El día que Oxford menstruó, o en el principio no fue el verbo

Un análisis de la relación entre filosofía y lenguaje en el siglo XIX y sus influencias en el siglo XX. En torno a La ciencia del Lenguaje de Max Müller.

Un día de 1861 que no estamos en condiciones de precisar, frente a un auditorio que imaginamos estupefacto, Max Müller señalaba la minúscula diferencia que existe entre el presente I love y el pasado I loved. Una letra. Y maravillado por un misterio que la concurrencia no terminaba de comprender, el filólogo alemán planteaba una de las preguntas más inquietantes que haya presenciado la solemne universidad de Oxford: “¿Cómo fue posible que la adición de una letra pueda expresar el tránsito del amor a la indiferencia?”. Nadie entendía bien por qué un lingüista se adentraba en un terreno tan cenagoso, más propio de la especulación filosófica o ficcional que de la lingüística; tampoco se imaginaban que esa primera clase iba a formar parte de lo que después serían las famosas Lecciones sobre la ciencia del lenguaje que ya ningún estudio serio sobre el lenguaje podría dejar de tener en cuenta; más todavía: que eran testigos privilegiados de un pasaje fundamental de la travesía intelectual que había contado con los aportes de Franz Bopp y Friedrich Schlegel y que habría de llegar hasta la filosofía analítica del siglo XX, en la que abundarían, entre otros, Ludwig Wittgenstein y Bertrand Russell.

La tentación de atribuir la simplificación lingüista que inquietaba a Müller al pragmatismo y la legendaria parquedad anglosajona, es un reflejo inmediato, pero apresurado. Para los hispanoparlantes, por ejemplo, trasladar la operación al idioma español significa sumergirse en un enigma aún mayor. En nuestro idioma, el tránsito de la pasión a la indiferencia aparece como una discrepancia borrosa, casi inactual, entre las expresiones te amo y te amé, donde el dispositivo lingüístico adquiere la extrañeza de un pase mágico, como si un hábil torero, a la vista de todos, realizara una verónica capaz de cubrirnos el cambio de una “o” embelesada por una irreconciliable “e” con tilde.

Asimismo hemos podido comprobar que la misma dificultad, o pregunta, se plantea en varios de los idiomas donde intentamos medir la diferencia: el griego, el latín, el alemán, el francés, etc.

¿Qué pasó en el medio? ¿Qué nos encubre el tiempo en ese cambio que leyendo a Müller percibimos cuasi brutal, cuando un momento atrás formaba parte del uso automático y cotidiano de dos tiempos verbales? ¿Por qué sería importante hacerse estas preguntas? ¿Qué ganamos con saber lo que ocurre en las mutaciones del lenguaje?, ¿acaso lo que importa no es lo que significan, en este caso: la pasión y la indiferencia?

Filosofía y lenguaje

La palabra filología significa “amor por la palabra” como la palabra filosofía significa “amor por la sabiduría”, y además de compartir la raíz filo (amor), tienen en común un territorio de confluencia. No es casual que la pregunta de Müller suene filosófica; pues, si bien la filología, en su búsqueda de un sentido primordial, suele tener algo de alquimia, no menos cierto es que desde siempre mantiene una estrecha vinculación con la filosofía.

En Atenas la filosofía del lenguaje era paralela a la del pensamiento. Los griegos fueron los primeros en advertir que si la forma más sencilla de referirse a algo real era nombrándolo, entonces había una relación entre lenguaje y realidad que debía ser analizada. La lógica de los estoicos, por ejemplo, se dividía en retórica y dialéctica; esta última, se dividía a su vez en “de lo significado, o de las cosas” y en “de lo que significa, o del lenguaje”. El mundo exterior era el de la naturaleza, y el interior, el del espíritu, cuya manifestación más cercana, era el lenguaje. De allí que los griegos, sin elevar el lenguaje a la categoría de divinidad, le tributaran el mayor de los honores; casi no hay sabio que no haya dejado algún pensamiento en torno al lenguaje. La pregunta “¿Qué es el lenguaje” fue una pregunta que los filósofos se hicieron tan temprano como esas otras dos grandes preguntas de la filosofía: “¿Qué soy yo?” y “¿Qué es este universo que me rodea?”[1] El Cratilo de Platón, sin ir más lejos, es el “tratado” clásico más antiguo de filosofía del lenguaje, sobre cuyo eje siguen girando gran parte de las discusiones ontológicas de nuestro tiempo.

Casi como un estigma, la filología nunca pudo lograr una verdadera independencia de la filosofía; siempre algo de sí termina disolviéndose en el cuerpo filosófico; hablamos de una disolución dialéctica, esto es, como “absorción”, en el sentido hegeliano del término[2]; y es precisamente esa dialéctica la que le permite a Nietzsche fundar las bases de una nueva filosofía, libre de autorizaciones, con un marcado carácter comparativo, pedagógico y genealógico, propio de la filología clásica. Esa zona gris, es también lo que le permite a Max Müller preguntarse por la razón de correspondencia entre el lenguaje y lo que significa.

