Rosario: una chimera abitabile

El génesis

El tiempo no es tan grande como parece. La abuela de Osvaldo Bayer, el historiados anarquista y pacifista argentino de origen alemán, atravesó con holgura el umbral de los 100 años. Y cuando su amigo León Rozitchner, otro pensador argentino, esta vez de origen judío, se enteró, dijo y pensó: si midiéramos el tiempo en abuelas de Bayer en lugar de medirlas en centurias o épocas históricas, el tiempo podría adquirir una dimensión más humana. Se podría decir, por ejemplo, que hace 25 abuelas de Bayer que Diógenes el Cínico recorría el ágora de Atenas a plena luz del día con un farol en la mano en busca de un hombre; y que ya en ese tiempo se decía que no quedaban hombres, que nos estábamos olvidando de nosotros mismos. Aplicando esa medida de tiempo, haría algo más de 5 abuelas de Bayer que René Descartes, en un alto de las tropas de Maximiliano de Baviera, frente a luz de los leños apagaba la luz de la última noche del medioevo, cuando dudó de todo: de su percepción, de lo que le decían, de lo que oía, de Dios, pero no pudo dudar de sí mismo, porque era él quien dudada, el que existía sin necesidad de que nadie se lo autorice. Dicho esto, podría hablar de las muchas proezas que realizó la humanidad en apenas 30 ó 40 abuelas de Bayer; pero no, si me lo permiten, voy a hablar de algo bastante más prosaico.

No hace tanto, apenas media abuela de Bayer, mi padre llegó a Argentina proveniente de Italia, de un lugar al que yo conocí como en un cuento. Su nombre: Envíe, y al parecer está ubicado en la provincia de Cuneo, no muy lejos de Milan. Si pasamos esto a unidades de tiempo más ortodoxas, podría decir que fue hace 59 años atrás, ante la posibilidad de que la Guerra de Corea extienda su peste a Europa, y se convierta en el campo de batalla de la guerra fría entre Rusia y Estados Unidos, que mi abuelo José, sin alarde de patriarcado, pero sin menguarlo, le decía a Teresa, su mujer: “Vendí todo. Nos vamos a América. Avisale a los chicos y prepará las valijas. El barco sale en dos días desde Génova”. Fue así que mi padre llegó a la República Argentina después de casi quince días de navegar el océano Atlántico. Corría el año 1950, mi padre tenía 15 años y era el hijo mayor de una familia de campesinos que desde tiempos inmemoriales habían vivido cosechando frutos y labrando la tierra al pie de los Alpes. Su padre, a la postre mi abuelo, era un sobreviviente de la Segunda Guerra. En 1940 había sido llamado para ser incorporado a las tropas que marcharían al frente ruso, pero mi abuelo tomó una decisión que no me animaría a calificar de cobarde. La noche anterior a presentarse, cuando todos se durmieron, se fue al establo, agarró una tenaza y se sacó todos los dientes y las muelas. Trató de parar la hemorragia con la nieve, pero después de una hora perdió el conocimiento y comenzó a levantar fiebre. Mi abuelo José fue el único sobreviviente del batallón que partió al frente ruso. Por eso, en el momento en que se desata la guerra del Corea y se corre la voz de una tercera guerra mundial, mi abuelo no quiso quedarse a esperar más dolor, juntó a su familia y se fue a América desde Génova, como un Colón extemporáneo.

