel crítico, pues se presenta en el orden de la crisis, o si se prefiere en el del mal y la enfermedad; pero hace falta –dice Foucault– que el enfermo, o en este caso la polis, tengan conciencia de su enfermedad [Foucault, 2008. Pag. 243]. Una polis enferma deberá dar cuenta a través de sus jefes que las cosas no funcionan bien. Y acá es donde aparece un aspecto de la filosofía que sólo se vuelve evidente cuando la filosofía se vincula con lo real, es decir en la medida que deja de ser puro logos para ingresar en la tarea filosófica (ergon); es un aspecto suyo que la filosofía habitualmente niega, pero que en la homologación que establece Platón y retoma Foucault de la filosofía con la medicina, queda expuesto.

Cuando se homologa el papel del filósofo con el del médico, que diagnostica y prescribe, pero a la vez persuade, algo se trastoca. Foucault menciona a la persuasión como una característica del ciudadano libre, que a diferencia del esclavo puede hablar y explicar lo que le pasa y lo que siente, a partir de lo cual el médico –que tiene la voluntad de escuchar lo que dice el enfermo, porque ese material es el que le permite elabora su diagnóstico– le explica al enfermo cuál fue su desarreglo y qué deberá corregir de su régimen para curarse, persuadiéndolo de que ese será el único modo de sanar. El filósofo que trasciende el logos y asume una misión política (pensar la política, producir pensamiento político) deberá dirigirse al Príncipe o las personas libres, en principio para escuchar, y después de haber escuchado diagnosticar y explicar lo que hay que hacer para salir de los males que afectan a la polis, para lo cual –al parecer– deberá apelar indefectiblemente a la persuasión. Su papel no será legislar ni gobernar, su papel será pensar el régimen de la ciudad en su conjunto para advertir la causa del mal y posteriormente persuadir a quienes gobiernan y a quienes son gobernados acerca de lo que se debe modificar en el régimen de la polis para alcanzar la salud, que podríamos equiparar al bien común.

Dicho esto, y siguiendo a Foucault, decimos: la filosofía siempre supone la filosofía, es decir: la voluntad del pensar. La filosofía no puede proponerse como violencia, no puede imponer su pensamiento; lo real de la filosofía se dirige a la voluntad filosófica, que en la medida que esté despierta y atenta a escuchar, tendrá lugar para su decir. Ahora bien, ¿qué pasa si el enfermo no puede escuchar? No estamos diciendo “no quiere”, estamos diciendo “no puede”. Digamos que el enfermo manifiesta una resistencia lógica, que le cuesta aceptar aquello que al revelarse como problema lo expone a un espejo difícil de soportar. ¿Qué hace el médico en ese caso?, ¿abandona el paciente como dice Platón en la Carta VII? [Foucault, 2008. Pag. 241] Pensémoslo en relación a la filosofía. ¿Qué hace la filosofía cuando no encuentra voluntad filosófica, cuando no hay gobernantes ni gobernados atentos a su decir? ¿Se retrae y vuelve al logos y a la contemplación para ejercitar su crítica “irreverente” desde la distancia o, como el médico frente al ciudadano libre, debe escuchar él también las explicaciones que da la polis sobre su actuar para después elaborar un pensamiento político que le permita ser escuchado, sobre la base de aquello que le preocupa a los gobernantes y a los gobernados, sino por igual, de acuerdo a sus intereses?

La filosofía critica a la retórica porque es precisamente aquello que puede encontrar su eficacia independientemente de la voluntad de quienes escuchan. Su juego –dice Foucault– consiste en captar la voluntad de los oyentes, en cierto modo a pesar de ellos. Entonces retomamos, ¿cómo se hace para escuchar a un enfermo que no puede escuchar? ¿No es un mérito captar la voluntad de quien no puede oír para explicarle lo que está mal y persuadirlo acerca de los beneficios que tendría modificar el régimen de vida? Trasladado a la filosofía y su vínculo con lo real de la polis, ¿no es un mérito tratar de captar la voluntad de quienes gobiernan y de quienes son gobernados para explicarles lo que anda mal y persuadirlos acerca de aquellos que sería menester modificar en el régimen de la polis? Dicho esto podemos preguntar: ¿este recurso que la filosofía se ve conminada a desplegar frente a quien no se ha planteado escucharlo, no es la tekhne de la retórica?, ¿y no es un recurso legítimo? ¿Acaso Sócrates no deambulaba por la polis en busca de algún interlocutor distraído a quien poder interpelar? ¿No era ese un modo de captar la voluntad pública para someterla a la mayéutica? ¿Y no era la mayéutica un método inductivo que consistía en interrogar a una persona para hacerla llegar a un conocimiento suyo que aún no tenía conceptualizado?
 
