La cultura digital, las nuevas prácticas sociales y los procesos de subjetivación. El abordaje de las ciencias sociales

 

Indudablemente atravesamos un período de transformaciones. Los colegas más pesimistas dicen que “La evolución tecnológica parece racional, pero es un caballo desbocado” (Ferrer, 2012). Los más optimistas dicen que estamos en una época de desplazamientos tectónicos, que dejarán atrás autoridades vaciadas de contenido y sentido para dar lugar a la inteligencia colectiva y la apropiación masiva de la potencia expresiva (Piscitelli, 2010). También están los melancólicos y los apocalípticos; y, por supuesto, los místicos, que nos dicen que estos son tiempos de meditación y reflexión a la espera de una Nueva Era. Éstas y otras tantas alusiones a nuestro presente como una “época de cambios”, han terminado convirtiéndolo en un significante vacío sobre el que se proyectan todo tipo de fantasmas, deseos, delirios místicos y voluntarismos ideológicos. Ahora bien, nosotros, cientistas sociales reincidentes, ¿cómo definiríamos las mutaciones de nuestro presente? El vicio profesional nos llevan a preguntarnos por la índole y el grado de verificación posible de todo aquello que se le imputa a nuestra época. Porque convengamos que no se puede asumir que atravesamos “cambios que sacuden los cimientos de la civilización occidental” (Baricco, 2008), que “hay un nuevo sentido humano” (Marramao, 2011), que estamos asistiendo al “agotamiento de la moral universal” (Maffesoli, 2009),  o que “el capitalismo viven una crisis terminal” (Žižek, 2011), sin hacer un mínimo ejercicio de historia comparada. Cambios como los que Baricco, Marramao, Maffesoli y Žižek —a ellos pertenecen las citas anteriores— le adjudican a nuestra época, convengamos que hubo muy pocos. Para encontrar una transformación más o menos equiparable habría que remontarse a principios del siglo XIV, cuando los descubrimientos científicos de Copérnico —por nombrar sólo uno de esa caldera histórica— alteraron el orden y las jerarquías del cosmos, abriendo el camino franco del renacimiento y de la modernidad.

Es por eso que nos resulta sustancial precisar el tipo de cambio que atravesamos: ¿Es un cambio cultural, político, económico o social; o abarca todos estos campos a la vez? ¿Es un cambio mensurable?, y en tal caso: ¿cuál es su verdadera magnitud? ¿Puede efectivamente el modelo capitalista, después de haber sobrevivido a todo tipo de embates y de haber consolidado sus dominios globales de un modo elocuente, estar en riesgo de extinción? ¿Qué rol juega la evolución tecnológica en este proceso?, ¿el cambio está relacionado, como sostienen algunos colegas, con la masificación de la tecnología digital interactiva?, ¿cuál es el impacto que tiene la irrupción tecnológica en los procesos de subjetivación? ¿Pueden los cambios tecnológicos trastocar los cimientos de la cultura occidental, teniendo en cuenta que la modernidad impulsó y asimiló revoluciones tecnológicas de gran envergadura; o sólo se trata de una mutación que afecta los estándares interpretativos y que más pronto que tarde será procesada y asimilada? Por todo este fárrago de dudas es que intentaré analizar las causas y la consecuencias de esta mutación.

Antes de empezar, sin embargo, sería bueno recordar que la disciplina que primero habló de una inflexión en la modernidad, fue la filosofía a mediados del siglo XIX con los llamados “maestros de la sospecha”[1]. Fue una mirada europea que develó los dominios que estaban en juego. El resto del mundo, era omitido o adolecía de un déficit metafísico esencial que nos impedía participar de la discusión. Se nos concedían —a lo sumo— el fomento de las estéticas nativas, la música popular y las fiestas rituales que venían a estudiar sus antropólogos. Menciono esto porque los diagnósticos sobre nuestro presente indican que es precisamente esa cosmovisión, cerrada sobre sí misma, la que hoy se desmorona y se desagrega en diferentes crisis glocales; pero también porque, a los fines de este trabajo, nos permite establecer un campo genealógico de análisis.

