La escuela inquieta (o una aproximación pedagógica a la pipa de Magritte)

 

Vivimos en el corazón de un cambio histórico. Como la pipa de Magritte, el mundo conocido es y no es lo que era. Reconocemos nuestro entorno porque es el mismo que podríamos recorrer y describir prescindiendo de nuestros ojos, pero su sentido se ha discontinuado. Sobre esa escenografía ahora también se representa una nueva comedia humana. Somos, pues, vivencias inerciales en tránsito de ser resignificadas por prácticas que paradójicamente ya forman parte de nuestras propias vidas y construyen una nueva experiencia colectiva. Es decir, somos viejos experimentados en una cultura que evidencia rasgos anacrónicos pero que aún está vigente, no sólo por el modo en que se resiste a pasar al olvido, sino por su consabida potencia regenerativa –razón por la cual sería un error considerarla acabada–; y a la vez somos novatos e inexpertos porque carecemos de las referencias conceptuales y de las palabras que nos permitan nombrar –y por lo tanto aprehender– la lógica funcional de un presente paralelo e igualmente vigente, en el que estamos todos enredados.

El Estado-nación, la institución que ofició de molde cognitivo de la modernidad y moldeó el continente categorial de las ciencias sociales, también navega aguas profundas. A su alrededor, desde la academia hasta la familia, pasando por la normativa jurídica y los modelos de producción, la totalidad de la configuración modélica e institucional se ve compelida a revisar sus prácticas y fundamentos. Mientras tanto, los desajustes perviven. La política no se entiende con la acción común de los nuevos actores sociales del mismo modo que la cultura se desorienta frente a la irrupción de los prosumidores y lo nacional frente al calentamiento global. En ese contexto, la escuela, por supuesto no es una excepción. Fue un partenaire decisivo de los estados nacionales y pudo capear los más diversos temporales sociales, políticos, económicos y tecnológicos –incluso mejor que los estados nacionales–, pero hoy peregrina su propia anomia. Ningún nivel del sistema educativo, sin embargo, atraviesa las dificultades de la escuela secundaria para sobrellevar su objeto en el marco de la complejización social en curso. Las numerosas reformas e innovaciones que diferentes países del mundo han ensayado en el nivel medio durante las últimas décadas, dan cuenta 1] de la dimensión que tiene la crisis de la escuela secundaria, 2] de la preocupación que –en tanto pilar de consolidación identitaria– genera en los estados nacionales, pero también 3] de la deriva que hay en torno a este punto. La persistencia de la dificultad en el contexto de una globalidad dinámica e interconectada como la que hoy vivimos, que nos permite reconocer, aprovechar y mejorar experiencias de todas las latitudes con gran rapidez, está indicando que las medidas tomadas hasta el momento han tenido escasos resultados. Aunque también revela –hay que reconocerlo– cierta insuficiencia disciplinar para administrar una transición que interpela nuestros fundamentos epistémicos en un sentido amplio, y nos demanda salir del corralito conceptual en que pastoreamos y retozamos a resguardo de los cambios que suceden en el mundo de la vida. Dicho de otro modo, la conciencia generalizada de la dificultad, sin que logremos identificar la índole del problema y sin que asumamos algunos riesgos epistemológicos, nos mantendrá en un caverna por la que deambularemos juntos, pero a oscura y a tientas, sin avistar una salida. Por eso tan frecuentemente nos encontramos con coloquios, foros, investigaciones y papers que abundan en el “fracaso de la escuela como institución sociocultural” o discuten el carácter de la escuela post-disciplinaria, muchas veces sobre la base de un escaso contacto con la escuela.

La escuela inquieta (Noveduc, 2012), compilado por Carina Rattero, se ubica en las antípodas de estas corrientes, poniendo blanco sobre negro y enfrentándonos a las experiencias y los debates de la escuela real. A través de trabajos agudos, el libro aborda las mutaciones culturales en el interior de la vida escolar. Pero no parte de una escuela deseada, parte de la escuela argentina a la que le reclamamos que se haga cargo de todo aquello que la sociedad y las demás instituciones no pueden contener. Admitiendo que es reconfortante que se proyecten tantas expectativas sobre la escuela, porque expresan una sociedad que sigue creyendo en su capacidad para sortear las dificultades y acompañar las transformaciones epocales, pero sin perder de vista que el exceso de expectativas puede volverse frustración e impotencia si el involucramiento no es más amplio, programático y a conciencia. El fenómenos de audiencia que se produjo alrededor de La educación prohibida, una película que se dedica a denunciar el adocenamiento y la insensibilidad de la escuela clásica, mientras realza experiencias alternativas de dudosa interacción con lo real, es una muestra de lo que produce esa demanda (y del extravío en que naufragan habitualmente las almas bellas). La escuela y los docentes no pueden satisfacer las demandas que sobre ella recaen en torno a la educación vial, las expresiones folclóricas, el cine nacional, la siembra transgénica, los oficios manuales, la alimentación saludable, los derechos humanos, el consumo de drogas, el desarrollo sustentable, la alfabetización digital y la discriminación; y a la vez, cumplir con el rol de contener a los más vulnerables, promover la solidaridad y los valores democráticos, incluir a los diferentes, nutrir física e intelectualmente, y formar para la vida cívica; todo esto sin perder de vista su misión mayor: la de garantizar un proceso de enseñanza-aprendizaje acorde –otra vez– a las expectativas. Seguramente coincidimos en que todo eso es importante, pero también hay preguntas que forman parte de la convivencia escolar y que exigen respuestas prácticas: ¿qué hacemos con los docentes reales, interpelados a dos puntas por padres desconcertados que no logran situarse en el tiempo de sus hijos y alumnos que demandan una consideración más acorde al mundo en que despliegan sus vidas? ¿Cómo incluimos la dinámica del aula en la lógica de la época? ¿Cómo viabilizar la obligatoriedad de la escuela secundaria con docentes que no son institucionales –y por lo tanto parte de una estrategia colegiada– sino sólo profesores de matemática, lengua o física que deambulan por diferentes establecimientos como los tristemente célebres “profesores taxi”? ¿Cómo conciliar la disminución de la brecha de acceso tecnológico que lleva adelante el Estado distribuyendo netbooks en todas las escuelas públicas secundarias, con el retraso que presentan los modelos pedagógicos y las didácticas disciplinares? Sobre este tipo de preguntas pivotea con valentía La escuela inquieta, desmarcándose deliberadamente de las insufribles y pegajosas miradas nostálgicas que caracterizan a buena parte de los diagnósticos pedagógicos, como también de las profecías apocalípticas que terminan clausurando el futuro.