Unos 30 años antes de que Müller arrojara el guante sobre la mejilla de Oxford, el naturalista Charles Darwin, tras navegar las frías aguas que rodean el extremo sur del continente americano a bordo del Beagle, dejaba anotado en su cuaderno de viaje el asombro que le causaba la relación que había entre ciertos animales vivientes y otros desaparecidos miles de años atrás; tal filiación, en su opinión, no podía ser fruto del azar, sino que testimoniaba un parentesco, más aún –arriesgaba–: un origen común. Darwin tenía la imprecisa sensación de que el origen de las especies, ese misterio de misterios, se revelaba ante él con la magia y la morosidad de lo natural, como si hubiera alguna relación entre los ciclos geológicos y esas especies vivas que deambulaban frente a sus narices con un mensaje cifrado que aún no podía desentrañar. Esas notas fueron las bases de lo que en 1958 iba a dar a conocer junto a Alfred Wallace como “teoría de la evolución”, donde concluyen que todas las formas de vida han evolucionado a través de un lento proceso de selección natural en el que sobreviven los más aptos.

En esa teoría, Max Müller encuentra un argumento que él también buscaba y sospechaba. Y dos años después de que se publicara El Origen de las Especies, habilitado por Darwin, que le ahorraba la estigmatización, pues las había concentrado todas en su persona, sostiene que en un momento dado de la historia, la existencia de un gran número de vocablos posibles para significar padre, madre, hermano, hermana, perro, vaca, cielo y tierra, dio lugar a un proceso de selección entre varias lenguas donde, en su lucha por llegar a la vida, sólo prevalecieron las más aptas; esa lucha, decía, “no existe menos en el dominio del lenguaje, que en el reino vegetal y el reino animal”.[3]

Un poco de historia

La lingüística, como ciencia, tiene una consideración más o menos reciente. Aunque su historia tiene larga data. Contrariamente a lo que se podría suponer, la lingüística no proviene de las especulaciones hebreas suscitadas por el estudio de los textos bíblicos; el creador de la gramática hebrea se llamó Judah Hayyuj y vivió en Córdoba (España) en la segunda mitad del siglo X de nuestra era y su obra más importante fue escrita en árabe. Por su parte, la primera gramática árabe, Al-Kitab o Tratado de gramática, fue escrita en el siglo VI de nuestra era por Sibawayh, de origen persa. En estos dos casos, como en todos los demás idiomas, se busca un sistema organizador inspirado en la gramática griega. La palabra gramática, sin ir más lejos, proviene del griego grammatikê (γραμματική), de donde deriva la voz latina grammatĭca (“grama”: dibujo o signo escrito; “tica”: ciencia o arte), que literalmente significa “arte de escribir”.

La primera gramática como tal de la que se tenga conocimiento, se llamó Téchne grammatiké (Un arte de Gramática), data del siglo I a.c. y es atribuida, aunque no sin polémicas, al alejandrino Dionisio el Tracio. Esta gramática, colige Müller, surge en un momento histórico preciso, frente a la necesidad de aprender y enseñar una lengua que no es la propia, como parte de una dinámica de desarrollo que imponen el comercio y la expansión imperial. Es cierto que la gramática posibilitó el camino de las especulaciones más desinteresadas de la filosofía y la totalidad de los estudios críticos que se produjeron desde los sabios alejandrinos en adelante, pero su objetivo, como ocurre en el origen de todas las ciencias, no era teórico, sino que tenía un fin práctico concreto: la enseñanza de una legua extranjera. Hasta ese momento se basaban en los textos clásicos, en especial de Homero, para establecer reglas más o menos generales. ¿Conoció Homero el “artículo”?[4], ¿lo usaba delante de los nombres propios? Tal era el tipo de cuestiones que había que resolver, y según las posiciones que adoptaban los editores, los textos antiguos se violentaban más o menos al momento de ser traducidos y enseñados. Dionisio el Tracio, ante la exigencia de elaborar una gramática que le permitiera enseñarle griego a los jóvenes romanos (en general, hijos de las familias ricas que aprendían el griego casi antes que el latín), se sirvió de los trabajos de sus predecesores, desde Platón hasta Arístarco, incorporando a la nomenclatura de la gramática términos, observaciones y categorías de procedencia filosófica que aún hoy forman parte de la gramática empírica moderna, sin que se le haya añadido nada verdaderamente nuevo y original. Por ejemplo, la distinción entre el “sujeto” y el “atributo” fue obra de los filósofos; los términos técnicos “caso”, “género” y “número”, sin ir más lejos, fueron inventados en una época muy lejana con el fin de penetrar en la naturaleza del pensamiento, no para alcanzar un objeto práctico en el análisis de las formas y didácticas del lenguaje.

Los únicos que cultivaron una ciencia gramatical propia, sin recibir directa ni indirectamente ningún impulso griego –aunque con notables coincidencias–, fueron los hindúes. En el siglo IV a.c., trescientos años antes de que Dionisio el Tracio compusiera su gramática, Pânini, en la India, realizaba la primera clasificación de una lengua de la que se tenga registro, con una completa descripción del sánscrito plasmada en 3996 reglas, compendiadas en 8 libros y dos apéndices, donde presenta una descripción teórica en término estructurales sorprendentemente modernos (con fonemas, morfemas, alófonos, alomorfos, etc.), a partir de lo cual muchos lo consideran el creador de la ciencia gramática y de la etimología.

Desde entonces la gramática, aunque con algunos tropiezos, no ha dejado de evolucionar.