 

Una crisis estructural

Empezaré, pues, por tratar de definir qué es lo que pone de manifiesto una crisis epocal. Fernando Calderón y Norbert Lechner, en su trabajo “Modernidad y gobernabilidad democrática” dicen que las crisis revelan las dificultades de la experiencia cultural para administrar los procesos de complejización. Por ejemplo, de un tiempo a esta parte mucho de lo que conocíamos y teníamos incorporado para interactuar con el mundo se ha separado de un sentido que estaba homologado por la cultura y se ha resignificado. En poco más de una década lo que era real, sólido, seguro, perdurable y nacional, se volvió virtual, flexible, ambiguo, frágil, líquido, evanescente y global (Gatti, 2005). Estas mutaciones, que acompañaron la globalización y el desarrollo de una sociedad policéntrica, dejan entrever la insuficiencia disciplinar de las ciencias sociales, que tenían en el Estado-nación su molde cognitivo y su continente categorial, para repensar sus objetos de análisis y —en términos de Calderón y Lechner— administrar la complejización actual.

Estas son las condiciones en las que, después de tres décadas de reinado neoliberal, y a poco de ingresar en el siglo XXI, el planeta ingresó a la fase más severa de una crisis económico-financiera que supera en sus dimensiones y consecuencias a la legendaria crisis del ’30. Es la ancha defección de una utopía capitalista que, después de las revueltas de los años ’60 y tras la caída del Muro de Berlín, soñó con la autorregulación del mercado y la posibilidad de organizar todas las formas de la vida humana de acuerdo a la lógica del libre mercado (Rancière, 2010). Los costos sociales de esa política, poco a poco fueron convirtiéndose en una usina de malestares endémicos que desgastó fuertemente a las democracias representativas y a sus instituciones, perdiendo progresivamente la capacidad de contención y su sustento colectivo. La escuela, la salud pública, las condiciones laborales y la justicia, se ven afectadas por la misma corriente.

A la par de esta gran crisis socio-institucional, y en la medida que se iba agudizando, se produce la emergencia de un contexto socio-tecnológico que complejiza aún más el escenario introduciendo un nuevo patrón cultural. A partir de una serie de dispositivos con presencias y posibilidades de afectación remota, pero efectivas, la cultura digital reformula los vínculos interpersonales y altera las prácticas políticas, comerciales, formativas e intersubjetivas. Nada se sustrae a la embestida, y desde la academia hasta la familia, pasando por la normativa jurídica y los modelos de producción, todos los actores sociales se ven compelidos a revisar sus roles y fundamentos; con un agravante significativo: es una empresa que llevan adelante sin el acostumbrado auxilio de las ciencias sociales —que padecen su propio estupor.

Se podría decir que la irrupción de la cultura digital y las TIC, en principio, produjeron tres efectos de alto impacto social: 1] Vulneraron los límites y los dispositivos de control montados por los Estados. El acceso masivo a ese instrumental crea las condiciones para una “autocomunicación de masas” sin precedentes, echando a andar gigantescos volúmenes de información, capaces de sortear límites que hasta no hace mucho eran la garantía de regímenes de gobierno totalitarios que lograban mantener amedrentada y en el aislamiento a poblaciones enteras; 2] Impulsaron prácticas con un alto potencial emancipatorio, en tanto que “juego de prácticas guiadas por la presuposición de la igualdad de cualquiera con cualquiera” (Rancière, 2000); 3] Favorecieron el desarrollo de una suerte de “sociedad civil transnacional” (Offe y Schmitter, 1995) y la emergencia de un “nuevo cosmopolitismo político” (Reguillo, 2012), que puso en marcha una novedosa e inocultable dimensión política, en tanto que genera las condiciones para “la elaboración y puesta en marcha de una voluntad colectiva que se replantea la manera de vivir” (Boltanski y Chiapello, 2002).

