Educación extensa

Cuesta encontrar un momento como el actual, en que la escuela haya estado tan desafiada, y a la vez tan vacilante. Fue una de las instituciones más sólidas que sobrevino con el contrato social, pero hoy ya no tiene la estabilidad que supo tener. Se ha debilitado la fortaleza que le permitió sobreponerse a los temporales sociales, políticos, económicos, tecnológicos, y bracea en aguas profundas, sin avistar una costa donde amarrar su deriva.

Con este trabajo nos proponemos identificar la matriz educativa que desde hace más de 200 años viene apuntalando –sino formando– la subjetividad de los ciudadanos nacionales y analizarla en relación al contexto epocal en el que se origina esta incertidumbre institucional. Es decir, nos abocaremos a pensar las condiciones en que la escuela afronta un futuro que ya ingresó en nuestras vidas pero que habitamos con la inercia del pasado.

 

El gran partenaire

La formación de los estados nacionales tuvo en la escuela un partenaire a su medida. Esa funcionalidad, con la pedagogía como el campo de conocimiento que le permitiría articular saberes y discursos orientados, la volvería una beneficiaria dilecta de la protección estatal. Bajo el amparo de los sectores sociales que ocupaban el poder, fue consolidándose un modelo educativo hegemónico que desplazaría los fines trascendentales del modelo monástico hacia propósitos mucho más concretos y terrenales: “la formación de ciudadanos y el disciplinamiento del trabajador capitalista”. La escuela se convertía en una verdadera metáfora de la modernidad y en la embanderada del liberalismo, el nacionalismo y el cientificismo; es decir, en una condición para el progreso de la que ya no se iba a poder prescindir[1].

Uno a uno, los países iban a legislar su educación básica y la volverían obligatoria, dando lugar a un mapa escolarizado sin precedentes que iba a dominar el escenario mundial. Esa suerte de mecenazgo, sin embargo, no impidió que la escuela incurriera en cierta infidelidad, pues aún cuando su destino estaba adosado al del Estado y éste lo asumiera como parte de sus obligaciones pretorianas, la escuela supo generar sus propios mecanismos de calcificación. Gracias a esa fortaleza propia pudo soportar vaivenes políticos y crisis de diversas índoles, incluso con una estabilidad superior a la que demostraron tener, por ejemplo, la democracia y la economía, sobre cuyas columnas –se sabe– descansa el quicio de la institucionalidad moderna. Esa misma robustez le permitió resistir de pie dos potentes embates tecnológicos, primero de la radio y más tarde de la amenazante televisión; y a pesar de que la embestida de la pantalla chica hizo que hasta la propia escuela dudara, pues en un momento sintió que la ponía en jaque, sobrevivió airosamente, mejor aún, supo distinguir las oportunidades didácticas que le brindaba y las utilizó a favor, como un recurso auxiliar.

El ingreso al siglo XXI trajo aparejado otro tipo de problemáticas. Ni las previsiones ni los avales de la tradición fueron suficientes para sortear las dificultades que surgieron con el comienzo del tercer milenio. La caída del Muro de Berlín precipitó un proceso que la tensión bipolar de la Guerra Fría había mantenido en suspenso. Desaparecido el equilibrio de fuerzas, los estados nacionales comienzan a perder estabilidad institucional. La connivencia con las corporaciones financieras y el surgimiento de las guerras no declaradas, que suceden más allá y más acá de las fronteras –sumado a la privatización de los conflictos armados–, les darían una estocada profunda, despojándolos de dos herramientas de poder primordiales: la regulación de los mercados y el monopolio de la violencia en que se fundaba su derecho. La geografía política y económica cambia, muchos estados se fragmentan tratando de resguardarse en dudosas identidades étnicas, otros se agrupan en mercados comunes regionales, pero ningún esfuerzo parece ser suficiente para reponerlos en su sitial. La sociedad que tenía en el Estado-nación su molde cognitivo y el continente de todo lo que era posible, comenzaba a desdibujarse[2]. Los fundamentos que justificaban la existencia de muchas instituciones históricas se volvieron dudosos y las infraestructuras públicas que permitían erigir identidades individuales y colectivas estables perdieron su capacidad de contención. Un nuevo contexto tecnológico, el de la era digital, irrumpe convirtiendo a la vida cotidiana en una sucesión de dispositivos con presencias y efectos remotos. En menos de veinte años la lógica del mundo se trastocó drásticamente y lo que era real, sólido, seguro, perdurable y nacional, se volvió virtual, flexible, ambiguo, frágil, líquido, evanescente y global.

Bajo el imperio de esas circunstancias, la escuela hace su ingreso en el siglo XXI. Su padrino histórico, el Estado, se encuentra abocado a revisar su propio rol y a construir una nueva identidad, lo cual le impide ejercer el tutelaje que tenía prescripto históricamente, al menos no en los términos que lo venía haciendo. Mientras ese vínculo se reconfigura, surge una nueva embestida tecnológica, pero esta vez no afecta sólo a la escuela y al entorno doméstico sino que extralimita su alcance y desestabiliza las prácticas políticas, los modelos de negocio y el modo de comunicar. En ese contexto, recae sobre la escuela una pregunta insoslayable: ¿Para quién educar cuando la trama de representaciones para la que se construía ciudadanos se ha vuelto borrosa? ¿Cómo educar en una época de cambios estructurales donde todas las prácticas culturales se resignifican?

 

Siglo XXI

Los rasgos epocales que acabamos de describir están indisolublemente ligados a la yuxtaposición de dos variables sin antecedentes. Por un lado el derrumbe más o menos simultáneo de una cosmovisión, y por otro la acelerada evolución comunicacional desarrollada desde fines del siglo XIX a esta parte. La particular intersección de estas variables hizo que la declinación de la modernidad, que podría haber sido asimilada como el tránsito más o menos natural de una época que concluye hacia otra, se viera potenciada por la tracción de una tecnología comunicacional que, en el pasaje del entorno analógico al entorno digital, desbarató la institucionalidad y nos arrojó a la intemperie de una episteme incompleta. La transición se vio abruptamente espoleada, y en menos de quince años nada de lo que permanecía en pie pudo sustraerse al tembladeral.

La sucesión de alteraciones nos fue obligando a todos, sin excepción, a lidiar con nuevas emergencias sociales que exigen decodificaciones permanentes. El cuerpo social de dirigentes que tenía a su cargo la conducción y la custodia del modelo normativo, tanto en la gestión pública como en la iniciativa privada, no fue la excepción; por el contrario, fue la primera línea que se vio compelida a lidiar con lógicas discontinuas y a sobrellevar una situación anómica nueva. Esto se debe fundamentalmente a que los sistemas de gobierno imperantes, tanto como los modos de construir poder en general, fueron concebidos bajo el doble mandato de controlar y defender; esa estructura tenía previsto cualquier tipo de trastorno (incluso, en escalas mayores, el terrorismo), pero no estaba preparada para la irrupción desestabilizadora de un frente acéfalo y multiforme de alcance planetario como el que iba a desplegar la avanzada generacional-tecnológica de la última década. En tiempo record, sin ofensiva, sin blanco de ataque, sin crítica, sin un emisor identificable a quien demonizar, todo pasó a estar en crisis: la política, el mercado, la educación, las industrias discográficas y cinematográficas, los diarios en papel, los modelos de negocio, las ciencias sociales, etc. Esta irrupción tiene cualidades realmente novedosas, que no podían ser previstas. Lo que desacomodó –y ésta es quizás la novedad principal– es su poder fáctico de transformar en acción potencialmente política una serie de recursos tecnológicos que no están concentrados en pocas manos, como sucedía hasta ahora, sino que están al alcance de mucha gente. Surgieron otros paradigmas relacionales, otra cosmovisión, otros procedimientos. Lo que antes era radical y dirigido pasó a ser extenso y simultáneo, polisémico y diverso.