Por ejemplo, durante gran parte de la Edad Media la “gramática” fue considerada una ciencia oculta y el “etimólogo” una especie de brujo que pretendía descubrir el origen de los vocablos como el alquimista la piedra filosofal; no obstante eso, hubo una importante producción ligada a la filosofía del lenguaje. Los ecos de la teoría del aprendizaje lingüístico de Agustín de Hipona, resuenan aún hoy; de hecho, uno de los libros más influyentes de nuestro tiempo en este campo, las Investigaciones filosóficas de Wittgenstein, abre con una reflexión sobre un pasaje de las Confesiones. Algo similar ocurre con el problema de los universales o el planteo de nominalistas como Guillermo de Occam, por mencionar sólo algunos. Tras la llegada del renacimiento fueron pocos, aunque provechosos para el porvenir, los estudios de la lengua realizados durante los siglos XVII, XVIII y comienzos del XIX. En la línea iniciada por Hobbes, los empiristas ingleses Locke y Hume dedicaron parte de sus ensayos a la teoría del lenguaje, Locke en el libro III de su Ensayo sobre el entendimiento humano, llega a esbozar los fundamentos de la semiótica moderna, conectando la teoría semántica y la filosofía del conocimiento, y sosteniendo que el lenguaje y la palabra son las vías de acceso natural a las ideas y al conocimiento, en tanto que las palabras son los signos sensibles de las ideas.[5] Leibniz, también racionalista, en polémica constante con Locke, desarrolla su propia teoría del lenguaje y contra una opinión generalizada de la época dice que el hebreo no es el origen de todas las lenguas y considera que se puede construir un lenguaje universal del pensamiento, para lo cual entra en contacto con Pedro el Grande y, con la excusa de traducir los diez mandamientos y la oración dominical a todos los idiomas, le pide que se lleve a cabo una compilación de todas las lenguas desconocidas y no estudiadas, lo mismo que de todos los diccionarios. Este período es el que Noam Chomsky llama de la “lingüística cartesiana”, donde a su criterio hay un desarrollo coherente y fructífero de un conjunto de ideas y conclusiones en relación con la naturaleza del lenguaje y del pensamiento, planteados fundamentalmente en la Gramática general y razonada de Arnauld y Lancelot, que data de 1660 y que fue conocida como la Gramática de Port-Royal.

Pero fue el estudio del sánscrito y el universo de coincidencias que abre la gramática comparada, de la mano de Humboldt, Schlegel y Bopp, vinculado con el espíritu romántico y su afán por el conocimiento del pasado y el alma de los pueblos, lo que a principios del siglo XIX constituye el verdadero punto de partida de la lingüística moderna.

A mediados del siglo XIX, filólogos y lingüistas, Max Müller entre ellos, tienen la percepción cada vez más cierta de que no existen lenguas independientes, y la posibilidad de que cada una de las lenguas es una rama nacida de una unidad lingüística superior, hasta confluir en una lengua primitiva única, se hace cada vez más firme; esa idea, produce una verdadera excitación en el mundo científico de la época, pues se veía como la consecuencia necesaria de la unidad de la especie humana, que tenía su contraparte y respaldo en la teoría de la evolución de Darwin. El gramático británico Athaniel Brassey Halhed, en 1778, en el prólogo de su gramática bengalí, decía estar “asombrado por encontrar tanta semejanza entre palabras sánscritas y palabras persas y árabes, y hasta latinas y griegas”. Poco tiempo después, el lingüista y matemático galés Sir William Jones, decía que “ningún filósofo podría examinar el sánscrito, el griego y el latín, sin pensar que han salido de un tronco común, que acaso no exista ya. Hay una razón del mismo género para suponer que el gótico y el céltico han tenido el mismo origen que el sánscrito. Del mismo modo podemos comprender también en esta familia al antiguo persa”.

Se demostraba de esta manera el parentesco de las lenguas indias y europeas, que engloban la mayor parte de las lenguas habladas en Europa y ciertas regiones del sudoeste asiático; se probaba, a su vez, la íntima conexión entre las familias semíticas e indogermánicas; claro, que esto no ocurría sin una encendida resistencia, pues en ciertos sectores resultaba inadmisible que el linaje del griego y del latín formara parte de la misma familia que los negros, los judíos y los habitantes de la India.

Max Müller reconstruye el itinerario de las investigaciones sobre el lenguaje desde Pânini hasta Wilhelm von Humboldt y Federico Schlegel, quien a su criterio, con Sobre la lengua y la sabiduría de los indos, sienta las bases de la ciencia del lenguaje; otros autores, más contemporáneos, como el español Juan José Acero, prefieren ubicarlo en las investigaciones de Gottlob Frege, pues allí, a su entender, es donde la filosofía analítica adquiere un cuerpo propio, diferenciado de la filosofía; todos coinciden, sin embargo, en situar el origen en el siglo XIX.

