Los troscos y el fútbol (o la pasión desubicada)

El viernes pasado, cuando terminó empatado el partido inaugural de la Copa América entre Argentina y Bolivia, me pregunté: ¿cómo estará el ánimo de los troscos? ¿Estarán felices o tristes? Me acordé de ellos cuando vi que el árbitro señalaba el centro de la cancha y el partido finalizaba con un deslucido empate, dejando a los troscos –tal el mote con que la síntesis popular refiere a los férreos militantes trotskistas– sin chances para su anhelada impugnación política.

La historia se remonta a los últimos días de marzo de 2009, cuando mi amigo José se enteró que el 1º de abril iba a tener que dar clase en Sociales a la misma hora en que Argentina jugaba por las eliminatorias con el seleccionado boliviano en las endiabladas alturas de La Paz. Era el segundo partido oficial del Diego como técnico de la Selección Nacional. Cuando mi amigo, que además de filósofo es un futbolero apasionado, advirtió la coincidencia rezongó por lo bajo, pero después de un instante, dijo: “voy igual total no va a ir nadie, y me quedo a ver el partido en el bar de la facultad”. Su sorpresa no fue poca cuando entró al aula y comprobó que estaba llena. Se le debe haber notado en la cara, pero como es un docente de estirpe hizo tripa corazón y se dispuso a hablar de Sloterdijk con la misma pasión que hubiera mirado el partido. Aunque, hay que decirlo, con el oído atento a los gritos que –pensó– seguramente iban a llegar desde el bar, donde un numeroso grupo se había reunido en torno al televisor. Apenas habían pasado quince minutos cuando se sintió el primer grito que venía del bar. La cara de mi amigo se iluminó pero no hubo eco entre los alumnos y siguió hablando sobre las “normas para el parque humano”, el polémico trabajo con que el filósofo alemán retoma y retruca la “Carta sobre el Humanismo” de su connacional Martin Heidegger. 20 minutos después un segundo grito llegaba del bar. José se rió, ya abiertamente, sin disimular su felicidad. El tercer grito se produjo 10 minutos más tarde. De ahí en más se iban a escuchar una seguidilla de tres gritos, cada vez más exaltados y bulliciosos. Con el sexto grito mi amigo no se reprimió y dijo en voz alta lo que venía mascullando desde hacía casi dos horas: “qué paliza le estamos pegando, ¿no?”. Pero la impertérrita audiencia de Sociales no acusó recibo, sólo parecía interesada en sus cavilaciones sobre el irreverente pensador nacido en Karlsruhe. Cuando calculó que faltaban unos 5 minutos para que termine el partido, José dio por terminada la clase con un cierre elegante y caminó presuroso a ver los últimos minutos del gran baile en el cielo. Pero para su sorpresa, cuando llegó al bar vio que la pantalla acusaba un marcador espantoso: Bolivia 6 – Argentina 1. Todos en el bar estaban hinchando enfervorizada y desembozadamente por los muchachos del altiplano dirigidos por Erwin “Platiní” Sánchez y no por los jugadores del Diego. No sólo eso: Argentina había metido un gol que nadie había gritado. Los que gritaban enardecidos eran los troscos, alentando al equipo del revolucionario Evo Morales, contra el equipo de la burguesía kirchnerista.

Pocos días después me encontré con otro amigo, esta vez psicoanalista, que ese día había estado en Bolivia. Su mujer lo había dejado y, extraviado, salió a buscar en el altiplano lo que su mente no encontraba rebotando entre las cuatro paredes de su casa. Las entradas estaban agotadas pero como era conciente de que lo único que podía levantarle un poco el ánimo era ver al Diego y sus muchachos en acción, buscó un bar con televisor y pidió una botella de aguardiente. La de mayor graduación alcohólica, le dijo asumiendo la ridiculez de su pedido, pero convencido de que debía ahogar su dolor con fútbol y alcohol. El lugar estaba lleno de hombres con rostros curtidos que mascaban coca y bebían en silencio. Cuando la pelota se puso en movimiento el ánimo cambió y la platea comenzó a desinhibirse y a exteriorizar una alegría que a mi amigo –tal vez animado por el aguardiente– le resultaba muy contagiosa. La única excepción la marcaba un pequeño grupo que permanecía en silencio y alejado del entusiasmo general, pero nadie reparaba en ellos. Cuando a los 11 minutos nos vacuna Marcelo Martins, un brasileño nacionalizado boliviano, mi amigo miró hacia arriba y dijo: ¿justo un brasileño tiene que ser? Los parroquianos, incentivados por el alcohol, gritaban desaforadamente; con la salvedad de ese grupo que permanecía en silencio y con una actitud un tanto desafiante. Pocos minutos después, Álex Da Rosa, otro brasileño nacionalizado boliviano, era derribado en el área y Joaquín Botero hacía justicia desde los doce pasos anotando el segundo gol. Mi amigo pensó que su cuota de dolor ya estaba colmada con su separación como para tener que seguir flagelándose con los festejos de esos brasileños travestidos de bolivianos, y giró la cabeza hacia el costado para no mirar más. El grupo de los silenciosos, a diferencia del resto, lucía un evidente malhumor. Intrigado, se dispuso a observarlos cuando siente que Lucho González roba una pelota en el medio de la cancha. Gira la cabeza y ve que el ex River mete un zapatazo que, con la ayuda del arquero, termina en gol. Tuvo el impulso de sacarse la bronca y gritar hasta desgañitarse, pero estaba de visitante y no le pareció prudente. Cuando mira hacia el costado ve que los silenciosos habían depuesto su retraimiento y para sorpresa de todos saltaban y gritaban el gol argentino como ni él mismo lo hubiera hecho. Mi amigo no podía creer lo que estaba viendo y casi se pellizca para confirmar que no estaba soñando. ¿Qué pasó?, dijo, ¿serán argentinos? En eso uno de ellos comenzó a gritar a viva voz: “Abajo el gobierno burgués de Evo Morales. El nacionalismo burgués tiene sus propios negocios con el capitalismo andino, compañeros. Morales quiere hambrear al pueblo con su política de libre comercio.” Otro dijo: “Viva Trotski y viva la revolución.” Hasta que finalmente uno gritó: “Viva la selección argentina”. mientras el pequeño grupo vitoreaba al unísono. El bar quedó sobrecogido en el más absoluto desconcierto, pero sólo por unos minutos, hasta que en el minuto 44, Joaquín Botero, en un contragolpe mortal gana el fondo de la cancha y saca un centro que la cabeza del brasileño Da Rosa convierte en el tercer gol del seleccionado boliviano. Después vinieron tres goles más y el desconsuelo de los troscos bolivianos se convirtió en el consuelo que comenzaría a sacar a mi amigo del fondo del mar.

Publicada el 10 de julio de 2011, http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/rosario/14-29476-2011-07-10.html

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