Alessandro Baricco, tras publicar Los bárbaros. Ensayos sobre la mutación, se convirtió en un autor remanido, sobre todo entre quienes se abocan a descifrar las claves de nuestro tiempo; su estilo ameno y ágil, más próximo a la divulgación que al ensayo académico, hizo que se le echara mano sin miramientos, sin embargo no hubo nadie que hiciera una proyección institucional y política de su pensamiento, que trate de comprender el alcance de lo que plantea el libro. En nuestro caso no sólo puede ayudarnos a una mejor comprensión del fenómeno que estamos describiendo, también nos abre una hendija para escrutar las implicancias que tienen estas “mutaciones” en la escuela.

Como muchos autores, Baricco sostiene que estamos en presencia de grandes mutaciones, que en su caso atribuye a “los nuevos bárbaros”, una acometida generacional-tecnológica que ha producido una revolución epistemológica planetaria; y si bien, la denominación “nuevos bárbaros” puede parecer más una estigmatización que la valoración de alguien que les tiene estima y consideración, el análisis que hace de la cultura contemporánea es bien interesante. Baricco considera que Google es el corazón de la nueva civilización, y que el modo en que opera el buscador es un modelo de cómo funciona la mente de los bárbaros. El valor de una idea, dice, ya no está determinado por sus características intrínsecas, sino por una composición de materiales distintos, muchos de ellos exógenos; como si la mente hubiese abandonado la lógica racional para volverse sistémica y relativa a la trayectoria y a las relaciones posibles; como si el sentido, que durante siglos estuvo ligado a la idea de concepto y a un ideal de permanencia, sólida y completa, se disolviera en movimientos permanentes, resignificándose todo el tiempo. Lo que hoy es de un modo, mañana puede ser de otro, sin que la mutación sea un valor negativo ni una contradicción. En términos de Martín Barbero, estamos ante “la emergencia de un nuevo paradigma del pensamiento que rehace las relaciones entre el orden de lo discursivo (la lógica) y de lo visible (la forma), de la inteligibilidad y la sensibilidad”. En la era de Google, explica Baricco, preguntar “¿qué es esto?”, significa preguntarse qué camino ha recorrido fuera de sí mismo, en relación a los demás. Porque “la idea de que entender y saber significa penetrar a fondo en algo hasta alcanzar su esencia, es una idea –dice Baricco– que está muriendo: la sustituye la instintiva convicción de que la esencia de las cosas no es un punto, sino una trayectoria, y que no está escondida en el fondo, sino dispersa en la superficie, que no reside en las cosas, sino que se disuelve por fuera de ellas, donde realmente comienzan, es decir, por todas partes”. Pensar es como navegar: extensión en vez de profundidad, viajes en vez de inmersión, juego en vez de competencia, levedad en vez de gravedad. Esta nueva concepción de lo que significa pensar, que por cierto ya habían visto y analizado algunos teóricos de la comunicación, no sólo reformula la matriz fundamental de la cultura occidental, también recupera y revitaliza un saber que a pesar de haber permanecido proscripto, nos pertenecía.

La conducta procedimental de los bárbaros introduce una serie de cualidades que perforan la inmunidad de la razón. Injerta una concepción vital y soleada en una estructura arbórea tan añeja como umbrosa. La subjetividad adquiere un rango de reconocimiento diferente, que contrasta fuertemente con la pesadumbre metafísica en la que abunda la tradición centroeuropea, de donde proviene gran parte de la carga existencial y la necesidad de sujeción de occidente. Las novelas y la cultura libresca en general –ejemplifica Baricco– fueron escritas, no sólo para gente que participaba de una historia y de un gusto cultural (el de la ilustración), sino que además demandan un tiempo anómalo (el de la lectura). Para leer a Faulkner, por ejemplo, no sólo hace falta saber leer: hace falta haber leído mucho, casi tanto como para apropiarse de una nueva lengua, hace falta participar de cierto gusto y de cierta idea de belleza que fueron construidos en el seno de una tradición literaria cuya pertenencia tiene casi tantos requisitos como los que hacen falta para ser admitido en la nobleza europea. Faulkner, tanto como Musil, Proust, Joyce, Stendhal o Flaubert, no sólo escribieron para otra época y un mundo que ya no está, produjeron obras con una utilidad espiritual que se ha vuelto insustancial[3]. Frente a estos valores culturales un tanto fosilizados, los bárbaros, que son prácticos, se preguntan qué sentido tiene hacer un esfuerzo sobrehumano para aprender una lengua muerta cuando existe un mundo que habla una lengua que ellos conocen, manejan y les sirve para comunicarse, pensar y crear. Baricco nos está diciendo, no sólo que la lectura de Faulkner se ha vuelto un pasatiempo antropológico, o académico en el mejor de los casos, sino que su lógica conlleva la adquisición de una cosmovisión que ya no es redituable, porque no brinda herramientas para interactuar con el mundo en el que se despliegan sus biografías[4].

“Los bárbaros –dice Baricco contrariando una creencia instituida– van hacia los libros, y van de buena gana, sólo que para ellos tienen valor los que están escritos en su lengua: porque de esta forma no son libros, sino segmentos de una secuencia”, que está compuesta por elementos del cine, de la televisión, de YouTube y de un blog. El valor ha dejado de estar en el libro como ícono reverencial y se ha trasladado, sin su áurea, a las conexiones que puede habilitar. Las instrucciones de uso de la cultura de los bárbaros, por lo tanto, están en la televisión, en el cine, en la publicidad, en la música rápida, en el periodismo, en los mensajes de texto, en el Chat, en la blogosfera. Esto no quiere decir que desde la aparición de Internet se lea o se escriba menos, como tampoco es cierto que los usuarios de la red prefieran las informaciones con formatos breves, puesto que se ha demostrado –y está a la vista– que cuantitativamente se asimila y se genera igual o más cantidad de contenidos que el que manejaban los lectores de soportes físicos. Para aquellos que piensen que se trata de una entelequia o de un sobredimensionamiento, podemos decirle, por ejemplo, que la cantidad de información digitalizada en 2006 fue 3 millones de veces mayor que la de todos los libros escritos; es decir, en un año se produjo más de lo que generó la cultura en los últimos 5000 años de historia. Diariamente en el mundo se envían 60 mil millones de e-mails y los mensajes de textos enviados y recibidos cada día sobrepasa largamente la población del planeta[5]. En la actualidad la cantidad de sitios Web supera los 240 millones y los blogs alcanza la friolera cifra de 130 millones. Estos números indican palmariamente que la lengua de los bárbaros se ha vuelto la lingua franca de nuestro tiempo y, contrariamente a lo que puedan dictar los prejuicios, no ha engendrado una generación de descarriados, incultos e indiferentes. El material bibliográfico, cinematográfico, discográfico, y artístico que se pone a disposición en la red, no sólo demuestra una gran generosidad y un espíritu cooperativo pocas veces visto, también está denotando una prometedora confluencia cultural, de la que aún no se puede divisar un horizonte. Pero veamos este procedimiento en un ejemplo más cotidiano y de fácil reconocimiento, el que nos brinda la red social Facebook.