Este es el escenario social, un escenario trastocado en diferentes dimensiones que trae aparejado dos demandas fundamentales: la de una estructuralidad acorde a las nuevas condiciones sociales; y la de una ampliación de los marcos interpretativos. Llegado a este punto voy a poner a consideración, el modo en que a mi entender se metabolizan esas dos demandas.

Si, como dicen Lewis Mumford y Gilles Deleuze, a cada época le corresponde un modelo de máquina, sin duda el modelo maquinal que adopta nuestra época, es la nube. ¿Por qué? Fundamentalmente porque, acorde a una sociedad multicéntrica, global e interconectada, su centro está en todas partes y su circunferencia en ninguna (Borges, 1951). Es un modelo de estructuralidad alternativa, pero no es novedoso, sus aspiraciones representativas podrían remontarse a las primeras metáforas utilizadas por Jenófanes en las discusiones sobre las formas de Dios, en el siglo VI antes de nuestra era. Pero fue su baja funcionalidad frente a la necesidad social de encontrar un orden y una organización, lo que sin duda le hizo perder oportunidades frente a la elocuente practicidad de la metáfora arbórea, provista de un centro rector del cual emanaba el sentido y una raíz que permitía establecer un origen y, consecuentemente, linajes, jerarquías, derechos y obligaciones. El largo dominio de la estructura arbórea, sin embargo, viene demostrando una creciente insuficiencia frente a la comlejización de la modernidad tardía, esto hizo que aquella vieja metáfora prosaica del mundo, recobrada magníficamente por Borges en “La Esfera de Pascal”, tuviera una nueva chance para revalidar sus dotes y religar horizontalmente la multiplicidad que tensiona con el modelo organizacional hegemónico. Podría desarrollar más este punto que he trabajado extensamente en otros trabajos, pero su mención en esta ponencia es sólo a los efectos de considerar las connotaciones políticas de esta reformulación organizacional en ciernes y sus implicancias en los procesos de subjetivación. Por lo cual, a continuación, haré un breve rastreo de las prácticas que comienzan a revalidar la funcionalidad de esta “nueva” estructuralidad, contribuyendo a construir el camino que nos condujo a este presente.

 

Sobre el devenir

A partir de 1990, con la organización del primer Foro de São Paulo, empezaron a conformarse los movimientos antiglobalización, contra el pensamiento único. En paralelo, distintas ONGs montaban una gigantesca campaña de concientización sobre la devastación irracional de la naturaleza y sus efectos climáticos, que generó un consenso y un estado de alerta general sin precedentes. Esta avanzada polifronte fue cimentando las bases de lo que Claus Offe llama sociedad civil transnacional y Rossana Reguilllo, más acá, llama nuevo cosmopolitismo político, y que podríamos describir como una conciencia colectiva que fue apropiándose de las oportunidades que brindaba la globalidad, sobre todo de los dispositivos reticulares, “para generar su propia manera de emitir juicios, discriminar los comportamientos adecuados de los que no lo son, precisar cualidades y legitimar nuevas posiciones de poder” (Boltanski y Chiapello, 2002). El desarrollo de esa interacción comunicativa fue conformando el estatuto de un nuevo ciudadano mundial con su propio sistema de valores. A partir de lo cual, un número nada despreciable de personas distribuidas en todos los rincones del planeta, entre otras cosas, pudo: 1] dimensionar y difundir las consecuencias sociales y climáticas del sistema capitalista; 2] reconocer interlocutores fuera de los circuitos tradicionales y más allá de las fronteras nacionales y culturales; 3] descubrir que ya no hay minorías, sino muchos que comparten intereses, objetivos, sueños y dolores con muchos; 4] experimentar una temporalidad y una espacialidad diferentes; 5] elaborar una nueva morfología en las relaciones sociales; 6] explorar variantes de un nuevo poder colectivo.