El abuelo era chino

Tras las investigaciones desarrolladas en la primera mitad del siglo XIX por lingüistas como Humboldt, Bopp y Schlegel, era una verdad sin oposiciones serias, que así como habían existido familias, tribus y confederaciones de tribus antes de que hubiese una nación, así también las lenguas nacionales habían sido precedidas por diversos dialectos. Y habiendo relevado gran parte de las lenguas existentes, se concluye que  la procedencia de todas las lenguas se podían clasificar en dos grandes grupos que combinan de manera diferente los elementos gramaticales. Las que, como en el caso del chino, llegan al sentido combinando partículas (monosílabos) que designan ideas independientes; y las que, como en el sánscrito, logran el sentido por medio de una estructura gramatical orgánica y ramificada, con flexiones y entrelazamientos de raíces. Veamos un par de ejemplos representativos de lo que es una raíz y sus derivaciones.

La raíz ar, por ejemplo, de donde proviene la palabra “ario”, y que en un origen significaba labrar, abrir el suelo, fue un modo de adquirir identidad y de diferenciarse de sus enemigos los turanios, cuyo nombre refería a los «jinetes»[6]; algunos derivados de la raíz ar, son:

1)    ar-ado: que más tarde devino en “ganancia” o “riqueza” por ser el modo más importante de ganarse el sustento, del mismo que la voz latina “pecunia”, devino de pecus, “ganado”; o la palabra inglesa fee, que designa el pago de honorarios, deviene del anglosajón feoh, que también significa ganado y riqueza.

2)    ar-oma: que tras haber designado los frutos del campo en general (cebada y otros cereales) designó las hierbas aromatizantes y las especias. Pero con el paso del tiempo sólo fue ligada a lo relativo a los perfumes.

3)    ar-beit: que en alemán significa simplemente trabajo, derivó en arbeitsam (laborioso) y más tarde en “trabajador” en general. Comparte, sin embargo, la raíz que erfidhè del antiguo escandinavo, que significaba “labranza” de la tierra.

4)    Las voces del griego aroura y del latín arvum (de donde proviene la palabra “aurora”), designan por igual la palabra campo.

5)    ar-te: pues la labranza de la tierra fue una de las primeras artes. Lo mismo que el latín ars y artisi.

Podríamos seguir enumerando derivaciones de esta raíz, pero estos ejemplos sirven para ilustrar su alcance. En todas esas palabras, ar es el elemento radical, en torno del cual se adjuntan una serie de elementos formales que orientan un nuevo sentido, pero sin perder la significación original.[7]

Algo similar ocurre con la voz respetable, de origen latino. Si separamos el prefijo re, y la terminación bili, nos queda spectare, que podemos referir al verbo latino specere: ver, mirar. Si seguimos, podemos distinguir la terminación móvil ere de una raíz invariable, spec, que se vincula con el sánscrito spasa (espía) y spashta (claro); con el védico spas (guardián); con el inglés spy y el francés espion (espía); en griego la raíz spek se transforma en skep y de allí en skeptomani (yo miro), skeptikos (de donde viene “escéptico”) y episcopos (vigilante, obispo). El concepto más antiguo de respetable es “digno de respeto” (digno de ser observado), como mirada dirigida hacia atrás, para recordar y retener lo que fue un ejemplo y merece admiración, como en su origen fue la palabra “noble”, de nobilis y natus (notable). De la raíz spec también derivan respectivo, el inglés respite y el francés répit, que originalmente era la acción de mirar hacia atrás y de revisar el camino. También formó el latín despicere, mirar desde lo alto (de donde vienen “despectivo”, “desprecio” y “despecho”);  suspicere, mirar desde lo bajo (de donde vienen “sospecha” y “suspicacia”); inspector, mirar hacia adentro (de donde viene “inspección”); adspicere, mirar hacia fuera (de donde viene “aspecto”); prospicere, mirar hacia delante (de donde viene “prospecto”); perspicere, mirar a través (de donde vienen “perspicaz” y “perspectiva”); y expectare (de donde viene “expectativa”).  Auspicium también tiene la misma raíz, de donde viene “auspicio” (abreviación de avi-spicium, que no es otra cosa que una manera de conocer el porvenir por el vuelo de las aves). Espejo, espectáculo, especulación, especie, especial, especificar, circunspecto y esperanza son también derivaciones de la misma raíz.[8]

La otra gran familia de lenguas, decíamos, es la que, como en el caso del chino, no ha  realizado ninguna fusión de raíces; en el chino, todas las palabras son raíces y todas las raíces son palabras. Es, de hecho, el estado más primitivo que se conoce de una lengua. Y si bien, todas las lenguas que se conocen, pertenecen a uno u otro grupo, parece posible afirmar que todas y cada una de las lenguas provienen de un período monosilábico de extrema sencillez y de completa ausencia de flexiones. Y auque todo parece indicar que ese punto de partida de todas las lenguas, fue el propio chino, Müller no se anima a inferir que todas las lenguas tienen un origen común, porque si bien lo cree, le faltan pruebas; pero cree necesario aclarar que esta posibilidad no tiene una conexión necesaria con el origen común de la humanidad, pues aún cuando fuera posible demostrar que el lenguaje tiene distintos orígenes, no sería pertinente ni serio derivar desde allí ningún argumento contra la unidad primitiva del género humano, que de alguna manera había planteado Darwin. La clasificación de las razas, sostiene, es completamente diferente a la de las lenguas.

