Entrevista a Mario Trejo

El oficio de poeta

“Yo duermo siesta –advirtió por teléfono con voz esteparia–, los espero a las siete”, agregó. Después de cuatro horas de viaje y un par de cafés, a las siete menos cinco estábamos en el mil cuatrocientos de la calle Sarmiento. El fotógrafo iba advertido: “Mirá, es medio loco, llevalo para el lado que dispare, lo importante es que nos vengamos con las fotos”. No siempre el cronista está a la altura de los hechos. La nota debe salir, el entrevistado es un objetivo y la lapicera se prepara para hacer el círculo de baba alrededor de la presa.

Tocamos el timbre, del portero eléctrico salió la voz de una mujer. “Sí, ahora bajo a abrirles”. Segundos después aparecía de blanco, sonriente, de otra época. ¿Será la mujer?, en silencio, para nadie. Es mucho más joven que él, mientras subíamos las escaleras hasta el primer piso, hasta la puerta D. “Tomen asiento, Trejo en un momento estará con ustedes”. La acento un poco cruzado de la mujer me recordó que Trejo se había reencontrado con un viejo amor que llevaba el nombre de Rochelle y que esa misma mujer era la hijastra del Gato Barbieri. ¿Los nombres se buscan, se huelen?, pensé para mí, sin sentido, al pedo. Nos sentamos. El fotógrafo miraba el departamento haciéndose una composición de lugar, sacaba cuentas raras, sumido en esa mezcla de imagen y espacio en la buscan una foto los de su especie. Yo miraba los lomos de los libros, las pinturas originales que había desparramadas por todas partes, el derrotero de un poeta entre cuatro paredes. Me acordé de Daniel Link, ninguneándolo sin nada, del Radar cuando envió un periodista para matarlo: “tratá de sacarle el costado negro. Es un viejo jodido, cagador”. Pero el tiro salió por la culata, mandaron a Pablo Robledo, un outsider, un argentino errante, expulsado del país por el sentido común; y hablaron de poeta a poeta, el mismo lenguaje, y la nota fue una de las mejores que le hayan hecho a Trejo. Me acordé de Boccanera, de Sietecase, tal vez las únicas voces que hablan del viejo con justicia, sin mentiras piadosas; me acordé de Gelman y Urondo, y el destino o la suerte de mierda que los dividió y le dejó a uno la muerte y al otro la muerte en vida.

Rochelle, que hasta ese momento se había mantenido en silencio, dijo: “así vive Trejo”, y el movimiento en abanico de su brazo derecho tuvo la elocuencia de todas las palabras: pobreza, agravio, injusticia, dignidad, mendicidad, pan y cebolla, cansancio. El fotógrafo y yo miramos las palabras en su brazo y nos dio vergüenza, ganas de putear, pero pusimos cara de circunstancia. En ese momento se abrió la puerta de la habitación y apareció Trejo. Impecable, recién afeitado, con el pelo seco, perfectamente peinado y enfundado en un traje de lino color natural “confeccionado especialmente por mi amigo, el sastre de la esquina, para que fuera bien cambiado a la presentación de El uso de la palabra. Era el mismo tipo que una vez había visto en una librería de la Calle Corrientes (de Rosario) hojeando un libro de Paul Klee. Los ojos vidriosos, la voz árida, curtida. “Hola, yo soy Mario Trejo”. Así empezaba esta entrevista, una tarde que no volverá, un adiós de esos al que nos tiene acostumbrado este país.

Cousté dice en el prólogo de El uso de la palabra: en la poesía de Trejo falta algo, es lo que el poeta busca desde hace años, y cuya ausencia tiene la generosidad de hacernos compartir. ¿Qué es lo que busca el poeta?