 

Las redes sociales

En el presente que estamos describiendo, un joven de 19 años puede inventar una red social de aspiraciones modestas y en menos de cinco años haber logrado superar los 500 millones de usuarios. Es el caso de Facebook, fundada en 2004 por Mark Zuckerberg. Esta red social es el no-lugar de donde en la actualidad surgen –o se acompañan– gran parte de los acontecimientos sociales y políticos del planeta. ¿Quién se anima a desestimar el constructo de una red que –como se ha dicho tantas veces– si fuera un Estado sería el tercero más poblado del mundo después de China y la India? Hay quienes previenen sobre su poder como “arma militar de espionaje norteamericano” o la estigmatizan como “el neopanóptico” y el nuevo Big Brother, lo cual en cierto punto es innegable, porque los estados y los pules de negocio, con la anuencia de Facebook Inc, utilizan la información de los usuarios con fines comerciales y/o políticos. Pero más allá de estar sacralizando una confidencialidad que ya no cotiza, resulta evidente que Facebook se ha vuelto un colectivo multinodal que se relaciona y expande en tiempo real de manera rizomática, sin posibilidades ciertas de ser controlado[6]. Hasta el momento, la inasibilidad e imprevisibilidad demostradas por este colectivo en estado asambleario retrucan las sospechas. Más aún, el potencial social y político no es nada despreciable y debería ser estimado con mayor consideración si se tiene en cuenta que en los últimos cuatro años no ha dejado de tomar posición ni ha dejado de acudir espontáneamente cada vez que algún lugar del planeta, por apartado que sea, necesite ayuda o un pronunciamiento social. Pasó en Chile durante los sismos de febrero de 2010; Facebook y Twitter se convirtieron en canales internacionales y actuaron con tanta celeridad como Defensa Civil, transmitiendo los sucesos online, haciendo circular listas de personas perdidas, publicando nóminas de sobrevivientes, notificando los lugares adonde se podía concurrir para conseguir y ofrecer ayuda. Del mismo modo, una semana antes del 24 de marzo de 2010, día en que nuestro país se conmemora el Día de la memoria, los usuarios de Facebook comenzaron a trocar las fotos de sus perfiles por siluetas vacías que permitían, no sólo el reconocimiento de sus “amigos”, sino que también multiplicaba un contenido político que a pesar de no tener emplazamiento, expresaba un ánimo social existente. Otro ejemplo lo constituyen las manifestaciones multitudinarias organizadas por 6-7-8 Facebook en varias ciudades del país, incluso del extranjero, a favor de la Ley de Servicios Audiovisuales, que tuvieron repercusiones tan concretas como insoslayables en la arena política nacional. Por todo esto, Manuel Castells, la considera “la plataforma de movilización y debate político más importante del mundo”.

Estos usos de Facebook no son, sin embargo, los que nos interesan considerar en este trabajo, pues si bien es cierto que forman parte del escenario que intentamos describir, no dejan de ser el tipo de uso que le dan los advenedizos. Los jóvenes universitarios, por ejemplo, han demostrado tener una gran pregnancia con las aplicaciones 2.0 que ofrece la red, ingresando variables bien interesantes en el ejercicio de la práctica política, como quedó evidenciado en el uso que –entre otros– le dio Barak Obama durante su campaña presidencial[7]; pero no dejan de ser usos instrumentales que adaptan las herramientas de las nuevas tecnológicas a una concepción más o menos inalterada –en todo caso aggiornada– de la política y de la participación. Otro segmento social que se ha volcado masivamente a las redes sociales, pero que no representa acabadamente la esencia de las redes sociales, es el que común e imprecisamente se denomina “clase media”; su entusiasmo es conmovedor y podemos disfrutar de la fruición con que llenan los muros virtuales de estampas personales y recomendaciones musicales, pero el nivel de expectativas es precisamente lo que denota la naturaleza advenediza de estos usuarios, que no casualmente tienen una edad promedio que supera los treinta años. No estamos invalidando la incorporación que hacen estos sectores de las herramientas 2.0, ni menoscabamos las potencialidades de las redes sociales, todo lo contrario. Tampoco decimos, por si acaso, que no sean importantes indicadores del nuevo presente que queremos referir. Decimos, en cambio, que los chicos no usan Facebook para disputar espacios ni para mitigar su soledad. Los chicos han generado un uso diferente; por así decirlo, más natural. Para la generación que hoy está saliendo de la pubertad, las nuevas tecnologías no son el factótum de ninguna crisis ni emergen como herramientas sobrecargadas de expectativas, para ellos forman parte del ambiente en el que han crecido y no encarnan ninguna de las anomalías que representan para sus mayores. La subjetividad de los preadolescentes, tanto como sus relaciones interpersonales, están marcadas por la “normalización” de ese entorno tecnológico. La matriz social sobre la que construyen sus filías corresponde a otra concepción de las redes sociales, que implica un concepto diferente de conocimiento, tanto como de lo colectivo, de lo privado y de lo público. Para ellos Facebook es mucho más que una realidad virtual acotada al uso de internet, es una lógica relacional, un modo de vincularse con el mundo.

El uso que los preadolescentes le dan a Facebook o a Twitter, por mencionar sólo dos de las tantas que existen, mantiene una llamativa familiaridad con la marca de origen de las redes sociales, que se remonta a mediados de los ’60 cuando los hackers conciben la creación de un contrapoder sobre el acuerdo de intercambiar datos de manera abierta, libre y gratuita. Entre aquellos primeros nerds, contemporáneos del mayo francés, y el uso que los bárbaros le dan hoy a las redes sociales, hay un continuum hilvanado por una idea que no casualmente condice con una de las premisas más potentes de la revuelta francesa: impulsar acciones políticas sin pretender dirigirlas. Podríamos decir, sin temor a equivocarnos, que los bárbaros son la más acabada representación de esa idea. Están todo el tiempo promoviendo acciones y generando condiciones de uso colectivo que no necesitan la conducción de nadie. Son prácticas muy alejadas de la militancia tradicional porque no tienen un objetivo social explícito, pero eso es lo que las vuelve más inquietantes todavía, porque se vuelven “visibles” imprevistamente, sólo en el momento que sus “deseos” entran en conflicto con alguna normativa. Cuando esto ocurre, el estado asambleario que les permiten las redes sociales, los vuelve imprevisibles, con un poder efectivo pocas veces alcanzado. Esto sucedió, por ejemplo, el 30 de abril de 2010 en la ciudad de Mendoza, cuando los alumnos de las escuelas secundarias se autoconvocaron a través de Facebook para no ir a la escuela y llevar adelante “la gran rateada mendocina”. La convocatoria fue un éxito, más de 3000 adolescentes se reunieron en el Parque Independencia a festejar el unilateral “asueto” [8]. La travesura, más allá de exponer las fisuras que tiene el sistema de control frente a las nuevas tecnologías y más allá de la falta que quedó reflejada en la libreta de asistencia de cada uno de los que no fueron a la escuela, nos habla de acciones con un alto contenido simbólico, cuya proyección política aún no ha sido debidamente evaluada.