Una vuelta espiritual a lo concreto

A mediados del siglo XIX, la filosofía, como un espasmo post-hegeliano, vivía un proceso de resignificación importante. Por entonces, el desafío y la obsesión de muchos filósofos era tratar de que su herramienta mayor, la palabra, recuperara credibilidad. Marx, un autor al que suele atenderse muy poco en el ámbito analítico, lo plantea como la necesidad de “descender del mundo de las ideas [en el que ha quedado instalado el lenguaje] al mundo real”; ya que,  habiéndole conferido al pensamiento existencia independiente de la realidad, el lenguaje  fue convirtiéndose en un reino autónomo, de tal modo que en el lenguaje filosófico las palabras pasaron a tener un contenido propio, a pesar del mundo; de allí que el problema que plantea Marx de descender del mundo de las ideas al mundo real, sea “descender del lenguaje a la vida. Los filósofos –dicen Marx y Engels en La ideología alemana– no tendrían más que retrotraer su lenguaje al lenguaje ordinario, del que ha sido abstraído, para darse cuenta que el suyo no es sino el lenguaje deformado del mundo real (..) y que ni las ideas ni el lenguaje forman un reino aparte: unas y otro son, simplemente, manifestaciones de la vida real y concreta”[9], una vida real y concreta con la que se ha perdido todo contacto. Dicho con palabras de Wittgenstein: era preciso “retrotraer las palabras de su uso metafísico a su uso cotidiano”.[10]

Esto es necesariamente así, en todos los campos de la ciencia, ya que la yuxtaposición que entre los lingüistas resulta un buen recurso para explicar la formación del locativo, es un procedimiento insuficiente para explicar el proceso por el cual se expresan, por ejemplo, las desinencias del genitivo, del dativo y del acusativo. Esas –y muchas otras– no son más que categorías generales con las que filósofos y gramáticos se han esforzado en clasificar todos los hechos del lenguaje. Pero los hombres primitivos, entre los cuales nació y se desarrolló el lenguaje, jamás conocieron el dativo ni el acusativo; como entendieron Marx y Wittgenstein, en el lenguaje todo lo que hoy es abstracto, fue concreto en su origen.

Gritos y grafitos

La voz humana era el único lugar donde aún persistía ese vínculo con el origen. La palabra escrita, en cambio, es muda y trabaja en ausencia. En el siglo XIX, los etimólogos intentaron crear una ciencia fundamental, construida sobre la unidad de las raíces, que es la unidad de los sonidos, que es la unidad de la voz humana, donde a través de un campo muy similar al de la morfología, se examinaban las variantes de flexión del nombre (nominativo) y del verbo (infinitivo). Ellos  sabían que los sonidos elementales que la voz del ser humano puede emitir no pasan de cincuenta, y se sabía positivamente que ese era el límite; en esos cincuenta signos audibles estaban todos los recursos de los que el ser humano disponía para expresar desde la abstracción filosófica más profunda hasta la más sutil de las emociones. Allí desembocaron todas las búsquedas de significado y allí tomaron posición las diferentes corrientes lingüísticas: el positivismo con su respeto absoluto por la ley fonética; el estructuralismo intentando revelarse y concluyendo que no hay un sentido verdadero sino modos de uso que en su estructura definen el sentido.

Los filósofos, al parecer, no se sentía demasiado conmovidos por estas cuestiones. Mientras los lingüistas abundaban en este tipo de cavilaciones ellos preferían los altos problemas de la filosofía del lenguaje o, en todo caso, la filología, que les ofrecía un territorio más afín, en el que podían solazarse más a gusto; a su juicio, las raíces, las declinaciones, los números, los casos y los géneros de los nombres, no podían ofrecer elementos para discusiones serias y fecundas. De hecho, como señala Foucault en Las palabras y las cosas, “el aislamiento de las lenguas indoeuropeas, la constitución de una gramática comparada, el estudio de las flexiones, la formulación de las leyes de alternancia vocálica y de mutación consonántica, y más, toda la obra filológica de Grima, Schlegel, Rask y Bopp, permanece en las márgenes de nuestra conciencia histórica, como si sólo hubiera fundado una disciplina un tanto lateral y esotérica, como si no hubiera sido el modo de ser del lenguaje, y el nuestro propio, el que se hubiera modificado a través de ellos”.[11]

Müller, sin embargo, como otros lingüistas de su tiempo, comenzaba a ver en la gramática comparada un límite cada vez más cercano, pues lo que en un principio parecía un atajo para ir al encuentro de la piedra filosofal, empezaba a revelarse como un instrumento próximo a dar todo lo que se podía esperar de él. No obstante, no consideraban que la gramática comparada sólo debía limitarse al simple trabajo de comparación; nada resultaría más fácil y cómodo –dice Müller– que cotejar los paradigmas de las declinaciones y conjugaciones, por caso, entre el sánscrito, el griego, el latín y los demás dialectos arios, y anotar sus diferencias y analogías. Después de descubrir y describir la lógica gramatical y el régimen de cambios que condujo a las diferentes lenguas, por caso, desde el ario primitivo a la extensa variedad de idiomas nacionales que de allí surgieron, todavía persisten problemas de gran interés y profundidad, que iban más allá del lenguaje. Es lo que ocurre al comprobar que las terminaciones, lo mismo que las desinencias gramaticales (casos, números, personas, tiempos, modos), en su origen habían sido palabras independientes con significación propia. Se advierte así, por ejemplo, que la desinencia del imperfecto ba en español, se corresponde con el va italiano, a partir de lo cual canto se convierte en cantaba y cantava, pero ya sin el significado ni la existencia independiente que había tendido en su origen. Ni el español ni el italiano, nos dice Müller, han podido diferenciarla de su propio fondo, por lo cual es lícito suponer que esa desinencia (que difiere en la versión escrita pero que casi no tiene diferencia fonética) tiene un mismo origen que procede de una época anterior y común a las dos lenguas, cuando la sílaba ba era asociada a un sentido particular. Es fácil, dice, referirla al latín bam, de cantabam, como también se puede probar que bam era en su origen un verbo auxiliar independiente, que a su vez se puede reconocer en el sánscrito bhavâmi, y en el anglosajón beom, que significaba “yo soy”; de donde, inferimos, también proviene el to be (“ser”, “estar”) del inglés moderno. La clasificación genealógica, sin embargo, no se puede aplicar más que a las lenguas que han tenido un cultivo literario, que se ha visto reflejado en el desarrollo gramatical. La palabra escrita, en este sentido, había cumplido un doble papel fundamental: por un lado acrecentar las riquezas expresivas, y por el otro, conservar por más tiempo lo que los lingüistas llaman la ineludible “corrupción fonética”.

