Conrado Eggers Lan. Una perspectiva latinoamericana de la herencia europea
A pesar de las cortesías multiculturales y de la corrección política con que se nos suele sobar el lomo a quienes moramos en esta parte del mundo, los centros históricos de la cultura occidental persisten en una presunción tan inconfesable como extendida: la de sostener que cualquier pensamiento engendrado fuera del centro geográfico europeo, adolece de un déficit filosófico esencial que lo vicia de nulidad. Contra esa matriz colonizadora que aún hoy intenta legislar el pensamiento, se yergue la vida y la obra de Conrado Eggers Lan. La distancia física e idiomática —anche ideológica— que Eggers Lan mantenía con estos pretendidos centros de legitimación, no le impidieron desarrollar su vocación helenista. Por ejemplo, cuando la Escuela alemana de Tubinga planteó que en Aristóteles se pueden encontrar innumerables referencias a las enseñanzas orales de Platón, y que de ellas es posible deducir el desarrollo de una ontología superior a la expuesta por escrito en los diálogos sobre las Ideas, Argentina —a través suyo— fue uno de los lugares del mundo donde mayor acogida tuvo la discusión. Al respecto y con ejemplar decisión, en 1993 Eggers Lan escribía en el editorial de la revista Méthexis Nº VI,
(…) no se dude de que la participación a que alude el nombre de nuestra revista [Méthexis significa “participación”] no ha sido pensada como la de meros espectadores o eternos epígonos.
No es posible decidir aquí y ahora si para los hispanoparlantes el tema [de las enseñanzas orales de Platón] tiene interés ni si, en consecuencia, habrán de contribuir al mismo desde la diferente perspectiva con que, según entiendo, contamos especialmente en Latinoamérica. Pero pensamos que de por sí constituye ya un aporte original al debate la reunión en este volumen de puntos de vista tan diferentes y a la vez con tanta actualidad, que puede ser de utilidad no sólo para los helenistas de esta parte del mundo sino también para los del hemisferio norte.
Cuando Eggers Lan dice que Latinoamérica cuenta con una perspectiva especial, no sólo está diciendo que tiene la posibilidad de intervenir en las discusiones que surjan en torno a la filosofía antigua, está diciendo que tiene autoridad para dirimir los desacuerdos que desvelaban a los helenistas del hemisferio norte. Y tanto es así que fue su propia intervención la que terminó dándole —como él mismo lo llama— “un abrupto fin a esa discusión”. Eggers Lan entendía que no había argumentos terminantes para “rebajar” la teoría de las Ideas de Platón en función de una ontología supuestamente superior vertida oralmente y en clave esotérica para los miembros de la escuela filosófica que funcionaba en los jardines de Academo. Para él, los diálogos escritos de Platón eran el único elemento cierto de su filosofía y la teoría de las Ideas que allí quedó plasmada “una de las realizaciones del espíritu humano más fecundas e influyentes de la historia de la filosofía. Baste pensar que la mayor parte del pensamiento aristotélico —empezando por la teoría de la forma y la materia— surgió en contraposición con ella y que, de ahí en más, prácticamente el resto de la filosofía antigua —por hablar sólo de éstas— no hizo otra cosa que discutirla y reelaborarla” (Eggers Lan, 1990). Por consiguiente, para él, que entre 1955 y 1957, durante su estadía en Alemania, ya había abundado suficientemente en el tema en un seminario sobre el libro X de Las leyes dictado por Gadamer, no tenía demasiado sentido hacerse eco de la ideología del neopositivismo anglosajón que en su afán de rechazar la teoría de las Ideas era capaz de violentar la lectura de los diálogos para inventar el carácter antimetafísico de un inconsistente “último Platón”. Tampoco reunía asidero la exagerada entidad que la escuela de Tubinga le atribuía a una oralidad platónica que a esa altura se había convertido en un gran documento ficcional destinado a limitar los diálogos escritos a meras alusiones de las enseñanzas orales o a cumplir una función propedéutica en relación a esa oralidad. Por consiguiente no convenía seguir los antojos de dos escuelas que, por otro lado, recuerda Eggers Lan, provienen “de dos concepciones filosóficas antagónicas” y que no podían coincidir sino a fuerza de soliloquios compartimentados. Eso no