La escritura y la vida

Muerte, pensamiento, tan próximos

que, pensando, morimos.

Maurice Blanchot

A León Rozitchner

Se dice que la escritura abre puertas más o menos prohibidas. La lista de suicidios entre los escritores que han traspasado esos umbrales infranqueables, es casi infinita, cosa que no ha ocurrido con las demás ramas del arte, no al menos con los mismos resultados[1].

¿Cuál es la evocación de la palabra? ¿Qué ilusión alienta –y evidentemente frustra– en aquel que decide esgrimirla como recurso expresivo? ¿Qué profundidades prohibidas hurga para recibir el castigo de semejante desamparo?

El habla, a pesar de compartir con la escritura el recurso de la palabra, no se cobra tantas víctimas. No faltará quien disienta y nos recuerde que basta la pronunciación de una sola palabra para marcar toda una vida o para alentar al suicidio, y por cierto no son ejemplos los que faltan. Pero ¿es la palabra o quien la dijo?, ¿es la palabra o el modo en que fue escuchada? Entonces, ¿cuál es el abismo espectral que se abre entre la palabra hablada y la escrita?

La música no tiene cuerpo, no está en ninguna parte, pero es audible y el sonido la representa fielmente. Entre el instrumento y el músico existe un acople, una complementación que el escritor nunca logra de modo acabado con la palabra. El escritor sólo puede acogerse a un puñado de signos que según se los combine construyen un significante que, convención mediante, evoca un significado, pero ¿no es acaso una ilusión?, ¿cuánto de nosotros queda en el camino que va de la experiencia –o la intención– al significante-significado?

Las artes visuales, por su parte, parecieran ser un recurso artístico menos tortuoso. Visto desde afuera –por un lego como el que suscribe–, se presenta como un arte que no tiene las pretensiones de precisión que anhela la palabra, tampoco las etéreas invocaciones de la música, como si partiera de una premisa un poco más humana: la de entender que el arte siempre es una aproximación.

En la experiencia de escribir no hay sonido ni emisor externo, tampoco hay arcilla ni madera ni cincel, sólo el silente discurrir de un deseo impreciso que casi siempre avanza a tientas. El escritor –como el resto de los artistas– no se pone al abrigo de esa errancia, por el contrario, arremete en busca de quimeras cuya existencia depende exclusivamente de su capacidad y su voluntad; pero –a diferencia de los demás artistas– no tiene punto de apoyo, su misión se despliega en un dominio vaporoso, y como se sabe (o se cree), “la decisión de ser sin ser es la posibilidad misma de la muerte”. Algunos escritores juegan a que hacen pie reproduciendo la realidad, pero en la medida en que nos alejamos del consensuado registro de lo “real”, el sustento es cada vez más endeble y los riesgos, pareciera, cada vez mayores.

El artista está ligado a la obra de la misma extraña manera en que está ligado a la muerte el hombre que la toma como fin, nos dice Blanchot evitando la tesis que de todos modos enuncia: todo artista es un suicida. ¿Cuánto más lo es el escritor que sólo puede amasar palabras, alusiones siempre precarias, “con la única certeza de que al escribir pone entre paréntesis toda certeza, incluso la certeza de sí mismo como sujeto”[2]?

Derrotero

Quien echa mano al verbo blande un instrumento del poder. De Sócrates a esta parte, el lenguaje alfabético –con sus variantes idiomáticas– ha logrado imponerse como una lingua franca que gobierna las leyes del pensamiento reduciendo el mundo al ideario platónico y obligando a la utilización de la lógica aristotélica y de la racionalidad cartesiana para la formulación de cualquier idea. ¿No hay un excedente vital que queda afuera de esa fábrica de sentido? La filosofía occidental ha sufrido en carne propia las violencias de la subordinación al código 1 (Dios) que inflige la sintaxis; Nietzsche, sin ir más lejos, lo menciona cuando en El ocaso de los ídolos, dice: “Yo creo que no nos vamos a desembarazar de Dios porque aún creemos en la gramática”. Wittgenstein y Heidegger, que de algún modo lo continuaron, han manifestado las imposibilidades constitutivas del lenguaje para dar cuenta de cuestiones esenciales, de eso que Merleau-Ponty llamaba “la facticidad pre-lingüísticas del mundo”[3]. La literatura, en cambio, en tanto literatura, incursiona en territorios donde ninguna filosofía ha triunfado y, a pesar de saberse esencialmente lenguaje, despliega su potencial intuitivo en la tensión de una conciencia que está a un tiempo disparada y limitada por las palabras, disponiendo de un poder improbable pero a la vez absoluto que logra inexorablemente poner en guardia a los querubines que custodian el sentido[4].