Matthew Arnold decía que “la poesía nunca perderá vigencia ni predominio, a pesar de las actuales apariencias, y no por la consciente elección de los humanos sino por algo mucho más denso: el instinto de conservación de la humanidad”. Y Alberto Cousté agrega que en la poesía “se siente como si faltara algo, algo que repta por los blancos del poema, que habita en el poema y no es sin embargo sus palabras. Falta, en efecto, algo: es lo que el poeta busca desde hace tantos años, y cuya ausencia tiene la generosidad de hacernos compartir.” Al señalar que es un trabajo por eliminación y no por adicción, no sin gracia Cousté afirma que el poeta pela las capas de una cebolla y da a leer los bulbos puros, antes de que las palabras retornen al silencio. Fijate que Curioso, Dylan Thomas, en su respuesta a un cuestionario análogo a este, afirma: “la mejor artesanía siempre deja agujeros y grietas en la estructura del poema, de manera que algo que ‘no está’ en el poema pueda arrastrarse, deslizarse, relampaguear o tronar. La alegría y la función de la poesía es, y ha sido, la alabanza del hombre, que es también la alabanza de Dios”.

¿Cuál es para usted la evocación de la palabra Dios?

Para aquellos a quienes la palabra Dios provoca ira, risa, pruritos o convulsiones y exhiben la insignia atea, olvidando que la palabra perro no muerde, el que muerde es el perro, confesaré que no me conformo con mi agnosticismo. Yo tengo un Deseo de Dios. Desprovistos de una terapia semántica, algunos prefieren hablar de fe o de esperanza; otros, no han percibido que el Deseo es la suprema Utopía, y que no causa víctimas, sino que engendra vida. Porque todos, mi amigo, queremos hasta la exigencia que Algo o Alguien (¿who knows?) –dice en un impecable inglés–, dé cuenta, no ya de un Universo que se expande a la velocidad de la luz, ni siquiera de los crímenes e injusticias o de la piel presumible de los muslos de mi vecina sino del paso que acabo de dar.

¿Cómo se convive con esa ausencia de certezas?

Como ya hemos aprendido, el oscurantismo de Dostoevski que se pregunta por qué dos más dos no es cinco, nos llevó vía rebaño religioso ruso, al rebaño comunista panruso que comenzó adorando a un lúrido tártaro y terminó ante un pelotón de fusilamiento vivando el nombre de un georgiano de grandes bigotes. Sesenta años más tarde, algunos descendientes de Asterix, lectores de los boreales filósofos de la sospecha, adujeron que esa aritmética era absurda y que en un mundo absurdo todo estaba permitido, como pareció probarlo la existencia de Auschwitz, Hiroshima, Nagasaki y Dresde, que por orden del campeón de la libertad y de la democracia, Winston Churchill, descendiente de Marlborough (Mambrú) y antepasado de Lady Di, fue demolida con más cadáveres alemanes que japoneses en Hiroshima, para que no cayese en garras de los pérfidos bolcheviques. Hoy, algunos nos hemos anoticiado de que lo que importa no son las cosas reales sino saber cómo son realmente las cosas, según los sabios consejos del anguiloso Bertolt Brecht. En el fondo es la vieja y misma cuestión del Barón von Leibnitz, que filosofistas, profesores y alumnos insisten en adjudicar a Heidegger: “¿por qué hay esto que es y hay y no más bien Nada?” No me basta llegar a saber por qué estalló el átomo. Quiero saber qué necesidad había de un átomo. De esas preguntas ingenuas llegamos a clones, genomas y a la posibilidad de ver por televisión las imágenes que enviará el Hubble cuando le dé alcance al nacimiento de Universo, a sus restos luminosos que se obstinan en no extinguirse. A real mystery. Una superproducción, ¿no? Volviendo a mis derechos de ciudadano de este arrabal galáctico: nadie pretenda ejercer su fascismo, diestro o siniestro, sobre la libertad que tengo para obedecer a mis neuronas, no darme por vencido y repetir bajito: “tiene que haber una solución”. El autor del hecho, culpable o no, tiene que estar escondido en alguna parte.

¿Existe un destino de poeta?