significaba, sin embargo, eludir el desafío que suscitaba la polémica y realizar un status quaestionis en torno a los escritos y las enseñanzas orales de quien Eggers Lan consideraba “el más brillante prosista de la antigüedad clásica” (Eggers Lan, 1993). Así que lo primero que hizo fue dedicarle un número entero de la Revista Méthexis, para que los representantes de las distintas escuelas y de las lenguas en que más se había discutido el tema expusieran sus posiciones y argumentos. Un año más tarde, desde su casa de Ituzaingó, después de auscultar indicios, señales y alusiones que ni el más prestigioso de los helenistas había orillado, Eggers Lan cerró la discusión demostrando con solvencia que en Platón no había referencia explícita alguna a entidades ontológicas superiores a las Ideas (Eggers Lan, 1994). Esa lectura suya sobre las Ideas la dejó plasmada en varios escritos, pero donde lo hizo de manera extensa y sistemática fue en las elaboradas notas y en la cuidada traducción que hizo del Fedón (Platón, 2008), libro que en la actualidad lleva varias reediciones y que fue tomado como una valiosa referencia para otras traducciones.
La potestad que se adjudica Eggers Lan para intervenir en las discusiones planteadas por los centros helenistas europeos o norteamericanos, era un rasgo suyo compuesto por partes iguales de porfía, desafío, y orgullo latinoamericano. Se podría decir que hizo de esa coherencia un rasgo vital de su trayectoria. Así lo entiende y lo relata Victoria Juliá, la prestigiosa profesora de filosofía antigua y lenguas clásicas que fue colega y co-autora suya en diversos escritos. En un homenaje realizado en setiembre de 2006, en ocasión del décimo aniversario de su muerte, dijo que Eggers Lan convirtió al pensamiento clásico en un instrumento de arraigo a su suelo sudamericano; más aún: “el punto de apoyo para desarrollar su pensamiento y sus compromisos vitales fue nuestra realidad latinoamericana” (Victoria Juliá, 2006). En ese sentido, toda la obra de Eggers Lan es un reflejo de lo que él entendía por formación, esto es: un permanente ejercicio de recuperación de las raíces latinoamericanas y de administración de la herencia europea. Y fue ese posicionamiento respecto de su condición latinoamericana y de la cultura europea lo que en él funcionó como un estímulo para repensar abiertamente herencias, tradiciones, y para discutir el problema de la neutralidad ética y política de la ciencia.
La pasión según Eggers Lan
En un texto de 1971, Eggers Lan dice que fue traduciendo el Fedón, cuando tenía 24 años, que halló expresado el sentido de una búsqueda de la existencia que en ese entonces compartía de un modo incipiente. Ese texto que le hizo cambiar el rumbo de sus investigaciones y orientó su propia vida, es el que se encuentra en el pasaje 96-100 del Fedón. Allí, un Sócrates maduro, junto a sus afectos más cercanos, poco antes de beber la cicuta, le dice al joven Cebes que aún cuando hubo un tiempo en el que creía conocer la causa y la necesidad de las cosas, finalmente entendió que debía desaprenderlas para aprender luego que lo que hace que algo exista y sea bello no es otra cosa que su participación de lo Bello-en-sí; del mismo modo que lo grande, lo pequeño, lo bueno y todo cuanto existe participan de las Ideas —o en términos kantianos, dice Eggers Lan, de la cosa en sí—; ya sea cuando se manifiesta a través de una presencia, de una comunión o de cualquier otro modo en que sobrevenga. Esta concepción mantiene una gran afinidad con el fundamento del dogma cristiano que Eggers Lan profesaba. Sólo hace falta, como en el ajedrez, realizar un enroque corto y hacer un cambio metonímico: trocar la cosa en sí por la gracia divina (o el pueblo) para que todas las piezas continúen jugando en el mismo tablero y con el mismo valor simbólico. Para Eggers Lan, entre el platonismo y la doctrina evangélica había una relación y una continuidad que asumía como propias. Esto lo hizo explícito con su propia vida, como miembro activo del Comité Directivo de la Sociedad Internacional de Platonistas y como miembro fundador del Partido Demócrata Cristiano argentino, a partir de lo cual conoció a Konrad Adenauer y participó de discusiones con la Democracia Cristiana europea. A esto habría que agregar, aunque parezca paradójico, su concepción marxista de la historia.