El alcance y las derivaciones de esta vanguardia rizomática todavía son un enigma, pero es un modo de habitar el mundo que se desarrolló junto a la cultura digital, y que ha logrado interpelar tanto formas dominantes de información, comunicación y conocimiento, como de investigación, producción, organización y administración. Sus prácticas son extensas y deliberadamente vagas, sin embargo no se distancian de las coyunturas locales o nacionales en las que se originan, pues al tiempo que mantienen una mirada planetaria, no pierden de vista su entorno ni el modo en que lo más cercano dialoga con lo más lejano (Rozitchner, 1986). Esto nos sitúa en una cartografía dis-locada, sin centro, sin unidad superior ni origen condicionante. Lo propio de esta lógica, ya no es la dialéctica: es la metamorfosis. Mientras la dialéctica somete la historia a oposiciones y causalidades perpetuas, la metamorfosis evita el phatos de la historia lineal y abre la vida a una temporalidad más amigable y menos entregadora (Horacio González, 2001). Como dice Horacio González en su ensayo La crisálida. Metamorfósis y dialéctica, en la metamorfosis las formas, tanto como los hombres y las cosas, se vuelven provisorias y mutables, abandonan sus designaciones y sus atavismos para adoptar nuevas formas, nuevos nombres y derivarse sin solución de continuidad. La identidad se vuelve mutable y los conocimientos un saber-juego que se construye en forma colaborativa; la trashumancia reemplaza al sedentarismo y lo extenso a las profundidades; pasado, presente y futuro se funden en una contemporaneidad “pos histórica y pos geográfica” (Reynolds, 2012). La espacialidad que había compartimentado lo íntimo y lo social se rompe en una extimidad abierta y desprejuiciada[2]. Veamos un ejemplo más o menos manifiesto que nos permita reconocer lo que estamos diciendo.

Cuando un adolescente modifica su perfil en Facebook, está realizando algo más que un cambio de foto. En una sola operación está actualizando la nueva imagen que tiene de sí mismo y la está haciendo pública. No es una expresión de deseos ni una proyección de sus ideales, es un gesto soberano que realiza con el consentimiento de la comunidad con la que interactúa —y no sólo de un modo virtual como se suele considerar. Mientras que en el mundo “real” de los padres, la fidelidad a una imagen sigue siendo un valor rentable y efectivo; para el adolescente, cambiar su imagen pública en forma permanente le permite travestirse según su estado de ánimo y manifestar el modo en que se ve a sí mismo en cada momento. Mientras que en el mundo “real” de los padres se invierte buena parte de las energías personales en hacerse “un nombre” y en elaborar complejas estrategias para conseguir y sostener “un prestigio”; el adolescente interactúa con su mundo de un modo lúdico y nada conflictivo, sin temor a los errores, las contradicciones ni a la exposición de esas contradicciones. En un mundo se buscan identidades fijas que funcionan como estigmas; en el otro se promueve la libertad de elegir y cambiar de identidad sexual, profesional y nacional, tantas veces como cada uno lo crea necesario. Son dos sistemas de valores igualmente vigentes y efectivos, pero aplican en dos modelos sociales completamente diferentes.

Hasta el momento, y en la medida que no peligraron los intereses del poder hegemónico, no hubo mayores conflictos[3]. Porque son dos mundos que funcionan en paralelo, con dos lógicas diferentes y que rara vez se tocan. Pero ha surgido una extraterritorialidad en la que se ensayan variantes organizacionales acordes a la nueva estructuralidad, generando de un modo incipiente —hay que decirlo— las condiciones para la sucesión de la modernidad. Esa extraterritorialidad aún no ha generado equivalencias institucionales, jurídicas y de representación que puedan contraponerse y disputarle un lugar a las existentes; sin embargo, no son para desdeñar los embrionarios modelos institucionales construidos, por ejemplo, en torno a la cultura colaborativa. En este sentido, Wikipedia o la Universidad P2P (Peer to Peer University), creada en 2010 por la Fundación Mozilla, representan mucho más que realidades virtuales. Sus procedimientos, más allá de los resultados que alcancen en el futuro, hasta el momento pueden ser vistos como verdaderos laboratorios de una institucionalidad in progress (Peirone, 2012); y en la medida que su modelo se vaya afirmando, es de esperar que su utilidad se extienda a otros campos de aplicación.