A pesar de todos los cerrojos, la naturaleza huidiza de la literatura –aún en la descripción realista organizada con la ilusión de eludir la posibilidad de la muerte–, abre el juego a un resto semántico que está más allá de la palabra y que al decir de Derrida no puede expresarse en el revelar del logos –puesto que se ha instituido como represión–, pero sin embargo alude, acaricia. ¿Cuál es ese resto excluido y amenazante que el escritor busca a pesar de su potencial homicida?

Sangre y letra

La literatura avanza nombrando, refiriendo. Ahora bien, si para cada ser hay un referido que le es inherente, ¿cómo nombrar esa defección del lenguaje que se niega a toda referencia?

Como el instante indecible que separa a la vida de la muerte, así se abren las dos mitades de un universo que aún teniendo que ver con nosotros, nos retacea una parte, la mitad sintiente que ha sacrificado la osificación del lenguaje. Podríamos decir, pues, que donde se agota la palabra comienza la vida, una vida que se niega al exilio y merodea los arcanos del lenguaje para dejar testimonio de un saber que a pesar de su exoneración, nos pertenece. El “mentalés” de Fodor y “lalangue” de Lacan refieren un estadio en que el lenguaje del niño aún no ha sufrido los daños de esa partición. Pero el desalojo es inevitable, más aún: es el requisito para ser normal. De ese modo hay un saber que queda soldado para siempre y se atrofian nuestros vínculos con el mundo[5]. Vivir es, pues, avenirse al padecimiento de esa amputación a la que somos compelidos si queremos sobrevivir; el que no transa, muere o se vuelve loco.

Para el escritor, este es un brete psicotizante. Un poema es la escritura de algo que ya sabíamos, el retumbo de un yo primitivo que ha quedado prisionero de una vastedad que está más allá de todo pensamiento posible; y la palabra, el único instrumento del escritor, lo expresa a medias y se convierte en una obsesión que también puede terminar en la locura o la muerte. Mi obra me come –dice Cocteau–, y mientras ella vive, yo muero. Pero a pesar de las muchas advertencias y de los antecedentes, la vocación literaria no puede ser silencio, papel en blanco: “callarse significa también morir”[6].

Tal vez quien mejor ha resumido este enigma irresoluble, haya sido Vincent Van Gogh, pintor pero también escritor de una profuso epistolario: “Mi trabajo, arriesgo la vida en él y casi he perdido la razón por su causa… Pero ¿qué querés?”

Publicado en 2003 en el Nº 2 de la Revista Mal Estar


[1] En una amplia revisión biográfica realizada por Wittkower en el mundo de la pintura, sólo encuentra catorce casos de suicidios en cuatrocientos cincuenta años, de 1350 a 1800: cinco en Italia y nueve en el norte de Europa. Excepto el caso de Schumann y el probable suicidio de Chaikovski, el universo de la música sólo tiene intentos frustrados. Nada comparable con la interminable lista de suicidios que azota a la literatura. (Philippe Brenot, Genio y locura, Ediciones B, Barcelona, 1998, p. 172)

[2] Maurice Blanchot, El paso (no)más allá, Paidós, Barcelona 1994, p. 31.

[3] George Steiner analiza y rastrea esta imposibilidad constitutiva de la filosofía tanto en Lenguaje y silencio como en Gramáticas de la creación. Julia Kristeva, por su parte, en Semiótica, Cap. “La palabra, el diálogo, la novela”, habla del carácter dogmático y “monológico” del discurso narrativo.

[4] Ver Roland Barthes, Ensayos críticos, Seix Barral, Argentina 2003, p. 219-225

[5] Ver León Rozitchner, Freud y los límites del individualismo burgués, uno de los libros más profundos que se hayan escrito sobre este tema.

[6] Philippe Brenot, Genio y locura, p. 228

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