Trece años después, en diciembre de 1963, dos meses después del episodio mundial que se conoció como “los misiles de octubre”, nacía yo en una ciudad perdida en el medio de la llanura pampeana que lleva el nombre de Venado Tuerto. Fíjense cómo son las vueltas de la vida, ¿no? Hechos como los que acabo de contar, encadenados por las decisiones –muchas veces trágicas– de diversas personas, son los que terminan dándole forma a nuestros destinos. Por eso el destino siempre ha inquietado a los hombres. Quien más, quien menos, todos nos hemos parado debajo de las estrellas y mirando la inmensidad nos hemos preguntado: “¿por qué en la inmensidad del universo hubo un destino tan singular para este astro al que llamamos tierra?, ¿y por qué en ese guijarro insignificante que no cesa de girar alrededor del sol como en una incansable danza de apareamiento, hay países?, ¿y por qué en uno de esos países, que como todos, es el resultado de incesantes luchas intestinas, hay una ciudad adonde fui a nacer yo?”. Seguramente todos los que estamos aquí presentes hemos realizado en algún momento de nuestras vidas ese ejercicio de preguntas que nadie sabe responder con certeza. ¿No es cierto? Los griegos, que tenían una afición particular por las preguntas sin respuestas, atribuían este acontecimiento a “la moira”, cuya traducción más próxima sería destino. Hay, sin embargo, una acepción que la describe con mayor precisión: “lote”. Lote es el lugar de la tierra adonde fuimos a caer, por lo cual tenemos un idioma, una nacionalidad, una familia y, por lo tanto, un destino. Y les voy a contar cómo cuenta esto uno de los muchachos con los que fundamos la Facultad Libre. Ricardo Colicigno es un poco reacio al trabajo, siempre lo fue. Entonces, para explicar sus inclinaciones aristocráticas hacia el ocio y la buena vida, decía: “el destino es un pedazo de tierra. Yo soy una persona fina, tengo gusto refinado y una sólida y añeja prosapia que me sale hasta por los poros. Lo que pasa es que la cigüeña, después de un ancho y dilatado viaje por el mar Atlántico hacia mi hogar, se cansó y decidió bajarme antes de lo previsto. Me soltó de este lado del alambrado, en la humilde chacra de los Colicigno. Si no se hubiese cansado y hubiese pasado el alambrado, habría nacido en la estancia Santa Catalina, una propiedad de 50.000 hectáreas de los Alzaga Unzué. Hacia allí se dirigía originalmente la cigüeña. Digamos que soy un Alzaga Unzué frustrado, porque hoy, en lugar de tener que trabajar para ganarme el pan, sería un dandi, hijo de una de las familias más adineradas de la Argentina, dedicado a disfrutar de los placeres de la vida”. En el momento de escribir este texto para este lugar, tan cercano al lugar adonde nació mi padre, me vino a la mente la idea de destino y del azaroso modo en que se organizan las biografías humanas. Lo pensé porque me pareció que era necesario contarles de dónde vengo y cómo fue posible la Facultad Libre.

Argentina es un país ubicado en el extremo sur del planisferio, su nombre proviene de la voz latina argentum (plata), una denominación que viene desde la época de Pedro de Mendoza para referir la región del Río de la Plata, pero también –seguramente– para simbolizar la inestimable riqueza que le iba a proveer al viejo continente. Argentina logró independizarse de España en 1816, después de unas cuantas batallas épicas, algunas traiciones y no pocas proezas, como la mayoría de los países latinoamericanos. Nada de eso, sin embargo, logró torcer a ese país de su vocación hospitalaria y su profunda generosidad. Para que tengan una idea de lo que les estoy hablando: Argentina en 1881 tenía una población que apenas superaba el millón y medio de habitantes; veinte años después había recibido 4 millones 200 mil inmigrantes procedentes de los rincones más apartados del planeta. En el año 1900, 8 de cada 10 personas que caminaban por las atestadas calles de Buenos Aires, no hablaban español. Semejante aluvión de gente, como se imaginarán, transformó al país, tanto que hubo que volverlo a pensar. El resultado: un país construido con los aportes y las idiosincrasias de todas las culturas del mundo, lleno de matices y contradicciones, las mismas que hicieron posible el surgimiento, entre otros, de Gardel y Fangio, de Borges y Eva Perón, del Che Guevara y Piazzolla, de Mafalda y Maradona; pero también de Videla, Galtieri, Suarez Mason y el capitán Astiz, que produjeron 30.000 desaparecidos y el levantamiento heroico de las Madres y las Abuelas de Plaza de Mayo.