No hace falta dilatarse en explicaciones científicas o académicas para advertir la dimensión de lo que estamos diciendo. Se percibe en el trato con nuestros hijos, en la desorientación que experimenta la política, en la fragmentación comunicativa, en la crisis de crédito y de credo, en la deriva del sentido común, en la insustancialidad de conceptos que hasta hace poco eran robustos y detentaban una idea del mundo que marcaba el ritmo del planeta. Frente a esto, todos los actores sociales se han visto obligados a revisar sus prácticas. Y este ejercicio, claro está, no sucede sin un correlato en el que las estructuras institucionales se vean inevitablemente interpeladas, con todo lo que eso implica para configuraciones corporativas plantadas sobre cimientos centenarios. Pero más allá de lo remisas que puedan mostrarse muchas de estas corporaciones, su modificación es un hecho factual que avanza sin demasiadas cortesías. Así como los diarios en papel debieron reformular, no sólo su manera de comunicar, sino también su modelo de negocio para un soporte –el digital– que tiende a imponerse, de la misma manera lo deberán hacer la corporación política, los sindicatos y la universidad. No hay ninguna razón para suponer que lo que le pasó a los diarios impresos no pueda ocurrirle a las universidades. Como muchos otros actores sociales, la universidad deberá revisar su rol, su modelo institucional, el sujeto de aprendizaje hacia el que orienta su empresa y, por lo tanto, su concepción curricular, sus métodos pedagógicos, sus recursos didácticos, y la competencia de sus perfiles profesionales.

Lo que queda expuesto con todo esto son los vicios y la mayor o menor capacidad desarrollada por estas instituciones para reformularse en circunstancias de cambio. Y la escuela no es la excepción. De nada le sirven los antecedentes que le permitieron superar los cimbronazos de otros tiempos, hoy enfrenta una contienda diferente, que está lejos de resolverse. La rivalidad que en su momento le plantearon la radio, el cine y la televisión no tiene relación con la competencia que hoy le plantean las nuevas tecnologías.

 

En el hogar

La primera manifestación de las nuevas tecnologías que afectó a la escuela, se produjo de un modo indirecto, en el entorno doméstico, cuando la PC alteró las costumbres e introdujo en la convivencia un lenguaje fragmentario con prevalencia de la imagen, el sonido y los documentos digitales. La segunda fase se produjo cuando internet abre una disyunción vivencial entre los adultos y los niños que cada vez tendría menos puntos de encuentro. La tercera –aunque más o menos simultánea de internet– vino de la mano de los celulares, extendiendo prácticas culturales que rompieron la unidad entre tiempo y espacio, dando lugar a una dimensión temporo-espacial diferente, sin emplazamiento ni dilación. Esto ocurría en las adyacencias de la escuela, todavía sin una embarazo directo, pero era evidente que se trataba de una cuestión de tiempo; sin embargo, a pesar de los indicios que anunciaban un cambio, no tuvo el reflejo para advertir que se estaba generando un conocimiento nuevo que descartaba su bendición. La aceitada maquinaria curricular que había bajado las ciencias de la modernidad al aula, no pudo dar cuenta de los nuevos saberes. Eran, son, saberes infieles. Y mientras la escuela se daba tiempo para reaccionar, los chicos, desarrollaban una idiosincrasia de difícil asimilación, no sólo para los adultos, sino para los dispositivos sociales en general. Los chicos comenzaron a estar sin estar, a cumplir sin dedicación, a prescindir de una identidad estable, a actuar sin contender, a reunirse sin encontrarse, a intervenir sin conducir. Estos modos de ser, convengamos, superan las garantías y las previsiones de una institución que fue pensada en clave de encierro, con fines higiénicos y disciplinarios, bajo la hegemonía del racionalismo y el dualismo. ¿Cómo coexisten una institución regida por el principio aristotélico de no contradicción y una generación que abre su serestar a una simultaneidad tan heterogénea como paradójica e inasible?

Los jóvenes utilizan las plataformas virtuales como estaciones de encuentros no presenciales que les permiten reconocerse y organizar diferentes aspectos de su vida social, sorteando la potestad de los adultos, no sólo porque para muchos docentes –y padres– son dispositivos incomprensibles, sino porque les ofrecen herramientas de desdoblamiento que no figuran en el imaginario de los que crecieron mirando cine y televisión. Los jóvenes pueden estar y al mismo tempo no estar. Utilizan canales intersticiales –como los mensajes de texto– que no sólo les permiten burlar los mecanismos de control intramuros, también les permiten mantener comunicación online con “el exterior”, por ejemplo, en el mismo momento en que se desarrolla una clase, están en el cine, o participan de una reunión familiar. Si este comportamiento aún no se extendió al conjunto de la comunidad escolar, es sólo cuestión de tiempo. Por supuesto, existen quienes prefieren refugiarse en la impugnación o el escepticismo, sosteniendo que se trata de un indisciplinamiento que hay que corregir o de una exageración de los enamorados de la tecnología. Pero este fenómeno no es relativo a la opiniones, como tampoco lo son sus consecuencias. Es parte de la vida cotidiana, y cada vez más, no sólo porque la tendencia mundial es que cada alumno tenga su propia laptop[9], sino porque como dice la Ley de Moore, tanto los ordenadores como los teléfonos móviles –entre otros gadgets– son cada vez más económico y sus prestaciones cada vez más complejas. Lo corroboran los datos estadísticos cuando nos dicen que en setiembre de 2009 más del 39% de los hogares argentinos tenían una computadora y 3,5 millones de personas tenía acceso a internet por banda ancha, con una de las tasas de aumento más altas de Latinoamerica. Las estimaciones auguran que a fines de 2010 habrá alrededor de 19 millones de usuarios (sobre una población de 39,7 millones de habitantes) y bastante más de 4 millones de conexiones por banda ancha[10]. Vale decir, en un tiempo no muy lejano esta tecnología estará al alcance de toda la población, aún de los sectores con menos recursos, que mientras estos beneficios no los comprendan sostienen a los locutorios como sus propias bases de conectividad, lo cual revela algo que ya estaba anunciado en el acceso –legal o ilegal– al servicio de televisión por cable: que los sectores marginales, no son marginales a la tecnología en la misma medida que lo son económicamente[11].