Eggers Lan fue un filólogo reconocido en el mundo, un humanista y un gran erudito, pero no conformó un corpus filosófico propio ni tiene una teoría explícita y sistemática de los griegos, como la desarrollada —por ejemplo— por Giorgio Colli. En general, sus trabajos —sin haberlos leído todos— se abocan a debatir situaciones puntuales: “El pitagorismo y el descubrimiento de lo racional”, “El nacimiento de la matemática en Grecia”, “La deliberación del alma en Platón”, “Tales de Mileto y el agua”, “Las nociones de tiempo y eternidad de Homero a Platón”, etc. Eso no quiere decir, sin embargo, que no tenga y no se pueda extraer de su obra una visión propia y fundamentada de los griegos, en particular de Platón y los presocráticos.
Eggers Lan tuvo muchos discípulos y seguidores. Sus clases de Historia de la filosofía Antigua tenían una gran concurrencia, con un número importante de alumnos crónicos que volvían a cursarla una y otra vez porque se sabía que todos los años renovaba completamente el programa. Sus teóricos eran famosos por ser los únicos de la facultad que se dictaban con todo el equipo de la cátedra presente. Quienes lo conocieron lo recuerdan como un docente creativo, crítico, mordaz, lúcido, obstinado, delirante, tenaz e histriónico, capaz de recitar a Homero como si fuera un auténtico rapsoda o de improvisar una dramatización de Sócrates como si él quien estuviera frente al mismísimo tribunal ateniense. Otros recuerdan que, invariablemente, cerca de las once de la noche daba por terminado el tema del día, juntabas sus apuntes con premura y se iba casi corriendo para tomar el colectivo que lo llevaba hacia el último tren a Ituzaingó, donde finalmente tomaba un colectivo que lo dejaba cerca de la modesta casa donde vivió junto a su esposa Loretta Brass hasta el 25 de febrero de 1996 en que muere.
Hay, sin embargo, una opinión invariable y generalizada que aún perdura entre quienes lo conocieron. Ese lungo desgarbado y algo ensoñado, que —como dijo Carlos Bustos— parecía pensar en alemán y hablar en español, era alguien que despertaba el deseo irrefrenable de conocer la cultura de la Grecia antigua. Esa pasión contagiosa, empero, distaba mucho del regodeo endogámico con que suelen solazarse las comunidades disciplinares. Sus griegos no eran abstracciones ensimismadas ni recortes deshistorizados. Sus griegos eran exploraciones filológicas y composiciones genéticas cuyos retumbos se podían constatar en la vida contemporánea. Como ocurre con el objeto de estudio de los grandes filósofos, sus griegos participaban de un proceso de larga duración que lo ayudaba a interrogarse por su propio presente. Es decir, los griegos le permitían a un pensador cristiano, pero también marxista, asumirse como piedra y cincel de esa gran escultura nacional que para él esculpía el movimiento peronista en la experiencia común de lo cotidiano.