Por todo esto, se podría decir que somos seres anfibios que entran y salen permanentemente de dos mundos. Un mundo sostenido por convenciones, prácticas inerciales y presupuestos conceptuales que remiten a modelos de interpretación todavía dominantes, pero en default. Y otro emergente, urgido por la necesidad de objetivar e institucionalizar una alternativa que hasta ahora sólo tiene como referencia lo que ya no quiere y se ha vuelto ineluctablemente disfuncional. En otras palabras: somos testigos —anche protagonistas— del traspaso de un mundo viejo y agotado, que se sostiene de pie, posiblemente, más por la intimidación que produce su posible caída, que por lo que efectivamente entraña esa caída; y otro nuevo que surge por el desmoronamiento de una cosmovisión a la que ya no le alcanzan sus respuestas religiosas ni seculares frente a una voluntad colectiva irrefrenable que busca y propone otra manera de vivir. Cada uno, según su procedencia, entra en contradicción con uno de esos mundos. El llamado nativo digital, que nació y se crió en el ambiente de la extraterritorialidad, entra en contradicción cuando lo hacen vivir cinco horas diarias de su vida en “una escuela que reproduce ambientes y escenarios del pasado” (Barbero, 2007); por su parte, el inmigrante digital, que se formó en la matriz experiencial de una modernidad todavía vigente, entra en contradicción cuando lo hacen interactuar con un modus operandi en el que sus acciones racionales quedan todo el tiempo en orsai.

Inmersos en este escenario, a quienes abundamos en las circunvoluciones de las ciencias sociales, se nos plantea un desafío importante. Estamos compelidos a descifrar lo que expresa el nuevo mundo de la vida y, como todos los actores sociales, a redefinir el rol que nos cabe en el cambio epocal.

 

Las ciencias sociales

Sería lógico pensar que quienes deberían haber recogido el guante de las “advertencias” hechas por la filosofía sobre la crisis que iba a atravesar la modernidad y la cultura occidental, serían las ciencias sociales. Pero aún cuando hubo quienes coincidieron con el diagnóstico, y a su modo lo ampliaron, prevaleció la tendencia que las limita a diseccionar la sociedad y a realizar la etnografía de los diferentes sujetos de investigación, pero sin arreglo a fines ni valores generales. Es cierto que no podemos hablar de las ciencias sociales en general, pero no menos cierto es que, salvo excepciones, en el afán de privilegiar el rigor, la exactitud, lo fundamentado y lo demostrable, renunciaron al nous (intuición), es decir, a la aventura de reflexionar sobre aquello que sin ser fehaciente ofrece indicios de su presencia y su influencia en el acaecer subjetivo y social. De ese modo, aunque sin desmedro de quienes ejercieron y ejercen una resistencia crítica, las ciencias sociales devinieron ciencias de la normalidad y la representatividad, donde los enunciados sólo adquieren veracidad a partir de la cantidad de casos que reflejan y donde la frecuencia estadística asume el papel de mayor importancia, institucionalizándose como sentido común indiscutido. Este procedimiento, en tándem con la reincidente tendencia a clasificar y a simplificar la realidad social de acuerdo a un lenguaje heredado acríticamente de las ciencias naturales —otorgándole a los fenómenos sociales facultades propias de las “cosas” y fetichizando una realidad social que, como sabemos, es el producto de contingencias históricas complejas y en permanente cambio—, terminó convirtiendo a las ciencias sociales en un instrumento orientado a la reducción técnica de la acción social. De tal modo que fueron incorporadas a una estrategia de dominación que las desacompasó de su tiempo y las alejó de los procesos de subjetivación que interactúan con los nuevos fenómenos colectivos. Es decir: perdieron la sensibilidad y la implicación necesarias para registrar y verificar la emergencia de acciones y estructuraciones alternativas a la modernidad.