 

En la escuela

¿Cómo hace la escuela entonces para contener este aluvión de “barbaridades”? La pregunta plantea un dilema controvertido: si las deja fluir siente que se desfigura su rol, pero si no les da entrada se vuelve anacrónica. El ámbito doméstico, que podría ser una referencia, no aporta una perspectiva muy alentadora para quienes sienten que su autoridad está en riesgo, pero puede ser un antecedente muy ilustrativo para observar el modus operandi de una cultura que llegó a vivirse como una amenaza, pero que hasta el momento no ha demostrado representar un peligro real, tal vez todo lo contrario.

Las prácticas culturales de “los bárbaros” fueron horadando la resistencia de los adultos hasta integrarse completamente al paisaje hogareño. Entre otras cosas, lograron algo que hoy puede resultar un lugar común, pero que diez años atrás era impensable: navegar por internet y chatear varias horas por día. Hoy es normal que un chico haga sus tareas mientras mira videoclips en YouTube, escucha su reproductor MP3, chatea y manda mensajes de texto, todo a la vez y casi sin la negativa de los padres. Las rémoras conservadoras intentaron contraponer esta diversificación a la efectividad, como si se tratara de dos antagonismos irreconciliables, pero ha quedado demostrado que no es así. El surfeo por actividades simultáneas (multitasking) no disminuyó el rendimiento escolar; por el contrario, en muchos casos lo ha mejorado, quitándole argumentos de prohibición a padres que resolvían la situación a tientas, sin normas en las que apoyarse. En la actualidad más del 50% de los jóvenes argentinos utilizan las redes sociales para realizar sus tareas escolares; aunque, contrariando el reflejo de sospecha que asalta a los mayores, no utilizan la ventaja tecnológica para copiarse; socializan sus tareas del mismo modo que socializan sus entretenimientos y sus preocupaciones, porque esa es la forma en que se relacionan. Copiarse forma parte de nuestra lógica, que está sobrecargada de suspicacias, no de la de ellos.

El dilema evidentemente se complejiza. Ante lo cual se puede entrar en pánico y augurar para la escuela la misma suerte que corrieron los hogares frente a prácticas culturales para las que no tuvieron respuestas claras; o se puede, en cambio, capitalizar la experiencia hogareña y aceptar el reto que nos plantean, avizorando en estos antecedentes una lógica relacional que exhibe lo que podríamos llamar –y de algún modo venimos exponiendo– una nueva manera de habitar el mundo.

En el mundo de “los bárbaros” no se necesita saber todo. Un poco a contrapelo del lugar que ocupaba la escuela, la biblioteca universal y los manuales de uso de todo aquello que se quiera saber, están –sin ir más lejos– al alcance de un touch en la gran mayoría de los celulares. Vale decir que gran parte del equipamiento que aún provee la escuela, parada sobre el paradigma de la ilustración, tiene una utilidad limitada y anacrónica. Por eso, a diferencia de sus padres, que fueron marcados por la impronta moderna, “los bárbaros” no quieren saber todo, más aún: tienen asumido que no pueden saber todo, sobre todo porque no hace falta. Para ellos el designio sagrado que prescribía acopiar conocimiento, especializarse y perseguir una reputación, devino en un decálogo con valor arqueológico. El mundo de “los bárbaros” tiene superficie planetaria y su cultura está compuesta por equivalencias colaborativas que interactúan sobre ese acuerdo base; en la red, la valoración (ratio) no está dada por lo que cada uno es o tiene, sino por lo que ofrece para la construcción común. Dicho de otro modo, existe un reconocimiento cada vez más extendido que no pasa –al menos tan categóricamente– por el tener.

¿A qué distancia se encuentra la escuela de esta concepción con que opera la cultura actual? O si se prefiere, ¿para qué mundo está enseñando la escuela? ¿Tiene sentido insistir con un modelo educativo que incentiva la competencia y los diversos modos de atesoramiento personal cuando, como soñaron muchos humanistas y librepensadores a lo largo de la historia, existe la posibilidad cierta de asentar una cultura participativa, colaborativa y más equitativa? La situación expone dos cuestiones que interpelan en pinza:

  1. La escuela se fue convirtiendo en un trayecto con desafíos cada vez menos significativos
  2. Las instrucciones escolares tienen cada vez menos aplicaciones en la cultura actual

Traducido a un lenguaje más técnico, la escuela ha dejado de plantear desafíos en el sentido que Piaget definía los “desequilibrios”, para crecer y disponer del mundo circundante; esos saberes-desafíos hoy son ultramontanos. Es decir: los jóvenes habitan una época para la cual aún no existe un sistema ni una institucionalidad acordes.

 

Los desequilibrados

Los “desequilibrios” que provocaba el proceso de aprendizaje, hasta no hace mucho eran producidos por la escuela y cotejados por la psicología genética; en la actualidad, la naturaleza de su procedencia los ha dejado fuera de los dispositivos de supervisión. Es decir, los chicos enfrentan perturbaciones que ya no cuentan con los mecanismos de contención y moderación de antaño. No estamos diciendo, por si hiciera falta aclararlo, que los chicos fueron abandonados, o que la presencia de la escuela y la familia haya perdido importancia; decimos, sí, que las nuevas tecnologías desplazaron sus rutinas hacia vivencias en que los adultos tienen menos injerencia. El primer retraimiento de los espacios públicos lo produjo la televisión, relegando los picados y los encuentros en las veredas o las esquinas; el segundo vino de la mano de los peligros que surgieron en la vida citadina[12]. La actividad pública de los chicos se fue reduciendo a la escuela y –en algunos casos– el club. En poco tiempo, el videojuego y las computadoras se convirtieron en sus modos de socializar. Estas prácticas, debido a su creciente sofisticación, fueron requiriendo destrezas cada vez más complejas y los chicos comenzaron a desarrollar un tipo de vivencia muy difícil de acompañar para quien no puede pasar varias horas sentado frente a la pantalla. La situación los llevó, por un lado a que sólo puedan compartir entre ellos, a lo sumo con los hermanos mayores, y por otro, a que se fueran apartando de los parámetros conocidos, sustrayéndole a los padres una potestad cara a la educación tradicional: la posibilidad de reconocer la línea que divide lo conveniente de lo inconveniente, con la consecuente dificultad para sancionar. La proyección de este esquema de vivencias disociadas abre un hiato irreductible, no tanto porque los chicos desarrollen capacidades y lenguajes cada vez más complejos –que también–, sino porque la falta de entendimiento se transforma en falta de reconocimiento y por lo tanto en un impedimento para construir una identidad, al menos en el sentido que hasta ahora se entendía esa construcción. En un momento dado, la contención y el reconocimiento del entorno familiar –que tiene una importancia medular durante los procesos de las funciones psicológicas primarias– se volvió insuficiente, sin valor de cambio en el mercado de relaciones donde los chicos interactúan socialmente –en el que empiezan a tallar los procesos psicológicos superiores[13]. Es como si de pronto la adolescencia se hubiera adelantado diez años. Chicos que apenas tienen diez años, se han visto compelidos a buscar, brindar y encontrar reconocimiento “fuera” del hogar, entre sus pares, en el universo de relaciones que les proporciona la red. Por eso, para ellos, la red no tiene la devaluada categoría de lo virtual que suele tener para los mayores, es real, porque les proporciona contactos, afinidad, empatía, reconocimiento e identidad.

