Destino II

Quien más, quien menos, ya sea en broma o en cesuda incertidumbre, se ha hecho eco en algún momento de su vida de ese párrafo memorable en que Shakespeare, envestido en Hamlet, se preguntaba: Ser o no ser. He ahí el dilema. ¿Qué es más noble para el espíritu: sufrir los dardos y los golpes de la insultante Fortuna o alzarse en armas contra un mar de calamidades y haciéndoles frente, ponerles fin?

To be or not to be. Frase remanida si la hay. Miles de bromas, miles de dudas, ha despertado en todas las épocas que sucedieron al dramaturgo inglés y en todas las latitudes de la tierra; y aunque sean pocos los que en verdad han leído la pieza teatral, de un modo intuitivo cada uno sabe de qué se trata, qué cosas se ponen en juego al pronunciarla. Porque habla de algo demasiado humano, y en cada uno algo propio se abre y se asoma al albur como pregunta.

La cuestión del destino trae consigo un axioma complementario, tal vez tan complejo como difícil de resolver, es la ineludible decisión que cada uno debe tomar ante ese camino ominoso y plagado de alternativas diferentes que es la vida: ¿Qué hacer? ¿Esperamos a que todo ocurra y cedemos la iniciativa? ¿Tomamos las riendas y nos lanzamos a las cenagosas brumas de lo incierto a conquistar sueños? ¿Tratamos de adivinar cuál es nuestra nota y ordenamos todas nuestras energías hacia ese lugar? ¿El mundo es pasible de transformación o, hagamos lo que hagamos, siempre será lo que ha de ser y nada más?

Es una disyuntiva tan vieja como el tiempo, nunca resuelta convincentemente hasta el momento, pues en cada hombre que nace se renuevan los términos y la complejidad de esa vacilación original. Sin embargo hay algo, nuestro, íntimo, intransferible, que no sabemos si somos nosotros o es algo que nos supera, pero que llegado el momento —un único e irrepetible momento— decide qué hacer más allá de todo, sin importarnos las consecuencias.

Hay una anécdota que con inigualable maestría suele contar Eduardo Galeano y que seguramente muchos recordarán, es un suceso que ilustra ese instante único en que las coas se deciden.

Los jugadores del Dínamo de Kiev, amedrentados por los alemanes que habían ocupado ya gran parte de Rusia, son obligados a jugar un partido de fútbol con los soldados del Fürer bajo la única condición de perder; caso contrario serían fusilados al término del encuentro. Ante la imposibilidad de otra alternativa, juegan. Y sin demasiadas ganas de disputar el encuentro, pero eligiendo salvar sus vidas, se van al descanso perdiendo tres a cero. A los pocos minutos de comenzado el segundo tiempo, los locales meten un gol. Era el del honor, una pequeña rebeldía ante los sólidos y ensoberbecidos alemanes que se movían por el campo de juego como los panzer en el campo de batalla. Segundos más tarde, uno de los jugadores del Dínamo de Kiev, como si fuera un regalo del cielo (o un castigo), recibe una pelota mansita, a los pies; ningún alemán le sale a marcar y sin demasiada convicción, avanza, esperando que los alemanes se aviven y reaccionen, pero la pelota enredada en sus pies lo sigue, y sin poder desprenderse de ella mira para atrás, como preguntándole a sus compañeros qué hacer, pero el arco estaba cada vez más cerca y algo incierto, tal vez la sangre, una orden anterior a él hizo que el instinto de goleador (o vaya a saber uno qué) pudiera más que todas las preguntas. Y con un remate sin igual infló la red convirtiendo el segundo gol. No obstante advertir el enojo de los pálidos alemanes, les quedaba el alivio de saber que aún seguían perdiendo y que la inquebrantable voluntad germana que toda Europa conocía y temía, no iba a bajar los brazos por dos goles. Las cosas comenzaron a complicarse cuando se presentó una tercera oportunidad. Dicen que fue como si el tiempo se congelara. Habrán pensado: “vamos a empatar, después ellos van a meter el cuarto y todo se va a arreglar. Sólo les habremos dado un susto”. El partido se mantuvo empatado por más de veinte minutos en que el fervor crecía y flotaba como una neblina densa y sórdida sobre el terreno de juego. Hasta que en un momento el capitán del glorioso Dínamo de Kiev, en silencio, con los labios morados por el frío pero con el cuerpo acalorado, miró a cada uno de sus compañeros de equipo; luego se miraron uno a uno, entre todos, reconociéndose, y sin decir palabra alguna, se entendieron. Podían ganarlo, y prefirieron morir. Así vino el cuarto y el quinto gol.

Nadie sabe qué fue lo que pasó, qué les hizo decidir un destino común, sólo se sabe que cinco minutos después de haber terminado el partido, con las camisetas empapadas de transpiración y de sangre, los once cuerpos sin vida quedaron tendidos en el campo de juego.

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