Acción dramatúrgica

Cuando la filosofía trasciende el logos –dice Foucault– surge necesariamente la política, la dimensión social que le hace experimentar lo real de la filosofía; dicho en otras palabras: aparece un campo de verificación. Pero en este punto, a diferencia de lo que demuestra Sócrates, vemos que en la medida que la filosofía entra en contacto con la vida de la polis la oposición entre la retórica y la filosofía deja de ser tan tajante. La filosofía conlleva una misión de verdad que supuestamente la retórica resigna en el afán de agradar y producir placer. Es una oposición excluyente: donde hay un filósofo el rétor debe ser expulsado. “No pueden coexistir, su relación es de exclusión”, dice Foucault siguiendo a Platón [Foucault, 2008. pag. 357]. Sin embargo, Gorgias y Calicles, que defienden la retórica, a su modo también buscan alcanzar el bien. Más aún: Calicles tal vez no sea tan antitético al pensamiento platónico como lo presenta Sócrates. Según vimos en la Carta VII, cuando la filosofía trasciende el logos y se vincula con lo real de la filosofía, deja de ser inmune y a su pesar pasa a ser tan falible en la búsqueda del bien como lo es la retórica. Lo que Foucault llama experiencia de la realidad política no es otra cosa que la interacción con el mundo, dar cuenta del Otro. Ese Otro está evidenciado de un modo irreductible en el ciudadano que hay que escuchar o en los límites que pone el Príncipe, se convierte en una interpelación y en una condición de ajuste para la acción propia. La interacción con Otro que tiene sus propios intereses, muy probablemente frustre nuestras expectativas, frente a lo cual es lícito darse una estrategia que nos lleve a la consecución de nuestros objetivos. La interacción implica, entonces, una acción dramatúrgica en la que cada uno de los actores “representa” o “escenifica” ante el otro un “personaje” o una “imagen” que necesita proyectar de sí mismo. Pasa con el enamorado que le habla a su amada, pasa con el padre que reta a su hijo, pasa –por supuesto– con el filósofo que trasciende el logos para interactuar con la realidad de la polis. La interacción social es, en definitiva, una (re)presentación pública, la acción política que se produce en el vínculo con los demás; y en esa interacción los actores están obligados a prestarse al juego de la simulación y las apariencias, porque como dice Hannah Arendt “lo público, constituido mediante la reunión de muchos, se establece como lugar de apariencia”. Y acá, me dirán, se presenta un problema, porque como hemos visto, la simulación y la apariencia se alejan tanto de la esencia y la verdad como, para Sócrates, la retórica de la filosofía. Ese antagonismo irreductible se reproduce en la distancia que separa a al ser del parecer y a la esencia de lo accesorio; con el agravante de que suele ser trasladado al logos y el ergon, y por consiguiente a los roles del intelectual y del político. Sin embargo, y a juzgar por la vocación de presente que tiene la filosofía, tal vez no debamos entender a la esencia como la oposición de la apariencia.

La esencia, tanto como la verdad y el bien son categorías ideales, más próximas a la deidad que a lo mundano, y por lo tanto más propias del campo de la fe que de lo real de la filosofía y de la política. En este sentido, la misión de verdad que porta la filosofía puede convertirse en un estigma que la aleja de lo mundano, en tanto que impuro y contaminante. Si la misión de verdad condiciona a la filosofía a utilizar la categoría del bien como su norte y su parámetro, la filosofía terminará por menospreciar cualquier acción que no sea capaz de producir lo que por definición es inalcanzable. Dicho esto podemos preguntarnos: ¿quién es la que no puede alcanzar lo que se propone alcanzar, la filosofía o la retórica? La retórica, más realista, desde Gorgias y Calicles parece entender que la simulación, la apariencia y la adulación no son más que recursos dramatúrgicos, y que no necesariamente traicionan la misión de verdad y la búsqueda del bien. Tal vez, el hecho de que Platón haya elegido el género dialógico, más cercano al arte drámatico que a los tratados, para hacer filosofía, tenga que ver con eso; tal vez por eso Calicles, del que no hay pruebas ciertas de su existencia, y que bien podría ser un alterego de Platón, soporta los embates de Sócrates con hidalguía y establece una cierta paridad con el maestro. Como decíamos más arriba, Gorgias es uno de los diálogos más largos de Platón, gran parte de su extensión está destinada a discutir la retórica, como lo hizo en muchos otros diálogos. Si tenemos en cuenta esto, ¿no podemos pensar que la preocupación de Platón por la retórica es un modo de apropiarse de la retórica? ¿No podría la filosofía asumir a la retórica como un recurso válido? Más aún: ¿no lo hace de hecho? Tal vez no debamos evaluar a la apariencia en relación a la esencia, ni señalar cuánto se aleja o traiciona la retórica la misión de verdad de la filosofía, sino asumirlas como partes de un juego dialéctico y variable con el Otro, y por lo tanto con una alteridad que, en la negociación de lo necesario y lo factible, produce un juego democrático siempre inacabado pero provechoso.
 
* Este capítulo forma parte del libro Platón en el callejón, publicado por Eudeba en mayo de 2012. Participan del libro todos los integrantes del Seminario de los jueves que coordina Tomás Abraham

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