Una buena parte de los inmigrantes que formaron el carácter institucional argentino, eran italianos y españoles de filiación socialista y anarquista. Son los que organizaron y construyeron la gran mayoría de las más de 2.000 bibliotecas populares que hoy se extienden a lo largo y a lo ancho del país, son también los que fundaron la gran mayoría de los clubes de fútbol, las mutuales, los teatros y los primeros sindicatos. Errico Malatesta, por ejemplo, un italiano anarquista que vivió exiliado en Argentina entre 1885 y 1889, fue quien fundó el primer sindicato argentino, el de los Obreros Panaderos, fue él mismo quien redactó sus estatutos y el responsable de bautizar con magnífica ironía las distintas variedades de masas horneadas que todavía hoy, 120 años después, son moneda corriente en todas las panaderías argentinas. Una de esas tantas bibliotecas fue la Florentino Ameghino, fundada en Venado Tuerto por obreros ferroviarios en enero de 1920; en sus estatutos libertarios dice que la sede no puede estar a más de tres cuadras de la estación de trenes. Desde entonces, la biblioteca ha formado parte de la cultura política argentina. Sus fundadores son los mismos que crearon la Mutual Ferroviaria, la Liga Venadense de Fútbol, y los que ya viejos le pasaron la posta a la generación del sesenta, para que hicieran de esas cuatro paredes un lugar digno de su historia. Muchos de esos muchachos sobrevivieron a la larga noche de la dictadura que se inició el 24 de marzo de 1976 y terminó con la derrota de Malvinas, disimulando su afición política bajo el aspecto de un grupo de teatro; cuando vuelve la democracia, compelidos a reconstruir las ruinas del país y convencidos de las posibilidades transformadoras de la política, deciden salir a las calles, a militar en sus partidos políticos. “¿Pero a quién le dejamos la biblioteca?”, dijo uno de ellos. En ese momento, como parte de una respuesta, comienza a escribirse la historia de un colectivo que haría historia, y del que afortunadamente, formé parte. Ese colectivo estaba formado por un grupo de jóvenes proveniente de las clases populares, hijos de electricistas, de albañiles, de camioneros, de costureras. Todos ellos, en consecuencia, tenían vedadas las posibilidades de prolongar sus estudios más allá de la escuela secundaria. Sin embargo, forma parte del misterio la extraña vocación de estos muchachos por los poemas de Pablo Neruda y César Vallejo, por los libros de Erich Fromm y Paulo Freire, por los conciertos de Mozart y las geniales imprudencias de Astor Piazzolla, por “Las meninas” de Velásquez y los murales de Diego Rivera, por las películas de Ettore Scola y Lina Wertmüller, por los boleros de Bola de Nieve y los tangos de Roberto Goyeneche, por el teatro de Peter Brook y Tato Pavlovsky. A esos muchachos, cultores del fútbol, los amores furtivos, los asados de madrugada y las revistas culturales, les dejaron conducción de la Biblioteca Popular Florentino Ameghino.