Devenir razón
Para Eggers Lan —como para la mayoría de nosotros—, la comprensión de un filósofo y su pensamiento implicaba ubicarlo en el contexto histórico que produjo su obra. Pero hay un caso que para él era particularmente singular. Ese caso era Platón. No sólo porque forjó gran parte del bagaje conceptual con que todavía nos movemos —y del cual, agrega, muchas veces queremos desembarazarnos—, sino porque “los conceptos que Platón nos legó llevan sobre sí una historia muy larga, que es por lo menos la de la Grecia misma” (Eggers Lan, 2000). Es decir, cuando Eggers Lan habla de Platón no habla de vasijas de barro ni de restos de flechas que pueden explicar su utilidad, su importancia y el tiempo en que surgieron mediante la mayor o menor profundidad de excavaciones arqueológicas —sin que esto implique, desde luego, un menoscabo de esta disciplina—; habla de la genealogía de conceptos cuyo único camino de acceso está dado por la reconstrucción artesanal de escenarios hipotéticos a partir de testimonios precarios y escasos escritos producidos en una época 1] donde las narraciones y el mito todavía permanecían asociados a vivencias reales, y por lo tanto a una carga emotiva insalvable; y 2] donde el logos era un primitivo esfuerzo por dar cuenta de esas narraciones antes que una expresión de la razón, como iba a suceder más adelante. ¿Qué puede hacer entonces la filosofía cuando sus insumos fundamentales de trabajo —por caso, los conceptos de justicia, libertad, belleza y bondad— se revelan tan lábiles como conjeturales?
Eggers Lan contesta diciendo que más allá de la preponderancia que adquirió la corriente racionalista, la filosofía históricamente ha tenido una finalidad práctica insoslayable y un fundamento material que es menester desentrañar en los conceptos que conforman la filosofía de Platón. Para él, por ejemplo, se podría dar vuelta el pasaje de Metafísica en que Aristóteles dice que “la mayoría de los que filosofaron por primera vez pensaron que los únicos principios de todas las cosas son de índole material”, y hacerlo decir que “los que pensaron que los únicos principios de todas las cosas son de índole material, son los primeros que filosofaron” (Eggers Lan, 2000). Eggers Lan se permite alterar el orden de los factores de este pasaje porque, como Aristóteles, asimila los filósofos a quienes pensaron partiendo de lo material. Así nos encontramos con que el origen de muchos conceptos está vinculado a diferentes oficios que, a través de sus herramientas, aportaron modelos de funcionamiento que el pensamiento filosófico adoptaría y resignificaría. Por ejemplo, en el siglo VI los atenienses se proponen distribuir los derechos políticos de los ciudadanos en base a una ‘medida’ un poco más generosa que la de los restringidos caminos del linaje, dando lugar a lo que —dice Eggers Lan— es el más seguro comienzo de la polis ateniense que se conozca. El encargado de llevar adelante la reforma fue un comerciante: Solón. Basándose en la balanza que él mismo había usado para pesar los alimentos que vendía a granel, Solón decidió clasificar a los ciudadanos en cuatro clases sociales, cada una según la ‘medida’ de granos o litros que poseyera como renta. Más tarde esa utilización de la balanza, habiendo demostrado ser un instrumento desapasionado —es decir, inmune a los caprichos y las pasiones aristocráticas— iba a ser reelaborado frente a la necesidad de establecer una ‘medida’ equitativa (recordemos, que de allí provienen las palabras ‘equilibrio’ y ‘equidad’) entre dos partes en conflicto. De ese modo, la balanza, un instrumento que provenía del comercio, aportaba un modelo mecánico que —sin ser, claro está, una causa directa— iba a inspirar un nuevo concepto de justicia y un símbolo que aún hoy la representa. Se producía así el traspaso de la justicia tribal a la justicia de la polis. El individuo pasaba a ser reconocido como una unidad legal, y por lo tanto en condiciones de litigar motu propio, en lugar de que esta potestad fuera, como hasta entonces, una prerrogativa exclusiva de su familia o del clan al que pertenecía de un modo inseparable (Eggers Lan, 2000). Esa nueva ‘medida’ que se instituye en la relación entre las personas y los demás poderes, dice Eggers Lan, afirma al sujeto de derecho e inaugura —junto al reconocimiento público de los bienes poseídos— el camino de la individualidad que llega hasta nuestros días.
