Sobre los intersticios de la vida cotidiana
Después de cavilar años, de preguntarnos mil veces los motivos de conductas “inexplicables”, después de haber leído y consultado, después de haber discutido noches enteras, no estamos satisfechos, algo se nos escapa, como un aire de nada se nos va de las manos; cuando creíamos obtener una respuesta de los acontecimientos, nuevamente el fraude, esperando, condenando. Y entonces, lo de siempre: la soledad muda, irrevocable: nadie nos salva de nuestro cuerpo inexpugnable.
Esto que adolesce de una falta de rigor inconmensurable, tiene la nobleza, la suficiencia de la intuición, el respaldo de ser vivido. Testimonio de estas débiles palabras son mis días, el extravío, la época, la ausencia. Redacto pensamientos personales, sospechas genéricas, pretextos para encontrar una respuesta a lo que me tocó en suerte. Las calles, mis amigos, la lluvia, la música, el verano, los sueños, pueden dar fe de lo que digo, de este endeble recorrido que me deposita frente a palabras insuficientes, inconclusas.
Siempre resulta difícil hablar con términos que remiten y designan cosas conocidas sobre algo que aún no conocemos ni, mucho menos, nombrado. Voy a intentar describir lo más aproximadamente posible lo que me ocupa; no obstante se me hace necesario comillar un buen número de palabras pues tan sólo expresan una escasa proximidad con lo que pretendo decir.
Misterios de la vida cotidiana
Adentrado en las arenas movedizas del tiempo, frente al itinerario recorrido desde que era un niño cubierto de amores primarios, puesto a observar, recuerdo (u olvido), veo: mi vida va, lanzada hacia algún lugar del que nunca alcancé a divisar la playa, va, busca, no duda. ¿Quién la conduce? ¿Yo? Sospecho que siempre ocurrió lo mismo: cuando llega el momento de decidir algo ya estoy absolutamente persuadido de que éso que elijo es lo mejor, lo único posible. Del mismo modo, pregunto: ¿quién nos junta a las personas que queremos? ¿nosotros? Vuelvo a sospechar, y la respuesta también se repite, enfática: no. Y alguien podrá decir, quejoso: ¿Cómo? ¿Qué quiere decir todo este disparate? ¿Nosotros que decimos “yo” cada cinco palabras, nosotros que avanzamos orgullosos de nuestra autonomía, vamos a ser tan supersticiosos de pensar que algo ajeno a nosotros mismos nos conduce como quien guía a un ciego por una realidad siempre ajena? Sin embargo bien vale el “prejuicio” de que algo se nos escapa, ¿o acaso alguien puede descifrar la vocación, la afinidad, la repulsión?
La recurrente de algunos indicios inexplicables podrían darme la “razón” o alentar cierta incredulidad, y de ese modo predisponernos mejor –al menos en secreto– a aceptar la probabilidad de que existen acontecimientos que ponen de manifiesto la ingobernabilidad de ciertas “pulsiones” propias. Pero antes de seguir quisiera dejar algo en claro. No estoy tratando de probar la existencia de ninguna deidad, mucho menos de atribuir “las razones” de lo que me ocupa a nada sobrenatural, no hay aquí ningún intento teolgógico encubieto, tampoco se trata de algo que no nos contenga ni en lo que no participemos, simplemente dudo de que nuestro “yo” pueda abarcar ese lugar, hay una volutad inasible a su capacidad, no puede contenerla y ante eso es impotente, no puede hacer más que lo que le está asignado por decreto freudiano. Cuando decimos “yo”, somos precisos, y ponemos en escena una porción acotada, “permitida”, de nuestra vida, estamos favoreciendo el juego de una trama (o trampa) social compleja, pero efectiva: el poder. Tampoco me refiero a la “voluntad” de Schopenhauer y Nietzsche, esa especie de magma o de inconciente universal que desde el Caos progenitor de nuestra individuación nos hace portadores de una tormentosa fuerza natural ajena a nuestras decisiones. Se trata de algo intermedio, que participa de ambas cosas, pero que no es ninguna de la dos, con cierto nivel de conciencia y cierto nivel de inconciencia y trascendencia a la vez.
El ser ocupado
Esto que nos ocupa (y el término es aportuno) no es sólo propiedad de pobres y dominados, esto nos ocurre y nos afecta a todos por igual. Para arrimarnos: ¿estaríamos capacitados para suponer, imaginar, un nivel de “conciencia” diferente a todo lo que conocemos? ¿Cómo sería el mundo del que participara una conciencia distinta? Podríamos trazar una analogía con la lógica aristotélica, con el principio de identidad, y esforzarnos por imaginar un ambiente donde las cosas puedan ser dos a la vez; donde se pueda ser justo e injusto al mismo tiempo; donde no haya un mientras tanto que nos separe de lo que ocurre en otro lugar cuando nos dedicamos a lo nuestro; o donde pasado, presente y futuro sean vividos como un solo y único estado de esencia, sin memoria para mediar entre aquello que fuimos y lo que potencialmente somos. El disloque que sufriría nuestra mente sería de tal magnitud que la realidad cambiaría sus formas y pasaría a ser otra cosa, un aleph inconmensurable, magia, “lo sagrado” entre nosotros.