El colectivo
A esta altura del relato, si me permiten, sería conveniente que introduzca una pequeña variación en la voz narradora y pase a narrar en primera persona del plural, pues como les dije, yo era un miembro más de ese grupo. Digamos, entonces, que no tardamos mucho en darnos cuenta de las limitaciones que tenía el modelo institucional de una biblioteca que funcionaba con los criterios y pretensiones de la biblioteca del Museo Británico, donde Marx había escrito “El capital”, pero con las dimensiones y los ruidos de un taller mecánico: sin estufa, sin teléfono, sin buena luz, y –sobre todo– sin libros para atraer al universo de lectores para el que había sido concebida. Intentamos algunos cambios convirtiendo a la biblioteca en un pequeño centro cultural, pero poco tiempo después nos dimos cuenta que no lográbamos romper el inflexible cerco de la cultura: los teatreros miraban teatro, los pintores asistían a las muestras, los músicos a los conciertos, pero aquellos para quienes el libro no era un paisaje habitual de sus vidas, no venían. Fue entonces que pensamos que debíamos filiar la biblioteca a una tradición mucho menos adusta y presuntuosa, pero no por ello menos importante, la tradición que alinea a Dionisio y las bacanales con Cervantes, con Rabelais, la Comedia del arte, las murgas y los trovadores, con Maradona y Roberto Benigni, con Osvaldo Soriano y la Mona Jiménez; ese era un lugar mucho más cómodo para nosotros antes que el de los pretenciosos que pululan en la “alta” cultura. Fue así que sobre el mármol de Carrara del frontispicio reprodujimos un cuadro llamado “nuevo día” que sacamos de un libro sobre el Museo de Berlín. Otro tanto hicimos con los muebles de roble y las placas mortuorias que recordaba la memoria de los 25 y los 50 años de la biblioteca. Pusimos mucha luz, pusimos mucha música, pusimos una línea telefónica y pusimos osos de peluche para los pibes. Sólo faltaba comprar libros y hacer que venga la gente. Para eso nos dispusimos a vivir unas cuantas noches “de total vagabundaje”, y después de mucho invocar la “espirituosidad” del Dios del vino (Baco), finalmente tuvimos una revelación pagana que paso a relatarles. Muchos de nosotros éramos varones, nos gustaba el fútbol y nos gustaban los libros, ¿por qué no acercar esas dos expresiones humanas, tal como lo habían hecho quienes a principios del siglo XX habían fundado las bibliotecas y los clubes de fútbol? Por lo tanto, al igual que ellos, con cierta desvergüenza –hay que admitirlo– nos asumimos como “militantes de la vida”, con lo que eso significaba en un país que acababa de perder 30.000 vidas militantes, y afiliamos la Biblioteca Popular Florentino Ameghino a la Asociación de Fútbol Argentino para jugar los torneos de la liga local. En poco tiempo se produjo un trasvasamiento poco frecuente de valores y de gente entre lo deportivo y cultural que avivó todo el sur de la provincia de Santa Fe. Prestábamos libros a gente que nunca había tenido uno en su mesa de luz, se creó una banda de rock conformada por hijos de obreros que terminaron llevando a sus padres a la cancha y a la biblioteca. Gente que nunca había visto teatro, de repente subió a las tablas y hacía teatro. Los pibes que pedían limosna en las calles dibujaban cuentos en las paredes de la antigua sala de lectura. Para eso servía la biblioteca, para dar vida a la cultura.

Mientras tanto, en las canchas de fútbol la biblioteca pasó a llamarse “La Biblio” y a protagonizar un fenómeno social totalmente insólito, porque con completa convicción habíamos decidido recuperar los viejos atuendos del fútbol amateur de la década del 40, aunque con algunas modificaciones por cierto, ya que las camiseta tenían un diseño un tanto estrafalario, eran de color rojo y amarillo vivo, y los pantalones eran floreados con corte de bermuda, las medias eran una roja y la otra amarilla, adornadas con pompones; y por si todo eso fuera poco, el arquero llevaba pintado sobre el buzo un frac con corbata de moño y capelina. El escritor uruguayo, Mario Benedetti, después de visitar esa experiencia de la que le había hablado su compatriota Eduardo Galeano en su paso por Venado Tuerto, describía el suceso de esta manera:

“De triunfo en triunfo, la singularidad de la Biblio va ganando terreno y campeonatos, pero al margen de los resultados, los de la Biblio encaran el fútbol con alegría. Una de sus convocatorias reza: ‘Este domingo, si ganamos, venga y festeje con la Biblio, pero si perdemos, venga y festeje con la Biblio’. Algunas de las banderas que los hinchas de la Biblio despliegan en los partidos, dicen: ‘Enamórese’. ‘Estamos de acuerdo con la vida’, ‘La vida ataca los molinos’, mientras que del otro más de una vez, les ha tocado ver svásticas y calaveras con los huesos cruzados. En general, todas las consignas de la Biblio tienen un sentido vital y renovador: ‘Hagamos algo que no esté de moda’, ‘Que lo urgente no nos quite lo importante’, ‘Todos decidimos sumar, nadie restar’.”
La idea se había hecho proyecto y el proyecto realidad. Habíamos triplicado el espacio físico, habíamos pasado de algo más de 3.000 libros a 18.000, habíamos equipado las salas con tecnología nueva. Con esa inercia y motivados por la gran avidez del público que diariamente se sumaba a la Biblio, convocamos a las máximas expresiones docentes del país en las áreas de humanidades y ciencias sociales y les pedimos que pensaran la institución educativa que siempre habían soñado y nunca habían podido llevar a la práctica por impedimentos burocráticos o reglamentarios. Nosotros nos pusimos a soñar con ellos. Queríamos una escuela, no una universidad. La palabra ‘universidad’, lo mismo que la palabra ‘universo’, tenían una raíz unívoca y monolítica que no indigestaba bastante. Más acorde a nuestros sueños era la palabra Diversidad, que proviene del latín diversitas, variedad. Lo diverso incorpora necesariamente al otro y en educación no es lícito prescindir de lo diverso; gran parte de los errores en que declina el proceder humano provienen del afán de homogeneizar y generalizar. La diversidad, que también comparte su raíz con la palabra “diversión” (diversus), nos daba la oportunidad de incluir por fin la diversión y la alegría como componentes fundamentales del proceso de enseñanza y aprendizaje. Queríamos una escuela que posibilitara la preparación en el arte de vivir, el único arte donde el ser humano es, a la vez, artista y objeto. Queríamos unir la filosofía, el arte, la ciencia y el conocimiento en general a la vida. Queríamos estimular el despliegue de las mejores potencialidades humanas a través del aprendizaje, la invención, la reflexión, el juego, el amor y la amistad. Queríamos recuperar la tradición del interés por el bien como afirmación de la vida. Así fue que el 7 de mayo de 1990 quedó fundada la Facultad Libre de Venado Tuerto, un proyecto educativo único, alineado en la tradición de librepensamiento que promovieron los obreros socialistas y anarquistas de principios de siglo XX. La Facultad Libre abrió el juego del saber a lo masivo (cualquier persona mayor de 17 años que supiera leer y escribir estaba habilitada a participar), con la firme convicción de que debían recuperarse todos los saberes plebeyos que la educación fue dejando de lado en su afán por conseguir eficiencia y especialización, generando profesionales antes que seres humanos, postergando cuestiones existenciales que hacen a la condición humana y a la calidad de vida. Antes de la Facultad Libre se podía estudiar Biología, Derecho, Arquitectura, Medicina o Ingeniería, pero no había ninguna escuela que pusiera el acento de la enseñanza en el ser humano, sin importar la formación profesional. La Biblioteca Florentino Ameghino, con la Facultad Libre se propuso vincular la educación con el tema que desde siempre nos aqueja y nos ocupa: el delicado asunto de la vida. La Facultad Libre se abocó entonces a la búsqueda de aquello que aún no es y puede ser, conciente y celebrante de los contrastes constitutivos que nos asisten como seres humanos.
La Facultad Libre surge de considerar que no están agotadas las posibilidades para la consecución de una vida social e individual más digna, más acorde a los deseos y las potencialidades humanas. Porque la Facultad Libre entiende que la fantasía es un hecho positivo y lo que a menudo resulta fraude es la realidad. Y porque la Facultad Libre fue concebida como una empresa destinada al cultivo del interior de las personas, intentando aportar pequeñas herramientas para nuestra felicidad.