La necesidad de establecer medidas referenciales, dice Eggers Lan, está vinculado al origen mismo de la filosofía. Está presente en Tales cuando mide el ángulo de las pirámides mediante la sombra que de ellas proyectaba el sol, y está presente en Anaximandro cuando dibuja el primer mapa del que se tenga conocimiento o cuando construye el reloj de sol para medir los equinoccios y los solsticios. La geometría misma, tal como lo explica Hesíodo, es un intento de producir una delimitación y organizar una “medición de la tierra”. En este sentido, dice Eggers Lan, no es casual que Aristóteles haya fijado el origen de la filosofía en Tales y Anaximandro, como aquellos que primero intentaron ‘dar cuenta’ del mundo a partir de diferentes mediciones de lo material. Estos ejercicios de medición produjeron muchos vocablos que con el paso del tiempo connotarían valores referidos a las conductas humanas y conformarían una especie de primer código moral, como cuando los Siete Sabios enaltecen en sus aforismos a la ‘mesura’ proclamando: “nada demasiado” o “todo con medida”.
El interés por contar, dice Eggers Lan, es otro modo de establecer medidas. La palabra logos, si ir más lejos, que para nosotros significa ‘razón’, viene del verbo légein que en Homero significa ‘contar’, como cuando el personaje de la Odisea ‘cuenta’ las ocas que salen del mar; aunque también significa ‘contar’ en el sentido de ‘narrar’ porque contar las cosas, una por una, también es un modo de narrar. Llegado a este punto, Eggers Lan expone su oficio de filólogo con maestría. Hay una acepción de mythos, dice, que también quiere decir “narración”. Por lo cual, mythos y logos comparten la acepción de ‘narrar’. Hay, no obstante, una diferencia fundante que con el tiempo irá acentuando la distancia de estos dos conceptos y la preeminencia de uno sobre el otro. La diferencia, dice Eggers Lan, está dada por su estructuración. Mientras en el logos la estructuración es conceptuada y social, en el mythos es emocional y subjetiva. Es decir, a diferencia de las implicaciones emocionales que persisten en la narración del mythos, el logos produce un extrañamiento que funciona como un primer esbozo de racionalización. Este ejercicio narrativo, dice Eggers Lan, se irá acentuando con el afán de aprehender el mundo circundante y de establecer un cierto orden frente a la imposibilidad de asimilar tó ápeiron manifestada por el Homo Sapiens tras la pérdida de la Unidad Original con la Naturaleza —eso que el cristianismo interpreta como pecado y caída, y que Nietzsche llama desgarramiento del Uno Primordial. La mudez, la extrañeza, y la inconmensurabilidad de esa compleción en la que están contenidas todas las cosas, desde el principio (arkhé) hasta el fin (telos), despiertan en el hombre angustia y una irrefrenable necesidad de entender y encontrarle sentido a todo eso que existe y sucede por motivos que exceden a su voluntad. La sistematización de ese ejercicio de aprehensión racional tuvo un doble efecto de auto-legitimación que fue fundante en la temprana cultura occidental. Por un lado permitió que el hombre se proporcionara un número cada vez mayor de respuestas sobre aquello que se ocultaba en tó ápeiron. Por el otro, a partir de esas respuestas, el hombre fue construyendo una cosmovisión logocéntrica que lo ubicaba como la ‘medida’ de todas las cosas. Esa autorreferencialidad que —se podría decir— funcionaba como un placebo existencial, entrañaba el riesgo de volverse cada vez más ambiciosa y de constituirse en la lógica dominante. Dicho de otro modo, Eggers Lan ve en aquella antigua racionalización del mundo circundante una necesidad de dominación y sometimiento de la naturaleza que actuará como el embrión de un esquema que más tarde —durante la modernidad— será profundizado, trasladándolo a lo social y acentuando su lado más oscuro frente a todo aquello que no se pueda delimitar, medir, entender y, por lo tanto, dominar. De esa manera, Eggers Lan revela la inocultable dimensión política de esa cosmovisión (logocéntrica) que pretende someter todo al mismo patrón de racionalidad: “puede suceder —dice Eggers Lan— que para el amo sea irracional lo que hace el esclavo o lo que ve que hace el esclavo en un momento dado, y la contrapartida es que al esclavo puede resultarle irracional lo que hace el amo; pero hay uno de los dos —naturalmente el amo— que establece el patrón de racionalidad” (Eggers Lan, 2000). Queda expuesto, pues, que entre dos lógicas culturales diferentes, el más débil siempre deberá resignar su racionalidad en función del patrón de racionalidad de quien detente el poder. “Este es un tema de la vida cotidiana y un tema de la filosofía de todos los tiempos”, dice Eggers Lan sumándose a la larga tradición de filósofos que, desvelados por ese problema, produjeron, por ejemplo, “La dialéctica del amo y el esclavo” con Hegel o el “Materialismo dialéctico” con Marx; pero que también alberga a León Rozitchner, ese otro argentino —esta vez ateo, judío y antiperonista— con el que tanto polemizara y que, con palabras que él podría suscribir, decía: “los muchos hemos tenido que radiar de nosotros mismos aquello que nos constituye para convertirnos en un Otro anestesiado, que resigna su singularidad para salvarse del terror” (Rozitchner, 1993).