Surge entonces un proceso de socialización paralelo en el que los chicos enfrentan sus propios desafíos cognitivos, “desequilibrios” de una índole completamente diferente a los que les plantea la escuela. Este desfasaje tiene como telón de fondo los vicios residuales de una mirada evolutiva que ha insistido con poner el acento en los factores biológicos antes que en los factores sociales. El mismo proceso epocal que desplazó al Estado-nación como molde cognitivo de las ciencias sociales y las dejó sin marcos interpretativos, ha desplazado el biologicismo como patrón de medida alrededor del cual era posible pensar los procesos de aprendizaje y diseñar la enseñanza. El sujeto de aprendizaje ha mutado, es enteramente otro; no se trata, por lo tanto, de reducir la desventaja instrumental que separa a los docentes de sus alumnos, sino de ubicarse de otro modo en relación a su objeto.

 

Ese oscuro objeto del deseo

El sociólogo Gabriel Gatti analiza los fenómenos sociales que en este contexto se fueron volviendo in-significantes e irrepresentables para la disciplina que tiene por objeto estudiarlos: la sociología[14]. Son “figuras y dimensiones de la vida colectiva que, aunque existentes, aunque habitables, aunque dotadas de cierta materialidad, no pueden ser representadas pues escapan de la lógica que estructura los mecanismos de representación de la vida en sociedad”. Que la sociología –que en mayor o menor medida otorga los marcos epistemológicos al resto de las ciencias sociales– no pueda aprehender justamente aquello que le da su razón de ser, nos está dando el volumen de la situación que atravesamos. Se viven momentos re-fundacionales y el tramo del camino que recorre la educación, como venimos sosteniendo en este trabajo, forma parte de ese proceso de transformación.

La educación tiene su propio objeto elusivo. Pero, ¿cómo posicionarse en relación a un objeto que rehúye? Para llegar a ese punto, sin embargo, hace falta definir el carácter de esa opacidad. Nos toca indagar, entonces, qué es eso que se vuelve inaprensible en la educación y en qué medida se asume como tal. Gabriel Gatti dice que al no poder “acceder directamente [al objeto elusor], no queda más remedio que analizar sus síntomas, rodearlo, bordearlo”. Los síntomas que revelan lo in-significado, en lo que atañe a la educación, son precisamente los que venimos exponiendo, pero para no permanecer en el plano de lo anecdótico ni perdernos en elucubraciones fantasiosas, vamos a analizar el fenómeno a la luz de un concepto de Lev Vigotski que nos permite mensurar el alcance de lo que estamos diciendo.

 

Zona de desarrollo

Cuando Vigotski habla de los procesos psicológicos superiores y detalla los modos en que el entorno social le provee al niño las herramientas que más tarde serán apropiadas e internalizadas en el funcionamiento intelectual propio, recurre a un concepto teórico que no duda en calificar de “excepcionalmente importante”: la zona de desarrollo próximo. Vigotski la define como “la distancia entre el nivel real de desarrollo, determinado por la capacidad de resolver independientemente un problema, y el nivel de desarrollo potencial, determinado a través de la resolución de un problema bajo la guía de un adulto o en colaboración con otros”[15]. El concepto de Vigotski “pone de relieve el carácter orientador del aprendizaje respecto del desarrollo cognoscitivo”[16], pero sobre todo expone el carácter irreductiblemente social del aprendizaje. Esto que podría ser una verdad de Perogrullo, no lo es tanto. No sólo porque su teoría pone el acento en los factores sociales antes que en los biológicos, sino porque jerarquiza la presencia del otro, en tanto que se constituye en la condición para que surja un “espacio” dinámico de interacción, a partir del cual las funciones que aún no maduraron, pero que se encuentran en proceso de maduración, pueden desarrollarse. Mientras que el nivel de desarrollo real está vinculado al desarrollo retrospectivo, la zona de desarrollo próximo está ligada a lo prospectivo, precisamente porque hay un otro que con su presencia-mediación habilita la expresión de una latencia. Son funciones que no siempre logran desarrollarse, sólo en aquellos casos que aparece un estímulo y la presencia de un “otro”. En este punto la intervención del docente u otro adulto se vuelve gravitante, porque contribuye a orientar el desarrollo hacia la apropiación de los instrumentos de mediación cultural[17]. Esta internalización mediada de la cultura es la que coadyuva la formación de las funciones psíquicas superiores. Hasta ahí lo conocido y apropiado por la pedagogía, pero los cambios introducidos por la cultura digital alteraron el dispositivo. El mecanismo que hasta ayer era pasible de seguimientos y teorizaciones en un registro identificable, se ha reconfigurado. La armonía de la trinidad niño-adultos-cultura, se dislocó.

No es una novedad que la sociedad del último medio siglo ha desplegado un notable in crescendo en las motivaciones tempranas. Desde muy pequeños los niños son hiperestimulados por la televisión, los juegos didácticos, la sobrecarga de actividades y el jardín de infantes. Estas y otras actividades, entre las que podríamos incluir a los títeres, el cine infantil y la publicidad dirigida, fueron añadidas y reconocidas como parte del entorno de interacción infantil. Pero este esquema se vio progresivamente modificado desde el momento en que los hogares incorporaron, casi simultáneamente, la computadora y los videojuegos. En el imaginario doméstico se pensaron con incumbencias diferenciadas y estancas: la computadora para los padres y las consolas de family games para los niños. Pero el área de intersección se fue ampliando hasta comprender ambos entornos en uno solo círculo concéntrico, no sólo por que los niños comenzaron a curiosear en los escritorios de sus padres y los mayores a solazarse con los juegos de los chicos, sino porque la tecnología fue ampliando las prestaciones hasta fundirlas y volverlas de aplicación indistinta. Hoy las videoconsolas proporcionan tantas ventajas como una computadora o un teléfono móvil de alta gama, son plataformas multimedia, con acceso a internet, tiendas virtuales y servicios en línea. El intercambio, sin embargo, resultó desparejo. El poder de “daño” que iba a demostrar un equipo respecto del otro resultó bien diferente, y en poco tiempo la relación dejó de guardar correspondencia. No sólo quedaron reveladas las limitaciones de los adultos para participar de la “competencia” –que implicaba, además de ciertas habilidades, mantenerse actualizado sobre las diferentes versiones de los juegos–, también quedó expuesto que lo que podían generar los padres con los videojuegos no tenía punto de comparación con aquello que comenzaron a desarrollar los chicos con una computadora al alcance de la mano; más tarde, con el acceso a internet, el potencial se vería multiplicado a grados insospechados. El problema, sin embargo, no se redujo al retraso tecnológico de los adultos respecto de los más chicos; en la carrera, los padres perdieron de vista algo de sus hijos. Y esto sí tuvo su equivalencia, porque en ese trayecto los hijos también perdieron algo de sus padres. Las experiencias de los chicos comenzaron a ser sólo suyas, por más que intentaran contar el modo en que iban superando niveles y les hablaran de Left 4 dead, World of Warcraft, Metal Gear o de Smash Bros Brawl[18], sus padres no los podían seguir. El corolario de esa distancia, fue la conquista definitiva de la computadora por parte de los chicos. Con un mouse en la mano y acceso a internet, comenzaron explorar pantallas como quien pasa de nivel, pero no se advertía que estaban abandonando un mundo puramente virtual (el de los videojuegos) para interactuar de un modo efectivo con el mundo de los acontecimientos reales. Las capacidades que habían estimulado los videojuegos, desarrollando mnemotecnias, reflejos y una dimensión diferente del error, fueron aplicadas lúdicamente al software y a la vida online. “La gente más vieja tiene más dudas en hacer algo inseguro. Nosotros queremos experimentar y arriesgarnos. Eso es lo que tenemos en común”, dice Steve Chen, fundador de YouTube[19]. Es decir, sin una conciencia real ni una longitud moral de lo que hacían, los jóvenes comenzaron a interactuar desprejuiciadamente con el mundo de los adultos, y con la misma fruición que podían abocarse a superar los desafíos de las misiones del World of Warcraft[20], emprendieron la investigación de los diferentes niveles de complejidad que les presentaba el PhotoShop o el firewall de la NASA, como de hecho ocurrió[21].