En ese marco, y frente a una comunidad que no podía salir del asombro, la Facultad Libre se comprometía a no perder su carácter de experimento social, en el que lo más importante, lo primitivo, lo impostergable son las oportunidades de relación directa entre las personas, los núcleos afectivos o creativos que puedan establecerse. De ahí que haya concebido materias como Pensamiento, El arte de amar, Juguetes y jugadores, Ritos y costumbres de la vida cotidiana, Economía para no economistas, todas dictadas por docentes titulares de cátedra en las universidades más importantes del país.
El proyecto trascendió la ciudad de Venado Tuerto y se convirtió en un suceso que comenzó a ser comentado en el mundo entero. La CNN hizo un documental de una hora que pasó en su cadena en inglés y en castellano. Desde Bruselas nos llamó la Unión Europea porque tenían la intención de enviar un charter con eurodiputados de la comisión de Educación para que visiten la experiencia. Lo que estaba sucediendo fue mucho más allá de lo que podíamos haber imaginado, los sueños y la realidad se mezclaba sin solución de continuidad.

El proyecto de la Biblio y la Facultad Libre duró hasta el año 1994. La inestabilidad económica y política que cunden en aquellas partes del mundo hicieron lo suyo, lo demás es propio de los avatares de la vida. Después de once años, todos sentíamos que otros debían tomar la posta, gente más joven que nosotros, dispuestos a darle a la Biblio su propio carácter, como finalmente ocurrió. Desde entonces, la comunidad de Venado Tuerto lleva como marca indeleble, la pasión y los sueños que contagiara aquel hermoso proyecto.

Rosario
Transcurridos once años más, en abril de 2005, en una visita a la Ciudad de Rosario, el intendente, Ing. Miguel Lifschitz, me invita a su despacho y me pide que le cuente los detalles de lo que fue la Facultad Libre. Terminada mi alocución, me dice: “¿Te parece que esa experiencia se puede replicar en Rosario?” Fue la pregunta que había esperado escuchar por más de una década. Sin que mediara ninguna reflexión, marqué el número telefónico de Gustavo Varela, que se había convertido en una parte mía habitando en otro cuerpo, desde que con 23 años fue a Venado Tuerto a hablar de la pasión de Kierkegaard. Seis meses después, el 6 de octubre de 2005, inaugurábamos juntos la Facultad Libre de Rosario.
¿Por qué Rosario? Porque Rosario no es una ciudad más. Rosario, por ejemplo, no tiene fundador ni una fecha cierta de su fundación. Su origen se remonta a leyendas y a un hecho histórico que ocurrió en las inmediaciones de donde hoy está asentada la ciudad, cuando Manuel Belgrano, uno de los padres de la patria, creó la bandera argentina. Rosario se recuesta sobre una de las laderas del Río Paraná, cuyo nombre proviene de una voz guaraní que significa “pariente del mar”. De ese portal sale el 50% de la producción del “granero del mundo”.

En Rosario no hay calles con nombres de obispos ni cardenales. Ese espíritu ácrata se debe a su impronta portuaria: comercial y cosmopolita, con putas, mafiosos, estafadores, caballos de carrera y negociantes de toda calaña. Esas características hicieron que durante algún tiempo se la conociera como “la Chicago Argentina”, donde regía la ley de un capo mafia de origen siciliano al que apodaban “Chicho Grande”.

La diversidad cultural de Rosario se puede ver en la arquitectura, en la pujanza, en la convivencia pacífica de judíos y árabes, de napolitanos y piamonteses, de españoles y aborígenes, y en las fiestas de las colectividades, que anualmente reúne descendientes de casi 100 pueblos diferentes para realizar una imaginaria vuelta al mundo por los cinco continentes por medio de la música, las danzas, las costumbres, las artesanías y la gastronomía.