De esa zona oscura donde se avanza a tientas nadie habló como ese adolescente de provincias que padeció un sarampión poético de tres años y luego se dedicó a traficar armas en el Cuerno de Africa, el mismo que noche y día me dice al oído: ¿Trabajar? Jamás. Yo estoy en huelga, por el momento me encrapulo todo lo que puedo, quiero ser poeta y laburo para hacerme vidente, ustedes no entienden nada –nos espeta y vuelve a la carga–, no sé como explicarlo, pero hay que atravesar un dialéctico caos de todos los sentidos, los sufrimientos son enormes y hay que tener ese coraje que va de la cabeza a las ingles y probar todos los venenos, pero antes que nada hay que haber nacido poeta, y yo me doy cuenta de que lo soy.

Hace un tiempo, cuando lo llamé por teléfono para concretar esta entrevista usted estaba eufórico, esperando a la mujer que amaba. ¿De qué nos salva el amor?

En El amor cuerpo a cuerpo, libro que abolí en esta última edición de El uso de la palabra, flotaban estos versos: “Amiga y enemiga / en el ser de una nada / Cuando el amor nos deja / la muerte nos alcanza / Cuando el amor nos pierde / la eternidad nos gana”. Fue el epígrafe de El mismo mar de todos los veranos, primera novela de Esther Tusquets.

Una vez que tiene una primera versión de un poema, ¿vuelve sobre el texto?, ¿corrige?

Yo tengo formación jazzística. Mejor hablar entonces de take one or take two (toma uno o toma dos). No me desmeleno frente al abismo blanco del papel. Lo importante es tener el carozo ya trabajado, el compacto neuronal. Esto se hacía ya antes Bach, desde que nació la música. Chopin estrenaba piezas que todavía no habían sido escritas. Sus cogitaciones (tal vez a lo largo de una alameda junto a George Sand) sobre la tan idiotamente maltratada inspiración se pueden escuchar en sus Preludios y Estudios. Pero convengamos en que el desmelene existe cuando se trata de obras de mayor complejidad. Ana Magdalena cuenta que Bach durante la composición de la Pasión según San Mateo le sube una taza de té, abre la puerta y al verlo llorando, comenta: “No a todos les es posible ver el dolor de la creación de un genio”.

 

La partida y la Argentina

¿Por qué se va del país?

Porque estoy harto. Yo escribía obras de una hora, con Osvaldo Dragún, Historias de jóvenes, una semana cada uno. Ganamos el primer Martín Fierro. Pero era otro país. Abrimos el juego para David Viñas, Alberto Vanasco, Dalmiro Sáenz, Germán Rozenmacher y un uruguayo rápido que me caía bien y se llamaba Tabaré. Pero no hay que olvidar que ya en 1829, cuando volvió, San Martín vio todo. Gran asco y pena por un país que nunca le envió un patacón, sólo el gobierno peruano y Aguado, el banquero español, se ocuparon de él, y creo que, por un tiempo, los chilenos. Si hoy le pregunto a un universitario quién era el Tigre de los Llanos. No sabe, no contesta. Y si le contamos que Belgrano no nació militar y combatió hasta contra los ingleses y luego de su desdichada campaña al Paraguay donó su paga para crear una Escuela Politécnica, gesto que repitió cuando era la ocasión, y que tras su gesta de victorias y derrotas fue encarcelado y atado con grillos a un camastro, él, que sufría de gota, y que tuvo que tirar la manga para llegar hasta Córdoba, y ahí repetir el “Dios se lo pague” para poder morir en su cama, que le ofreció a su médico un reloj, su último bien, como pago, cosa que el inglés rechazó, turbado por lo que estaba viendo. Era el día de los Tres Gobernadores, acta oficial del nacimiento de una anarquía que se arrastraba desde el parto.

¿Se siente derrotado?