Platón, una narración entre el mythos y el logos
El Platón de Eggers Lan, como vemos, es depositario de una historia en la que el logos y el mythos se enredan en un magma todavía indiviso. Esa lucha de sentidos está presente 1] en el modo explícito que Platón incluye los mitos en sus diálogos (por caso el mito del carro alado y el alma en el Fedro, el mito de Prometeo en el Protágoras, o la alegoría de la caverna en República) y 2] en la manera que esa dimensión mítica participa de su concepción filosófica. El logos, por su parte, está presente 3] cuando, en la tradición heraclítea, Platón “oye”, “obedece” y “comprende” (Heráclito, fr. 1) el “carácter fundante del logos”, reconociendo la intencionalidad reguladora que el logos aplica sobre todas las palabras y acciones humanas, “como [si fuera] una ley que las rige” desde su interior (Eggers Lan, 1984).
La idea de justicia, para tomar un ejemplo que ya se mencionó, es un concepto en el que todas estas circunvoluciones se hacen visibles. La dimensión mítica está en el Protágoras, cuando Platón recoge el diálogo en el que Zeus le pide a Hermes que distribuya el pudor y la justicia entre todos los hombres, ya que si sólo los reparte entre unos pocos nunca habrá ciudades. Pero también hay una dimensión práctica y pedestre de la justicia que está atravesada por la “intencionalidad reguladora” del logos, como cuando entiende que el crecimiento de la polis ateniense demanda una racionalización de la vida en común. “El Estado —dice Eggers Lan citanto a Platón— surge cuando cada individuo no se autoabastece, [y reconoce que] no es autárquico (…), cuando al asociarse un hombre con otro por una necesidad, y con otro por otra necesidad, hay muchas necesidades habitando un mismo lugar” (Eggers Lan, 1997) que necesitan ser reguladas para no perjudicar a ninguna de las partes de esa nueva res-publica que se construía en el entre de los ciudadanos. De allí que, en República (IV, 420b ss), Platón le haga decir a Sócrates: “no fundamos la polis con la mirada puesta en que una sola clase fuera excepcionalmente feliz, sino que lo fuera al máximo toda la sociedad”.