Ahora bien, ¿era posible ir más allá y penetrar en el sentido primitivo de las palabras, en el preciso momento en que comenzaban a juntarse los sonidos que habrían de construir un significado complejo, de cierta elaboración? Es allí donde Müller quiere llegar cuando, a modo de excusa, pregunta cómo fue posible que la d final del pretérito inglés I loved haya podido convertir un acto del presente en un acto del pasado, más aún: significar la pasión y la indolencia con tan poco. Es preciso, dice Müller, buscar las formas primitivas de esa desinencia, remontarse al inglés gótico y de allí al sánscrito. Y una vez allí, distinguir los elementos radicales de los elementos formales del idioma, que no se limitan a las desinencias, declinaciones y conjugaciones, sino que también se localizan en las sílabas, en las letras. Müller confía en que se pueden revelar los secretos de esas partículas del lenguaje como el análisis químico puede arrojarlos sobre la composición de elementos que conforman una materia.

Estar sin ser

En línea con lo que planteaba Marx, Müller sostiene que los pronombres personales, en su origen, fueron actos vitales, o si se quiere, hechos históricos precisos, protagonizados por individuos reales, con necesidades concretas. Y así en todos los casos. El verbo auxiliar as (ser), por ejemplo, que en las diversas raíces de las lenguas arias hubo de expresar igualmente la idea de existencia, adicionado como raíz a una serie de desinencias personales que originalmente eran pronombres personales[12], fue una decisión que se tomó un día preciso, en cierta fecha y en cierto lugar. Y puesto que a esas mismas formas se las puede encontrar en todos los miembros de una gran familia de lenguas, se puede concluir que antes de que los antepasados de los indos y de los persas se dirigiesen hacia el sur, y el de los griegos, romanos, celtas, teutones y eslavos hicieran su primera etapa hacia las riberas de Europa, existía un pequeño clan de arias establecido probablemente en la más alta meseta del Asia central, que hablaban un lenguaje que aún no era el sánscrito, ni el griego, ni el alemán, pero que contenía los gérmenes de cada uno de ellos. Esos arios eran agricultores nómadas, aunque habían llegado a cierto grado de civilización. El estudio del lenguaje permite saber, por ejemplo, que habían reconocido los lazos de sangre y consagrado los lazos del matrimonio; que conocían el tejido y la costura, que sabían hacer caminos, construir casas y embarcaciones y que contaban hasta ciento, por lo menos; que habían domesticado los animales más útiles, la vaca, el caballo, la oveja, el perro; que conocían los principales metales y se servían de hachas de hierro, ya sea para guerrear o para los trabajos de la paz; que obedecían a jefes o reyes, y habían sancionado por costumbre y leyes la distinción entre el bien y el mal; también que invocaban al Ser que da luz al cielo y genera la vida, y que el nombre con que lo evocaban, es el mismo que se puede oír aun hoy en los templos Benarés y en las iglesias cristianas; aunque sin sus referencias.[13]

Se comprueba de esta manera, que en un momento dado, las lenguas representaron en forma concreta lo que después se sostendría cada vez más automáticamente, hasta abstraerse de la causa que le había dado origen. Así, lo que los gramáticos han llamado locativo, no es otra cosa que una denotación de lugar. Un ejemplo. Corazón, en sánscrito se dice hrid, y en el corazón se dice hridi. La desinencia del locativo es simplemente una i breve. Esa i breve es una raíz demostrativa, y según todas las posibilidades, es la misma que dio origen a la preposición latina in. El sánscrito hridi representa, pues, una antigua palabra compuesta, que significa corazón-adentro.[14] Esa desinencia, adosada a un nombre, acabó indiferenciándose entre muchos sustantivos terminados en vocal, ya sin su sentido original. ¿Qué es lo que se perdió con esa indiferenciación? ¿Qué connotaba originalmente esa i de corazón adentro?, ¿era una forma primitiva de demostrar afecto?, ¿un modo de decir-señalar algo que se sentía en el centro del pecho sin posibilidad de mayor explicación?, ¿cómo dijo el hombre por primera vez que sentía dolor o regocijo amoroso?