Esa es una preguntar que parece llevar un deseo de contrabando. Se lo dice un ex terapista. Si no fuera por Roca, tan maltratado por los patriotas, de zurda no necesariamente siniestra y de derecha, no necesariamente diestra, hoy Mar del Plata sería territorio chileno. Luego vino Roque Sáenz Peña, otro gran olvidado, y las familias patricias dieron paso al comisario Yrigoyen durante cuyo mandato hubo la castigada Patagonia rebelde y la Semana Trágica (recomiendo leer Tres relatos porteños, del cancelado Arturo Cancela) cuando un teniente conoció lo que era la represión de la fábrica Vasena y a los judíos se los corría a balazos por la calle. Y luego Alvear: “a la salida de la milonga llora una nena pidiendo pan”, escribió el poeta Manuel Romero, igualito que ahora. El resto ya lo sabemos mi amigo. Hay que leer Las de Barranco y En familia para ver que el tiempo no existe y qué autores eran Laferrère, Sánchez, los Discépolo, ¡qué precursores!

Este modo de recorrer la historia parece estar rubricado por esa estirpe criolla que alguna vez leímos acerca suyo.

Mire, mi tío abuelo fue don Pepe Podestá, Pepino el 88, el creador del teatro llamado rioplatense. Mire, yo me crié ahí en el Coliseo de La Plata. Yo soy criollo viejo, de varios siglos. Por parte de madre tengo dos antepasadas que, se dice, mataron al padre porque era realista, las salteñas Gauna. Tuve una familia que no me ocultaba nada, un padre que a los doce me cantó todo sobre el sexo, una biblioteca donde Arlt, Girondo y Güiraldes estaban junto a Ravel y Debussy.

¿Cómo fue su formación extra familiar?

Escuelas públicas y también una inglesa donde nació el fútbol con el imbatible Alumni, argentinos que se llamaban Brown y llevaban nombre en latín. Hubo también un Nacional Buenos Aires, los profe eran catedráticos y a los quince nos hacían leer a Pirandello, Darío, Valéry, Neruda, Lorca y Rimbaud, pero si decías “pienso tal cosa”, siéntese tiene cero. Ahí nos conocimos con Vanasco, y en el ‘64 hicimos en Florida y Paraguay lo que Allan Kaprow llamó Happenings mientras en el Bohemian Club Lalo Schifrin y el fueye de Roberto Pansera tocaban jazz. Con Vanasco también escribimos No hay piedad para Hamlet, que empezó a montarla Miguel Brascó y se la prohibieron, teatro del absurdo dos años antes que La Cantante calva. En el ‘67 monté Libertad y otras intoxicaciones, donde por primera vez se hablaba del palabrerío de los derechos humanos y de la tortura con textos de Frantz Fanon. En ese año estábamos Griselda Gambaro, Les Luthiers, Nacha Guevara, el rock de Manal, Roberto Villanueva, Rodríguez Arias. Por entonces maltrataban a la Gambaro en el diario El Mundo por ser de la ralea europeísta, burguesa y reaccionaria a la que pertenecía el desabrido y oscuro irlandés Samuel Beckett. Era un gheto y si no eras del barrio te liquidaban. O populismo peroniano o el paraíso moscovita, no había otra.

¿Cuándo empieza su relación con el mundo extra porteño?

La década del 60 la pasé entre Argentina, Brasil, Cuba, París y Roma. Gané el Casa de las Américas por unanimidad con Blas de Otero presidiendo el jury y una lista de menciones de honor. Hice un protagónico en La vía del Petróleo, un documental de Bernardo Bertolucci que discurría sobre Italia, Suiza y Alemania. Por entonces también participé haciendo el guión de Desarraigo, el primer largometraje cubano que obtuvo honores fuera del circuito socialista (San Sebastián 65). Realmente, ¿a usted le parece que es como para sentirse derrotado?, ¿usted no se habrá referido a este país?

 

El ser argentino

¿Qué es el ser argentino?