La distancia se extendió, como es lógico, a la relación con el docente y la escuela. Los diseños curriculares comenzaron a retrasarse respecto de las vivencias de los chicos, a no reflejar su tiempo, y si bien esto no pasó inadvertido entre los cientistas de la educación, las políticas educativas sólo atinaron a aumentar la dotación tecnológica, sin que se produzca una reformulación pedagógica acorde en la grilla de asignaturas.

Llegado a este punto es donde la teoría vigotskiana altera la escala. No en sus enunciados, pero sí en el esquema que concibe la zona de desarrollo próximo. La idea que postula que “la adquisición de cualquier habilidad infantil involucra la instrucción por parte de los adultos, tanto sea antes o durante la práctica escolar”[22], no pierde vigencia, pero se vuelve endeble. La distancia de la que venimos hablando hace que “la guía de [los] adultos” atraviese contradicciones, impotencias y una trama de complejidades nuevas que no logra resolver de un modo efectivo. Se produce entonces un estado de “desamparo” nuevo, que fortalece la otra parte de la regla vigotskiana, la que él había incluido con una “o” de función alternativa, la que habla de la “colaboración con otros”.

El mundo vivencial de los chicos transita por un camino propio, alejado del código vivencial de los adultos, y comienza a presentar sus propios “desequilibrios”. Necesitan saber y resolver sus desafíos, y no pueden esperar los tiempos de la escuela. Comienzan a utilizar las herramientas que les provee el entorno tecnológico para resolver sus intríngulis. Nadie sabe demasiado, pero todos saben algo. Surge una cultura colaborativa que, enancada en las aplicaciones 2.0, se potencia y se hace extensa. Brotan y se multiplican a escala viral los foros y las consultas online. Lo que no se puede resolver con “la guía de [los] adultos” ni de la escuela, se puede resolver “en colaboración con otros”. Es una relación horizontal, de pares. Arman tutoriales online, filman sus propios instructivos que después suben a YouTube. No hay supervisión en el sentido clásico del término. La intervención de los pares no se origina en la autoridad, se produce desde una experiencia que por lo general no dista demasiado del que busca ayuda: cada uno se limita a sumar lo que sabe. La mecánica los ayuda a “resolver problemas” y habilita nuevos “nivel(es) de desarrollo potencial” que después vuelven a explorar. Esta práctica viral les permite superar fases de complejidad propias y abrir nuevos “espacios” de interacción, que a su vez estimulan el desarrollo de nuevas “funciones que aún no maduraron, pero que se encuentran en proceso de maduración”.

Los adultos, sobre todo los docentes, que es lo que aquí nos interesa, no logran operar como antes en la zona de desarrollo próximo: quedan afuera, estimulando un aprendizaje limitado. La escuela, que podría participar del nuevo universo conteniendo la estructura cognitiva anterior –que lejos de perder vigencia, puede incorporarse con renovada salubridad–, no logra constituirse en un ámbito favorable. La sensación de vértigo es inevitable. Hay una generación que está forjando parte de su educación sin nuestra supervisión, por lo menos no en la medida de antes, pues si bien los adultos no desaparecieron del entorno, es innegable que tienen una presencia más relativa. Es más de los que muchos pueden tolerar.

La situación interpela por sí misma: ¿está preparada la pedagogía para pensar un sujeto semipresencial, multi-tasking y “polialfabetizados”?, ¿puede la escuela vencer la impronta moderna y desactivar su compulsión disciplinadora para aplicar en una funcionalidad diferente?, ¿es posible que la enseñanza internalice una gramática nueva, que no ponga el acento en la predicación y la afirmación?

 

Final

A pesar de los muchos reclamos que se le hicieron a la escuela para que “rompiera con el modelo tradicional y resultara más significativa”[23], siempre se mantuvo más o menos indemne. La escuela, como dice Martín Barbero, sigue reproduciendo ambientes y escenarios del pasado. La interacción, por lo general, le ha sido históricamente ajena, sencillamente porque implicaba salir de la cuarentena y abrir las ventanas de los claustros a un mundo que siempre se consideró contaminante. Pero el proteccionismo que en otros momentos la salvó de los tembladerales, se volvió un vicio, y hoy le juega en contra.

Esta suerte de genealogía nos permitió revisar la matriz de un procedimiento que poco o nada ha logrado apartarse de los atavismos que la escuela lucía cuando estaba en el pedestal. Como una antigua dama de la nobleza, como un jugador de fútbol que fue hábil y elástico, la educación institucional no renuncia a la nostalgia, vive de ella. Pero, como hemos visto, todo ha dado un vuelco copernicano, y la nostalgia no le devuelve el sitial que ocupaba en el pasado, hace falta otra cosa. “Somos testigos de un tiempo en el que se descompone el mundo moderno y la moral universal y emerge otro, fragmentario, de éticas yuxtapuestas. Esta es la viva complejidad que representa el desafío al que nos enfrentamos”, dice un intempestivo Michel Maffesoli. Será mejor recoger el guante que nos golpea en la cara, porque el paso que hay que dar requiere una escuela que salga “fuera de sí” y se ubique en una perspectiva diferente. El panóptico ya no sirve para otear todo lo que acontece, hay cosas que han quedado fuera de su órbita, ahora hay un objeto que rehúye al que hay que alcanzar y acompañar; no estamos diciendo, claro está, que frente a esta imposibilidad se deben renovar los dispositivos de vigilancia, estamos diciendo que la escuela debe renunciar a esa función. Hablamos, por lo tanto, de un cambio en el concepto de experiencia. En términos de un Gadamer que habría que retomar:

“(…) las personas a la que llamamos experimentada no es sólo alguien que se ha hecho el que es a través de experiencias, sino también alguien que está abierto a nuevas experiencias […] El hombre experimentado es siempre el más radicalmente no dogmático, que precisamente porque ha hecho tanta experiencia está particularmente capacitado para volver a hacer experiencias y aprender de ellas. […] El concepto de la experiencia de que se trata ahora adquiere un momento cualitativamente nuevo. No se refiere sólo a la experiencia en el sentido de lo que esta enseña sobre tal o cual cosa. Se refiere a la experiencia en su conjunto. Esta es la experiencia que constantemente tiene que ser adquirida y que a nadie le puede ser ahorrada. La experiencia es aquí algo que forma parte de la experiencia histórica del hombre […] En este sentido la experiencia presupone que se defrauden muchas expectativas, pues sólo se adquieren a través de decepciones.”[24]