Todas las lenguas, como en el caso que acabamos de ver, portan una ontología; “no hay sintaxis que no contenga una visión del mundo, una metafísica, y una filosofía de la muerte”, dice George Steiner.[15] No es poco si tenemos en cuenta que en la breve historia del hombre se calcula que han existido unas veinte mil lenguas (se estima que hace 100 años aún se hablaban más de diez mil, y que hoy fluctúan alrededor de las cinco mil). La desaparición de una lengua es también la desaparición de una visión del mundo.

En este sentido, las investigaciones genealógicas de las diferentes lenguas, aún de las desaparecidas, sirven para reconocer las analogías internas y su correspondencia con cierta lógica de la evolución del pensamiento. Se descubre así, con una sensación de profunda extrañeza, que la evolución del lenguaje implicó no sólo la posibilidad de un instrumental que le permite al hombre hablar y comunicarse, sino que también lo convierte en un ser hablado. Y se cae en la cuenta –o en la desazón– de que cuando el hombre expresa su pensamiento, lo hace a través de palabras y construcciones gramaticales, no sólo que ya no domina, sino que lo dominan, pues se le escapan las dimensiones históricas en que se construyeron las leyes internas de su lengua; más aún, se le escapa su propio universo ontológico y la concepción del mundo que porta su lengua y, por lo tanto, él mismo; debe asumir, en consecuencia, que en la medida en que deviene ser parlante, es él quien va siendo esculpido por la lengua.[16] Este descubrimiento, sin duda, encuentra su complemento en la idea de alienación de Marx, en la idea moral de Nietzsche y en el inconciente freudiano; pero también, aunque de otro modo, en la idea de voluntad de Schopenhauer.

¿Al principio fue el verbo?

Se imponía la necesidad de desandar el camino para ir al encuentro del arcano primitivo en que se había construido el sentido imperante y penetrar en los secretos engarzados en el lenguaje como piezas arqueológicas que alguna vez tuvieron significación propia, pero sobre todo: una razón de ser. Esto implicaba realizar una práctica poco convencional para una ciencia decimonónica: profundizar el análisis del lenguaje como un conjunto de sonidos liberados de lo que con el tiempo intentará reflejar la letra escrita, como “un puro estallido casi poético que se manifiesta y pasa sin dejar huella, apenas una vibración suspendida por un instante; remontarse hasta el punto de contacto imaginario en que el sonido, aún no verbal, tocaba de alguna manera la vivacidad misma de la representación”[17]. El lenguaje, en este punto, es lo que empieza allí donde acaban las interjecciones, cuando no había tanta diferencia entre la palabra “reír” y la interjección ¡ja, ja!; entre el “me duele” y la interjección ¡ay!; entre el verbo “estornudar” y el ¡achís! involuntario del resfriado.[18] Estos sonidos elementales tal vez sean lo más cercano a la esencia humana; fueron las primeras formas de una voluntad de comunicación, mezcla de expresión espontánea y deseo manifiesto de transmitirle algo a otro.

La raíz, como vimos más arriba, es la expresión última, un elemento constitutivo que no puede reducirse a una forma más primitiva. Sin embargo, en su irreductibilidad porta una intención. La raíz es un nombre rudimentario, que en su origen designaba una cosa concreta e inmediata, algo que se ofrecía a la vista o a cualquiera de los sentidos como inspirador. La formación de las raíces es, podríamos decir, “obra” de la naturaleza. En general, las raíces surgieron como reflejo visual o auditivo; lo que sigue a esa formación (la suma de desinencias, inflexiones, deflexiones y atribuciones) es obra del hombre, no como agente individual, sino como agente moderador de intenciones y experiencias colectivas. La extensión y combinación de aquellas raíces primitivas fue extendiendo su alcance hasta convertirse en palabras. La posibilidades que brinda la palabra de ofrecer contexto y explicación, la convierte en un instrumento milagroso. De este modo el hombre asimila una potestad fundacional: la de dar existencia a través del nombre. Erich Fromm, en su libro Anatomía de la destructividad humana, ubica este momento histórico en el pasaje del matriarcado al patriarcado, durante el reinado de Hamurabi (siglo XVII antes de nuestra era), cuando Marduk, tras la victoria de los dioses viriles contra Tiamat, la “Gran Madre”, que gobernaba el universo, es nombrado dios supremo. Fromm cuenta que antes de que lo nombren dios supremo, Marduk debió pasar la prueba de destruir y crear con la palabra:

La intención de la prueba es mostrar cómo el hombre ha vencido su incapacidad para la creación natural –propiedad que hasta ese momento sólo tenían la tierra y la hembra– mediante una nueva forma de creación: la palabra (el pensamiento). Marduk, que puede crear de este modo, ha superado a la superioridad natural de la madre y por ende puede reemplazarla. El relato bíblico comienza donde termina el mito babilónico: el dios varón, crea el mundo por medio de la palabra.[19]

El análisis de Fromm forma un coro con el comienzo del Evangelio según San Juan, donde dice “Al principio fue el Verbo, y el Verbo era Dios”.[20]

A partir de ese momento sobreviene la ilusión de que se puede explicar todo y se puede conocer todo; la palabra otorgaba la posibilidad –hasta ese momento inaudita– de ingresar en el interior de las cosas y de describir su esencia. Surge así un sentido de lo real[21] que pasa obligatoriamente por la aduana de la razón, y poco a poco la palabra se vuelve la soberana de ese nuevo orden, hasta convertirse en una prótesis de la que occidente ya no podría prescindir sin amputaciones de cirugía mayor.