A modo de conclusión
La reconstrucción de Eggers Lan deja entrever que frente al modo polifronte del devenir y ante la muerte de su maestro Sócrates, Platón toma la posta de una tradición crítica que hundía sus raíces en el siglo VIII con Homero, pero que —según él lo entendía— había definido su orientación durante el siglo VI, y la convierte en una serie de diálogos que, valiéndose de una importante carga dramática proveniente del género trágico, inicia una etapa de racionalización sistemática del mundo[1]. De ese modo, y bajo el amparo de una disciplina más o menos híbrida, como hasta ese momento era la filosofía, Platón intelectualiza y organiza saberes que permanecían en una zona gris e instituye las bases de la episteme sobre la que se habrá de desagregar occidente. Es decir, la conceptualización de “lo bueno”, “lo bello”, “lo justo” y “la verdad”, por nombrar sólo algunos de los desvelos de Platón, inauguran el proceso en que el logos iba a terminar imponiendo su estructuración narrativa por sobre la del mythos y forzando el recambio de una cosmogonía por otra. Pero Eggers Lan deja entrever que a pesar de todos los esfuerzos de esta empresa racionalizadora, Platón no puede evitar que la estructuración emocional y subjetiva del mythos se cuele en sus escritos y queden constancias de las ilusiones o las decepciones que le produce la interacción sensible con el contexto histórico ateniense[2]. Ni todos los cerrojos, ni los muchos querubines que custodian la univocidad del sentido, pudieron remediar —porque está en su contextura— las constantes líneas de fuga que desde entonces se abren hacia una estructuración emocional y subjetiva (la del mythos) donde lo social y los vínculos con el mundo interactúan con dimensiones alternativas. Podrán venir, entonces, todos los expertos a decir que el Tajo es más bello e importante que el río que corre frente a la aldea de Fernando Pessoa aduciendo que por su caudaloso curso navegan grandes navíos que van al mundo; pero aún cuando Fernando Pessoa esté de acuerdo con ellos y sostenga sus argumentos, ese Tajo no será nunca más bello, libre e importante que el río Tajo que corre y se solaza frente a la aldea de su heterónimo Alberto Caeiro, porque el río que pasa frente a la aldea de Alberto Caeiro no hace pensar en nada y “quien está junto a él sólo está junto a él” (Caeiro, El guardador de rebaños). Podrán todos los críticos de arte del mundo sentenciar que eso que Magritte ha retratado meticulosamente en su tela, sin lugar a dudas, es una pipa; pero el pintor, enfundado en su bombín negro, con una manzana verde donde los demás esgrimen una cabeza, dirá sencillamente “esto no es una pipa”. Podrán la cultura y el conocimiento fundirse en un mismo centro rector como la serpiente que se aferra al árbol para salvarse de la inundación; pero Deleuze y Guattari, a cuatro manos, dirán que hay trazos errantes que no remiten necesariamente a la misma naturaleza de la que provienen ni se dejan reducir ni a lo Uno ni a lo múltiple (Deleuze y Guattari, 2004). Podrá Aristóteles, mediante sus axiomas, pretender abrazar todos los saberes y decir que “es imposible que el mismo atributo pertenezca y no pertenezca al mismo sujeto, en un mismo momento, y bajo la misma relación” (Aristóteles, Metafísica, Libro IV. 3), pero desde el fondo del tiempo, Heráclito seguirá diciendo que “entramos y no entramos en los mismos ríos; [que] somos y no somos” (Heráclito, fr. 49.a), como esos chicos que en la actualidad, 2500 años después de aquellos fragmentos retoman lo dicho por el “Oscuro de Éfeso”, y al cambiar su perfil en las redes sociales, travisten su identidad sexual, profesional, nacional, vocacional, y futbolera, cuantas veces lo creen necesario y sin que sus diversos modos de ser entren en tensión.
En otra oportunidad hablaremos de cuál es la dimensión política que abren esas líneas de fuga. Mientras tanto diremos que Eggers Lan, como quien desventra una esfinge que esconde en sus vísceras las respuesta de un enigma milenario, nos revela la lógica intestina con que opera la preeminencia del lógos y nos advierte que la pureza de su linaje y su inmunidad no son tales, que sólo se trata de una coartada y que aquello que se presenta como real, sólido, seguro, ‘mensurable’, profundo, perdurable, nacional y controlado, tiene porosidades históricas y puede ser virtual, flexible, ambiguo, frágil, viral, discontinuo, líquido, evanescente, global y huidizo. Parafraseando a un tiempo a Blanchot y Eggers Lan —a uno para negarlo y al otro para afirmarlo—, podríamos decir que la decisión de ser sin ser no implica necesariamente la muerte, porque los hombres, ni aún dormidos, dejan de habilitar todo aquellos que rehúye la conflagración racionalizadora del lógos. Ocurrió con Platón, tal como nos lo muestra Eggers Lan, y ocurre desde entonces con cada niño que se hace hombre, sin más remedio que el de reconocerlo y —para muchos— celebrarlo.