Del alguna manera, lo que trato de describir, esa “conciencia” diferente, tiene características “ilógicas”. Se trata de una conciencia social e individual al mismo tiempo, común a todo ser humano, pero que sólo adquiere su condición de tal, su dimensión real, cuando se expresa en lo colectivo, o en función de lo colectivo. De este modo nosotros participaríamos de dicha “conciencia” y cumpliríamos con sus designios independientemente de que tengamos la decisión de hacerlo. Sin embargo no por eso nos convertimos en títeres, esa es nuestra nota, nuestra vocación, la máxima expresión de nuestra singularidad.
Los martillazos de la historia
Vamos a apelar a algunos ejemplos. Cuando en una sociedad surge un movimiento social con actitudes renovadoras o de disconformidad, en ese momento, algo tan propio como ajeno a nosotros se organiza, y actúa; y al grupo sólo le será permitido avanzar hasta los lugares que el conjunto social está capacitado a soportar, más allá de eso nada, y si es necesario serán forzados a desistir. A lo largo de la historia sobran los ejemplos de pueblos desvastados, “desaparecidos”, aniquilados; y uno no puede menos que sufrir por ello. Pero vistos desde una “mirada cósmica”, estos pueblos parecían portar consigo caracterísiticas intolerables para el cuerpo social, y cuando “la sociedad” lo advirtió, se organizó para extirpar el “tumor cancerígeno”. Ahora: ¿desaparecieron? ¿se perdieron verdaderamente en el olvido o algo de ellos quedó impregnando una memoria colectiva, inasible, que de tanto en tanto da pasos que continúan aquellos pasos?
La larga duración
Obviamente –no hace falta aclararlo– no estoy justificando ninguna actitud de exterminio, pero sí quiero preguntarme por qué ocurre. ¿Hay goce en esos “actos de limpieza” o es que se está cumpliendo con “mandatos” inexplorados, donde se decide la suerte de los hombres y las cosas sin que medie moral o ética alguna? Y si fuera así: ¿en favor de qué se hace? Para tratar de ser más ilustrativos voy a apelar a Fernand Braudel; él decía que la historia humana debía medirse en la “larga duración”, sobrepasar los márgenes estrechos de nuestra propia historia (afectada por una época y un lugar) para observarla en sus procesos, en sus sórdidos debates de avances y retrocesos. Agrego: ¿no podría medirse tratando de descifrar la búsqueda de esos procesos de larga duración? Vamos, entonces, a valernos de Braudel, de su método, a los efectos de describir la conducta de este “saber” que nos trasciende y del cual participamos con un nivel de “conciencia” diferente, al menos diferente al que normalmente conocemos por “conciencia”. Los éxitos y los fracasos de esta “voluntad” se miden en la larga duración, en centurias, en virtud de algo más amplio que nuestra “conciencia” pero que no alcanza entidad sin nuestra individuación. La comunicación de lo “individual” con esa “esfera” cósmica tiene un grado de “conciencia individual” que, según he observado, tiene distintos grados de profundidad. Por ejemplo: en las “experiencias místicas” el hombre llega a relacionarse de tal modo con ese “lugar” que adquiere (es) esa “conciencia”, pero una vez vuelto a la “vigilia” desaparece su “razón de ser”, se evapora su “saber” y todo lo cotidiano adquiere un grado de absurdidad inexplicable. La “conciencia” de esa “voluntad” es directamente proporcional a la “inconciencia” –en términos occidentales– que logremos alcanzar por medio de la “experiencia mística”. No se trata con esto de analogar –aunque haya alguna proximidad de conceptos–, y mucho menos de reproducir las técnicas orientalistas a las que el snobismo occidental ha reducido la tradición milenaria de los orientales, no. Más bien es menester explicar que esta “experiencia mística”, quien la esté “padeciendo”, la vive sin mayores explicaciones posibles, y digo “padeciendo” porque ese encuentro no es gratuito, y porque es muy común que quien viva algo así rápidamente sea tildado de loco o comiencen a ocurrirle cosas inexplicables. ¿Sino cómo se ha explicado la humanidad la obstinación de Cólón para lazarse a los monstruos de los mares, la porfía enfermiza de Nietzsche con Dioniso, o los mil intentos de un artista por llevar al lienzo las formas de algo que “desconoce” pero que sin embargo se empeña en aparecer en cada trazo sugiriendo las aristas de una esencia brumosa? Vistos en la larga duración, estos hombres tomaron la decisión de jugar el ajedrez de los “dioses”, se asumieron como herramientas de una estrategia que los trasciende antes y después de sus vidas.
Ese “saber” o esa “experiencia mísitica” se intuye, se huele como un perfume nuevo. Y quien no la posee siente atracción o rechazo, pero no es nueutral. Esa “conciencia” decide con nosotros, pero también a pesar nuestro, cumpliendo con procesos de “selección” “desconocidos” para los niveles de conciencia habituales. Hay algo sin embargo que nos comunica con ese lugar, pero no habla: nuestro cuerpo. El se comunica con algo de los demás cuerpos, con el mundo, y actúa.