Lo abstracto, lo inasible, lo fenoménico, que no ofrecían referencias claras que permitieran darle un soporte concreto a la denominación, darían origen, primero a los adjetivos como una suerte de aproximación conceptual a lo que no se podía explicar, más tarde pasarían al dominio de las creencias y –por consiguiente– al relato literario[22]; por último, lo inexplicable sería adoptado por la ciencia, que acabaría por someter hasta el último de los misterios.

Final

Como hemos visto, el lenguaje se aleja progresivamente de la imitación o duplicación de las cosas del mundo con las que se encontraba el hombre, y pasa a ser la manifestación o traducción de un querer fundamental del ser parlante. Esto quiere decir que el lenguaje no es una forma de conocimiento, pues no está ligado a los pueblos de acuerdo al nivel de conocimiento alcanzado, sino que está ligado a la libertad y a una voluntad profunda del ser humano.

Llegado este punto, sobre finales del siglo XIX, la lingüística se debate entre presentar dotes para integrar el parnaso de las ciencias duras o las altas cumbres de la filosofía. En un caso, el primero, más cerca de la antropología, con una gramática fuerte, casi como una matemática alfabética; en el otro, más cerca de la abstracción y del silogismo, que del crédito. El siglo XX va a mostrar el desarrollo de ambas corrientes investigativas con conquistas significativas en uno y otro caso, pero no va a poder responder la pregunta planteada por Müller a sus alumnos de Oxford, tampoco el lenguaje iba a poder recuperar la vitalidad original que añoraba Marx; por el contrario, tal vez estemos cada vez más lejos y más extraviados, si es que esa no es nuestra condición.

Ponencia para el Seminario de los Jueves, 19 de julio de 2007

 

Bibliografía:

LA CIENCIA DEL LENGUAJE, Max Müller, Editorial Albatros, Buenos Aires, 1944

FILOSOFÍA DEL LEGUAJE, Karl Vossler, Editorial Losada, Buenos Aires, 1943

NIETZSCHE Y LA FILOLOGÍA CLÁSICA, EUDEBA, Buenos Aires, 1966

WITTGENSTEIN Y LA FILOSOFÍA CONTEMPORÁNEA, Editorial Ariel, Barcelona, 1972

INTRODUCCION A LA FILOSOFÍA DEL LENGUAJE, Juan José Acero, Edit. Cátedra, Madrid 2001

ANATOMIA DE LA DESTRUCTIVIDAD HUMANA, Erirch Fromm, Ed. Siglo XXI, Mexico, 2004

LAS PALABRAS Y LAS COSAS, Michel Foucault, Ed. Siglo XXI, Buenos Aires, 2007

DELEUZE LITERARIO, Claudia Fagaburu, La máquina Deleuze, Ed. Sudamericana, Bs. As., 2006

FILOSOFIA Y/O LITERATURA, Enrique Lynch, Ed. FCE

GEORGE STEINER EN DIÁLOGO CON RAMIN JAHANBEGLOO, Ed. Anaya y Mario Muchnik, 1994


[1] Max Müller, La ciencia del lenguaje, pag. 93

[2] Ver Rafael Gutiérrez Girardó, Nietzsche y la filología clásica, pag. 60 y 61

[3] Max Müller, La ciencia del lenguaje, pag. 206

[4] Artículo es la traducción literal de la palabra griega arthron (en latín artus) que significa la articulación o la juntura de los huesos.

[5] Juan José Acero, Introducción a la filosofía del lenguaje, pag. 21

[6] ¿De allí proviene la palabra “tauro” y sus derivados, adonde tal vez se pueda filiar la era minoica (minotauro)?

[7] Max Müller, La ciencia del lenguaje, pag. 246 a 249

[8] Ibid. pag. 249 a 254

[9] Wittgenstein y la filosofía contemporánea, pag. 19-20

[10] Ibid, pag. 18

[11] Michel Foucault, Las palabras y las cosas, pag. 274

[12] El asmi del sánscrito, “yo soy”, se corresponde con el esmi griego y el esmi lituano, tanto como el summus latín, corresponde al sem provenzal, al nous sommes francés y al nosotros somos español.

[13] Max Müller, La ciencia del lenguaje, pag. 207 y 231

[14] Lo que la gramática comparada logra demostrar es que el locativo, como el dativo y el genitivo (por nombrar sólo algunos) se forman con el mismo procedimiento de composición tanto en el chino como en el ario. (ver pag. 214 a 218)

[15] George Steiner en diálogo con Ramin Jahanbegloo, pag. 87

[16] Frente a esto, Nietzsche plantea su famosa pregunta “¿Quién habla?”

[17] Michel Foucault, Las palabras y las cosas. pag 280

[18] Max Müller, La ciencia del lenguaje, pag. 353

[19] Erich Fromm, Anatomía de la destructividad humana, pag. 173

[20] Evangelio según San Juan, 1:1

[21] Un sentido de la vida, una ontología.

[22] En los términos que lo describe Foucault, como discurso impugnador de las ideas.

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