El ser es que es. Hasta ahí llego. Pero hace ya 30 años decreté que el argentino no es más que un uruguayo con delirio de grandezas. Esta es la república occidental del Uruguay. La larga noche comenzó oficialmente el 25 de mayo de 1810. Pero desde entonces no hemos llegado a constituir una nación, como México, Cuba, Brasil o la nación judía. Sólo somos nación en el tango y el folklore, hecho con bandoneón alemán, Gardel francés, Le Pera paulista, bombo legüero de Angola, quena india y guitarra hispanoárabe.

¿Quiénes son sus amigos?

En Roma, Madrid y Barcelona, hay camas donde pueda ir a descansar mi osamenta. En Baires, hoteles. De todos modos tengo, amigos muy queridos. En el 73/74 guardé mucha gente, Viamonte al 700. La casa de mi hermana, a tres cuadras, era un aguantadero de clase media para imprudentes jovenzuelos de variopinta pertenencia. Las chicas no sabían esconder sus pelucas y hablaban de los caños que habían puesto y de los programados. La noche que acribillaron a Pedro Leopoldo Barraza y a su joven amigo, la habíamos pasado juntos. Vení a conocer la casa que me está haciendo Juan Lepes. OK, vamos. Eran las cuatro de la mañana de un sábado y creo que él vivía por el bañado de Flores. Es tarde y estoy filtrado. Me tomo un taxi y me voy a casa. Y el domingo salió en el diario de la tarde. Luego un periodista de Crónica me contó en Madrid que vio los cadáveres. Esparadrapo en los ojos y los cráneos reventados. Ithaca, me dijo. A los tres días cayó la cana en casa de mi hermana, donde había restos de Cuba, árabes y judíos y toda la izquierda chilena; con Edgardo Enriquez éramos amigos y todo el mundo sabía que estuve con Allende algunas veces. Segunda mitad del ‘74, dictadura del lúrido gurú de Juan Domingo. Había que irse. La vi 15 meses antes del cambio de mando. En España alojé y ayudé a mucha gente. Las cuentas de teléfono eran torrenciales y nunca escuché la palabra gracias. Todo era hermano de aquí y compañero de allá. Hace diez años que regresé y, excepto seis notas grandes para La Capital (se cortó) no logré nada. Y eso que pedí, incluso a gente con años de llamarse amigos y a otros que ayudé en Europa. Las cosas por su nombre.

¿Quién fue Paco Urondo para Mario Trejo?

La nuestra era una relación muy honda y cómplice. El que quiera husmear puede leer lo que escribí en Vasto Mundo y en V de Vian. A quien tengo que reprochar es a Daniel de la Flor Divinsky, quien puso por delante su interés editorial y aceptó publicar una recopilación de notas sobre Paco, hecha por dos pelafustanes, los desconocidos de siempre, que, con barro neuronal bolchefascista y mercantilista decretaron que mi texto no les convenía. Seguramente están a sueldo de un canal de televisión. O, simplemente, son un par de perejiles. Chela Murúa, madre de los hijos de Paco, remedando la frase de los valientes argentinos campeones del mundo, gatilló: “si están vivos, por algo será”. Punto.

Apagué el grabador y el fotógrafo le dio un descanso al flash de la Nikon. Trejo dijo que quería tomar un par de gintonic. ¿Qué tal?, pensando como mi mamá, con asombro de barrio. El fotógrafo, ya distendido, tuvo una empatía total con Trejo. Piropeaban a la moza, se reían con descaro, jugados a un destino incierto en un país incierto. Yo los miraba y mientras bebía: “es un autorreferido insoportable y un adorable sin remedio”. Después de un rato, el veranito de San Juan nos había empapado y emparejado en cosas imprecisas, ireales. Vivimos juntos un par de horas más, hasta que se hizo tarde y nos tuvimos que ir. Una vez que el fotógrafo se va, Trejo me acompaña al taxi, me abre la puerta como quien despide a un hijo, la cierra y se queda mirando cómo se va el taxi. No creo que nos volvamos a ver.

 

Publicada en noviembre de 2000 en Revista Lote Nº 41

Link a la nota: http://fernandopeirone.com.ar/Lote/nro041/peirone.htm

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