Si del encuentro entre la episteme, como el rigor científico, y el nous, como el hábito intuitivo del intelecto, surge la sabiduría, cuando las ciencias sociales pierden de vista el nous se vuelven prácticas contables, archivos, servicio. Darle lugar al nous supone poder desoír el mandato que ordena rastrillar una zona delimitada para permitirnos izar las velas que nos alejarán de la costa asumiendo el riesgo de navegar mar adentro, en aguas profundas y sin tierra a la vista; pero también significa entrar en sintonía con la intuición como quien se entrega a la interacción con un idioma desconocido que al escucharlo nos revela cosas de nuestro propio idioma y de nosotros mismos que desconocíamos y necesitábamos escuchar para entrar en contacto con lo que sólo subsistía en el interregno de la sospecha, o para reconocer lo que ignorábamos conocer. La intuición, aunque sin el crédito del positivismo lógico, abre a la magia de lo inexplicable, sitúa en un camino errático y a la vez certero, dando lugar a la manifestación de aquello que visto desde otro lugar se considera irreal. Pero el miedo a caer en la profecía, en la filosofía o en la literatura pudieron más. Y fue precisamente la elución del nous, lo que funcionó como distanciamiento o como una prescripción tácita, pero a la vez de hierro, en la definición del perfil profesional de generaciones enteras de cientistas sociales. De este modo los cientistas sociales, en buena medida, devinieron técnicos pudorosos y recelosos. Se relacionaron con el nuevo mundo de la vida —su ineludible campo de trabajo— del mismo modo que lo hace el médico con su paciente. Se volvieron observadores distantes y especialistas en campos específicos, buscadores de los síntomas que les permitiera remitir a una causa. Allí terminaba su quehacer, más allá estaba la política y los suburbios disciplinares que evitarían al resguardo de dispositivos institucionales —anche académicos— que los preservaba de toda contaminación. Pero paradójicamente, ese perfil técnico, más cercano a la indolencia que a la objetividad deseada, hizo que las ciencias sociales funcionaran como partenaire del status quo. Basta recordar —como quedó constatado por Boltanski y Chiapello en El nuevo espíritu del capitalismo— que después de la década del sesenta, buena parte de los cientistas sociales se dedicaron a mejorar el rendimiento de sus disciplinas como herramientas de servicio; cuestión que el capitalismo, con muy buenos reflejos, celebró y estimuló económicamente para sacarles el mejor provecho posible. Sólo la ingenuidad podría llevarnos a ver en esa persistente asociación una casualidad, y no una concurrencia de intereses. Hubo otros, hay que decirlo, que por prestigio o roces diplomáticos, lograron resguardarse de la tendencia general trabajando en organismos internacionales humanitarios, y desde allí ejercer su labor, produciendo papers profesionales y desarrollando investigaciones —muchas veces igualmente asépticas, pero— que hoy nos permiten componer un mapa de los fenómenos asociados a la globalización. Quienes no se alinearon con ninguna de estas tendencias, por lo general terminaron marginados.

Estas restricciones hicieron que muchos cientistas sociales, sobre todo de las nuevas generaciones, experimenten el devenir disciplinar como una contradicción; a partir de lo cual ha surgido, al menos en Sudamérica, un debate todavía incipiente pero potente en torno a: 1] el rol, la metodología y los instrumentos teóricos de las ciencias sociales en un contexto epocal de cambio de paradigmas; 2] el tipo de vínculo a establecer con las fuentes de financiamiento, ya sean estatales o privadas, que tienden a dirigir las investigaciones en función de intereses particulares y a condicionar la autonomía; 3] la división del trabajo científico; 4] el funcionamiento de un sistema académico endogámico que premia la construcción compulsiva de curriculums antes que los méritos profesionales. Esto se debe en buena medida a la agregación política que propiciaron las democracias sudamericanas en los últimos años, que llevó a un importante número de cientistas sociales a despojarse de los atavismos y a tomar el Estado como una instancia de aplicación de saberes, más aún, como una herramienta de intervención social (Cantarelli y Abad, 2010 y 2010b).