La experiencia de la que hablamos es, por lo tanto, predisposición a nuevas experiencias, sin renunciar a las experiencias acumuladas. La experiencia de Gadamer es, podríamos decir utilizando un concepto algo en desuso, una suerte de aprendizaje significativo, donde “los nuevos conocimientos se incorporan, conviven e interactúan con la estructura cognitiva anterior, que perdura y gravita”, otorgando poder transformador. Es el tipo de actitud que se necesita frente una subjetividad ciertamente heterodoxa como la que están construyendo los “nativos digitales”. Sin esa actitud, la heterodoxia se vuelve inaprensible y la escuela un lamento de despechados. Los tiempos que corren demandan una institución porosa, que soporte prácticas interactivas, con roles flexibles y autoridades mudables. Se necesita a la educación “fuera de sí”.

Para eso es necesario afrontar el hiato abierto entre lo que se enseña y lo que es necesario aprender. Mientras eso no ocurra, los docentes, munidos de las herramientas que, por lo general se han procurado ellos mismo, se ven compelidos a cargar de sentido aquello que ni la escuela ni la familia están pudiendo resolver; porque se ven interpelados a dos puntas, por padres desconcertados que no logran situarse en el tiempo de sus hijos y alumnos que demandan una consideración más acorde al mundo en el que van a desplegar sus vidas. La complejidad de la situación y el rango etario de quienes tienen a su cargo el diseño de las políticas educativas, no facilitan las cosas, pero no es óbice para que las ciencias de la educación, como el resto de las ciencias sociales que se gestaron en el marco epistemológico de la modernidad y que empiezan a recibir una nueva generación de estudiantes, revisen los fundamentos en que se sostiene sus prácticas, sobre todo porque esa es la especificidad de la escuela y de la enseñanza.

Este es un desafío democrático que debería asumir la escuela, mucho más en un país como el nuestro. Lo que le falte a la pedagogía para entender esto, es lo que le falta a la escuela para sincronizarse con el nuevo tiempo.

Buenos Aires, junio de 2010

 

Este trabajo es un capítulo del libro La educación alterada, Una aproximación a la escuela del siglo xxi, publicado por Salida al Mar Ediciones en octubre de 2010 en la Colección Educación y Pensamiento. Participan del libro Inés Dussel, Viviana Minzi, Fabián Mosenson, Lila Pagola, Fernando Peirone, Alberto Quevedo y Paula Sibilia


[1] Pablo Pinau, La escuela en el paisaje moderno

[2] Ver Gabriel Gatti, La teoría sociológica visita el vacío social (o de las tensas

relaciones entre la sociología y un objeto que le rehuye), publicado 2005

[3] En muchas escuelas secundarias sin orientación artística, por ejemplo, todavía se lee y estudia el Mio Cid, que resulta tan ajeno a la experiencia vital de un joven actual como La Eneida de Virgilio.

[4] No hace falta aclarar que esto no desmerece la obra de Faulkner ni la de Musil. Sus nombres son tomados como emblemas de la cultura libresca, como un modo de apropiación del conocimiento, frente a otro que corrió su eje al mundo de las imágenes, lo desterritorializado y lo inestable.

[5] Fuente http://www.emc.com/digital_universe y Revista Alambre Nº1

[6] Facebook, además, es sólo una red, hay muchas otras, y así como creció en poco tiempo, sus usuarios pueden migrar hacia redes que les garanticen el cuidado de su información. Tal el caso, por ejemplo, de Diáspora: http://joindiaspora.com/

[7] Hay quienes no dudan en decir que “Obama es presidente de Estados Unidos no gracias a la prensa ni a la televisión ni a la radio, sino a haber sabido utilizar la red”. A diferencia de McCain, que reacciono tarde, Obama le concedió a las nuevas tecnologías un valor estratégico que terminó aportando beneficios notables. La incorporación de YouTube, Facebook, MySpace, Flickr y Twitter, fueron herramientas útiles para recaudar fondos, pero fueron fundamentales para movilizar votantes que a su vez utilizaban esos recursos para formular propuestas, constituir redes y organizar nuevos voluntarios.

[8] Al término de este capítulo, ante una convocatoria a una rateada de alcance nacional, el Consejo Federal de Educación, integrado por los ministros de Educación provinciales, trató el tema y después de intercambiar opiniones, acordó no promover “sanciones distintas” para los estudiantes que se sumen a la rateada. El Ministro de la Nación y sus pares provinciales, con buen tino, llegaron a la conclusión de que la sanción plantea un pleito innecesario.

[9] En Argentina, sin ir más lejos, el martes 6 de abril de 2010 la Presidenta Cristina Fernández de Kirchner lanzó el programa «Conectar Igualdad.com.ar», que prevé que en el plazo de tres años cada alumno de la escuela secundaria tenga su propia laptop, con lo que eso significa no sólo en el espacio áulico sino en la cotidianidad de esos jóvenes.

[10] Fuentes: Prince & Cooke y Carrier y Asociados.

[11] Ver Julieta Bouville, Cibercafés o la nueva esquina. Usos y apropiaciones de internet en los jóvenes de sectores populares urbanos, en Ciberculturas juveniles. La Crujía. Buenos Aires, 2008

[12] Esta situación ya no es un patrimonio de la vida urbana, los pueblos se han hecho eco de este clima, muchas veces fogoneado desmedidamente por los medios de comunicación, y adoptan el mismo retraimiento.

[13] Vygotsky, Lev. El desarrollo de los procesos psicológicos superiores. Ed. Crítica. Buenos Aires. 2009

[14] Gabriel Gatti, 2005.

[15] Vygotsky, 2009. Pag. 133

[16] José Antonio Castorina y otros. Piaget-Vigotsky: contribuciones para plantear el debate. Ed. Paidos. Buenos Aires, 1996.

[17] Ibid.

[18] Cuatro de los videojuegos más populares en 2010

[19] Revista Rolling Stones, enero de 2007

[20] World of Warcraft es el juego más popular de la red. Se juega online y acapara el 62% del mercado multijugador, con 11,5 millones de suscriptores mensuales.

[21] Jonathan James, por ejemplo, con poco más de 15 años, abrió una backdoor (puerta trasera) en el servidor del Departamento de Defensa de los EEUU encargado de seguir las amenazas a los Estados Unidos y sus aliados. Poco tiempo después crackeó las computadoras de la NASA y accedió a uno de los software más valiosos e importantes del mundo. Si bien es un caso especial, existen infinitos casos menos notorios que han sorprendido por la combinación de osadía y habilidad para incursionar en territorios más o menos prohibidos.

[22] Castorina, 1996

[23] Mario Carretero, Introducción al constructivismo. FLaCSo

[24] Hans-Georg Gadamer. Teoría y método, Ed. Sígueme. Salamanca 2007. Pag. 431-2

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