En Rosario nació el legendario Che Guevara. Y tal vez ese dato no sea ajeno al hecho de que desde 1989 Rosario esté gobernada por el socialismo, que hoy ha extendido su alcance a la Provincia de Santa Fe con la gobernación de Hermes Binner, convirtiéndola en la primera provincia socialista de la Argentina.
Rosario no tiene zoológico, en su lugar, después de liberar a los animales, el intendente hizo un jardín para que los niños puedan volar. Porque los sueños de los niños, en Rosario, forman parte de la ciudad real: cuando se hizo el congreso de la lengua española, ellos tuvieron su propio “congresito”. La isla de los inventos: es un ámbito recreativo-educativo para niños inédito en el mundo; fue construido en una antigua estación de trenes, con la iniciativa de entrecruzar el juego, las ciencias, las artes y la tecnología con un sentido pedagógico completamente innovador.

Todo esto hace de Rosario una ciudad diferente, donde los ciudadanos son tenidos en cuenta y el que viene de otro lugar siente una sensación un tanto extraña, la de estar habitando una quimera que, si bien es perfectible, convierte a los rosarinos en orgullosos embajadores de una utopía posible.

Facultad Libre de Rosario
Dicen que no hay nada más poderoso que una idea a la que le ha llegado su momento. Dicen también que nada vale la pena si no se hace con pasión. Esa alquimia hizo posible la Facultad Libre en la ciudad de Rosario, junto a la más grande reunión de docentes y pensadores que haya dado la argentina en mucho tiempo. Eso parecen haber percibido sus ciudadanos, porque pocos días después de abierta la inscripción hubo más mil doscientas almas que se sintieron convocadas y vieron en la Facultad Libre una oportunidad para estudiar, debatir, retomar asignaturas pendientes, o simplemente para darse un gusto personal. Eso, por ejemplo es lo que sintió un marino mercante que acababa de jubilarse y que al momento de justificar su inscripción, dijo: “Vengo porque quiero salvarme del naufragio personal. Tengo la suerte de estar en Rosario y quisiera cursar materias que tengan que ver con filosofía y calidad de vida”.
Fiel a lo que fue la experiencia de Venado Tuerto, la Facultad Libre de Rosario se declara optimista, conciente de que cada uno es un exponente de esa desarmonía siempre presente entre lo que lo vivimos y podríamos vivir.

Desde entonces, la Facultad Libre reivindica al ser humano, es decir, una intimidad alta y extraña, un hijo de dioses, un amante de dioses, un asesino de dioses: una fuerza libre y creadora.

Dijo Horacio González, docente fundador de la Facultad Libre y actual Director de la Biblioteca Nacional que dirigió Jorge Luis Borges: “Unir la ilusión a la realidad, la ciencia al arte, y el conocimiento a la vida cotidiana, es un viejo sueño de aquellos amantes del saber que no se resignan a ver las sociedades sin espíritu crítico y al conocimiento sin posibilidad de intervenir en las realidades abiertas de la vida. Porque no hay teoría sin aventura de ideas, y porque es necesario concebir el lugar del estudiante como la sede natural de un proceso de expresión y creación, desafiando el aburrimiento, la coerción y la ausencia sistemática de vida en las relaciones humanas, abriendo el juego a las prácticas creativas, de carácter cogestionario, autogestionario, productivo y autoproductivo”

Por eso, la Facultad Libre reivindica, como una porfía, el tiempo para sí, el tiempo inútil, el dedicado a la contemplación y a los sueños; reivindica la magia, el misterio y la desobediencia. Porque cree en el beso de los enamorados, en los buenos soles de las siestas de verano; porque conoce que todas las cosas se han acelerado pero la gestación aún dura nueve meses. Y porque, como dice León Rozitchner, “cada uno de nosotros es hijo de una madre que con su leche dulce instala una promesa de acogimiento que no puede ser frustrada definitivamente, porque vuelve a renacer en cada niño que se hace hombre. Esas relaciones sociales fundantes, son relaciones entrañables, y se dibujan como posibles aún en lo que la economía disuelve y niega: persisten en el propio cuerpo. Es el sueño eterno de los hombres”.

Esta es la versión en español del libro Rosario: una chimera habitable, publicado en Italia en 2009 por el Spazio Teatro NO’Hma Teresa Pomodoro de la ciudad de Milán, Italia

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