Se trata de un camino que recién se comienza a transitar, pero mantiene una relación evidente con la mutación epocal, que extiende su afectación mucho más allá del vínculo entre las ciencias sociales y el Estado. No es casual, en este sentido, que sea un proceso paralelo a la incorporación factual de las nuevas generaciones al campo; lo cual lo convierte en un proceso de renovación inexorable, con derivaciones políticas e institucionales, pero también subjetivas. Dicho de otro modo, es cierto que el vocabulario político y social en el que se explayan tanto las ciencias sociales como las nuevas prácticas aún remite a absolutos modernos como Nación, seguridad, capitalismo, orden, autoridad, propiedad, democracia, clase social (Weil, 1937), como si todavía viviéramos en la primera mitad del siglo XX; pero no menos cierto es que estos términos ya no consignan una realidad cotidiana —ni social ni subjetiva—, en todo caso son expresiones inerciales y residuales de un mundo que progresivamente pierde gravitación.

Por todo esto, y a modo de cierre, podríamos decir que efectivamente las ciencias sociales y humanas tienen la “necesidad inaplazable de renovar [sus] instrumentos teóricos, de responder a las exigencias de una realidad compleja y repleta de nuevos desafíos y de preparar a las nuevas generaciones de científicos sociales para que estén en la mejor capacidad de aplicar sus conocimientos con creatividad y responsabilidad” (Cristina Puga, 2009). Y en este sentido la elocuencia del devenir histórico tracciona más que cualquier resistencia. Habrá, pues, quienes al amparo de instituciones inmutables —que las hay—, negarán el anacronismo de su expertise y seguirán trabajando para mejorar la calidad de sus servicios. Habrá también quienes inscribirán el presente en la larga decadencia de occidente y, mientras gritan junto un coro de almas bellas que Google nos está volviendo estúpidos, continuarán diseccionando metástasis de la modernidad ad eternum. Pero habrá otros que con vocación renovada se sentirán impulsados a problematizar su perspectiva para volver inter-comprensible un presente que —sin embargo— ya forma parte de nuestras propias vidas y de una nueva experiencia colectiva.

 

Fernando Peirone, Buenos Aires, Julio de 2013

 

Este trabajo fue leído en la Reunión de Antropología del Mercosur 2013, celebrada en la ciudad de Córdoba del 10 al 13 de julio. Grupo de Trabajo 28 “Una antropología del ciberespacio”

 



[1] Tal la denominación que utiliza Paul Ricoeur para referir el trieto Marx-Nietzsche-Freud, por el modo en que desestructuran las percepciones naturalizadas de la historia y la política (Marx), de la moral (Nietzsche) y de la conciencia de sí (Freud), desarticulando los fundamentos que se tenían del poder, de los principios morales, y de la subjetividad.

[2] El término “extimidad” fue acuñado por Jacques Lacan para expresar aquello que aún siendo parte de lo más íntimo no deja de sernos ajeno. Pero hay algunos autores, como Paula Sibilia —y yo mismo— que le dan una nueva acepción, como socialización de lo íntimo.

[3] Las primeras colisiones –con diferencias que aún no se zanjaron– se produjeron entre la cultura colaborativa y la industria cultural clásica (editorial, periodística, fílmica, musical, etc.), poniendo en crisis no sólo un modelo productivo –que incluye una idea de autor y una forma de propiedad–, sino también el fundamento teórico de lo que, se suponía, iba a hacer la sociedad (de masas) con el arte, la cultura y el conocimiento industrializados y desprovistos de aura.

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