En La escuela inquieta uno se encuentra –insistimos– con alumnos y prácticas reales. Como cuando Gabriel Brener elude los alumnos idealizados que hace mucho dejaron de estar en las aulas –mas no en el ideario de muchos docentes– para abordar los planteos y cuestionamientos que hacen los alumnos concretos, integrantes de la sugestiva “Generación Y”, a profesores que se desestabilizan de solo imaginar que su autoridad (o su capacidad de imponer) se licúa ante el avance de un saber cada vez más colaborativo y, por lo tanto, necesariamente dialógico. Pero Brener no se queda en la imposibilidad y el miedo. Hay que salir a buscar el partido, dice con oportuna terminología futbolera; las adversidades se vencen siempre con el otro. La escuela, y la totalidad de las prácticas que se desarrollan en su interior, señala y suma Mario Zerbino en su trabajo, no se caracterizan por la neutralidad, del mismo modo que la institución no se limita a administrar la normalidad y a perseguir la excelencia. Lo dice con plena conciencia de lo que produce esa ideología al reducir la labor de la escuela a la búsqueda de buenos resultados, que amparándose en esa misión selectiva se desembaraza de “lo malo” y de “lo peor”. Por eso no deberíamos olvidar, tal como nos lo recuerda Víctor Debloc en Almas en el viento, marcas inquietas, que “la escuela secundaria es un lugar potente para tramitar el acceso a los nuevos mundos y para descubrir las otras configuraciones culturales”, una plataforma apropiada para interactuar con la turbulencia y la intermitencia de sentidos que caracteriza a los adolescentes y a nuestra época. Pero para eso, como marca María Virginia Luna, es menester desarticular categorías espectrales que aún gravitan sobre la escuela y la práctica docente, reduciéndolas a herramientas de servicio en lugar de considerarlas plataformas de emancipación e igualdad. Y así lo entienden estos y otros autores que, lejos de apoltronarse en sus escritos y de obsesionarse con el engorde de sus currículums, extienden el debate y el intercambio con estudiantes y profesores, investigadores y egresados. Como por ejemplo ocurrió en el “Ciclo Conversaciones sobre la Escuela Secundaria” y en la fan page que coordinan la Cátedra “Problemática Educativa” y la Secretaría de Educación del Centro de Estudiantes de la Facultad de Ciencias de la Educación de la Universidad Nacional de Entre Ríos.

La escuela inquieta empuja los límites de lo dado e insta a romper con los mandatos superyoicos que se preocupan por la moral antes que por las condiciones históricas y políticas en que se produce el proceso de enseñanza-aprendizaje. Asume, sin certezas, pero con convicción, que en los momentos de cambio el docente debe hacerse eco de su tiempo y revisar su rol social, tanto como los modelos institucionales, la concepción curricular y el sujeto de aprendizaje hacia el que orienta su empresa. Este es un desafío en acto de profesionales que quieren estar a la altura de su época. De profesores inquietos, dispuestos a la interacción con un mundo donde una pipa es y a la vez no es. Porque, como querían los estudiantes del Mayo Francés, Heráclito ha retornado y agita su genio en las identidades móviles, en la lógica relacional de las redes sociales.

Por todo esto, festejamos la reunión de trabajos que consigue Carina Rattero en La escuela inquieta. Porque le dan forma a un manifiesto fundante que deja atrás la escuela pasiva y quejosa, esa “religión escolar” que, presa del dogma y el miedo, niega los latidos del presente. Y porque, como todos sabemos, silbar en la oscuridad no trae la luz…

 

Fernando Peirone

 

Reseña sobre el libro «La escuela inquieta», publicada el 26 de julio de 2013 en @prender, El portal del sistema educativo de la Provincia de Entre Ríos http://bit.ly/12QMY79

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