Entrevista a Alberto Manguel

 Una lectura del mundo

Nosotros, seres humanos, podemos definirnos como «especie lectora.» Venimos al mundo condicionados para leerlo, es decir, para imaginarlo einterpretarlo. Nuestra habilidad imaginativa nos permite reconstruir la experiencia del mundo para aprender a conducirnos en él, en un sentido eminentemente práctico. Y esa reconstrucción es el resultado de una lectura. Quiero decir: a través de los sentidos, recibimos señales neutras que las recibimos al mismo tiempo que las interpretamos y las cargamos de sentido: el color rojo no lleva en sí mismo el significado de peligro o de combate, un dromedario no posee en sí mismo la calidad de feo o lindo, dependiendo de nuestra estética. Vemos un parque, oimos a un grupo de gente, olemos una pila de basura, sentimos el calor del sol, tocamos el pelaje de un perro, y todo eso no lo recibimos como un conjunto de sensaciones arbitrarias sino como parte de un lenguaje que, imaginamos nosotros, está narrándonos algo. De allí surge la antigua metáfora del mundo como libro.

Esa narración, ese «orden» que leemos en el mundo es, por supuesto, ficticio: quiero decir, no corresponde al intento de un supuesto «autor» divino o natural, sino a nuestros deseos y necesidades de sobrevivencia. De la misma manera en que leemos animales y dioses en las constelaciones, y supuestas historias en la gente que vemos en el subte, así leemos el mundo, aunque éste no obedezca el orden que imaginamos. Y esa lectura del mundo, eso que a veces traducimos en lo que llamamos literatura, nos permite creer que podemos entender algo de ese inmenso mundo incomprensible.

Para Borges el encuentro entre los libros y la noche fue una desdicha que sólo podía imaginar la “magnífica ironía de Dios”. ¿Cuál es para usted el vínculo entre los libros y la noche?

Borges hablaba, claro, de su ceguera, de la ironía de ser nombrado director de la Biblioteca Nacional cuando ya no podía leer nada. Para mí, la relación entre noche y biblioteca es otra. De día, los libros en una biblioteca obedecen a normas más evidentes, más estrictas: a la luz del día, podemos ver cómo han sido clasificados, con qué otros se codean, cuál es su posición en la biblioteca. De noche, sobre todo en las bibliotecas oscuras que me gustan, ese contexto desaparece y estoy a solas con el libro en un espacio que para mí tiene algo de fantasmagórico. De noche, siento la presencia del libro de un modo más secreto, menos categórico. Para entender lo que estoy diciendo, pruebe leer El desierto de los tártaros, solo, de noche, en una biblioteca sin gente…

¿En qué devino el espíritu enciclopedista? ¿Internet es la prolongación digital de la enciclopedia o esa idea sólo es un lugar común de la era de la información?

No sé si es válido comparar el Internet a una enciclopedia. Una enciclopedia es un instrumento estrictamente ordenado, que tiende a resumir y a canonizar. El Internet obedece a una multitud de órdenes y sistemas o programas preestablecidos, y en vez de resumir, explaya, se multiplica, no pretende decir una verdad sino muchas. Además, los primeros enciclopedistas, gente como Diderot y Voltaire, creían en la educación de la inteligencia, en la búsqueda del conocimiento profundo y lógico. El Internet, si bien permite ese uso inteligente, es sobre todo un instrumento que brinda la ilusión de conocimiento sin esfuerzo, a través de la acumulación ilimitada, y prefiere lo superficial a lo profundo, lo inmediato a aquello que requiere tiempo y fatiga. Pero claro, como todo instrumento, su valor depende quién lo usa, y de cómo es usado. Yo digo siempre que sobre cada instrumento electrónico debería estar grabada la pregunta que se hacía el derecho romano: qui bono? ¿A quién beneficia esto?

¿Cómo piensa su vínculo con el futuro un escritor que cabalga entre dos épocas?

Mi vínculo con el futuro, que cabalgue una época o dos, es preguntarme, con mínima curiosidad, si voy a despertarme a la mañana siguiente. Después veremos.

Hay quienes dicen que los nativos digitales han decidido prescindir de la profundidad, la radicalidad y la gravedad para habitar un mundo más superficial, menos ambicioso y más liviano, pero más humano. ¿Qué opina de esta generación de Bartlebys que, sin rupturas ni revoluciones, con un simple “preferiría no hacerlo”, abre una nueva dimensión de lo político?

No creo que la generación digital sea una generación de Bartlebys. El Bartleby de Melville prefiere no hacer nada pero activamente. La generación digital deja, en gran medida, que la elección la hagan otros. Es útil recordar, hablando por ejemplo de «lectura interactiva», que es «interactiva» sólo en la medida en la que el programa utilizado lo permita. Yo no puedo explorar una palabra no programada, o conectarme con otro sitio con el cual no se haya establecido in «link» de antemano. Y quien quiera utilizar el Internet para lo que sea –buscar información, enviar un e-mail, ver un video– debe hacerlo sometido a un diluvio de imágenes y anuncios publicitarios impuestos por otros. Edith Wharton decía no poder escribir una carta sabiendo que había alguien en la habitación de al lado. No quiero imaginar lo que hubiese sentido la pobre mujer, escribiendo en medio de una cacofonía de anuncios y solicitudes, vigilada por un programa electrónico que subraya sus errores de ortografía y gramática, y sabiendo que al menor descuido alguna persona extraña leerá su correspondencia. En tal contexto, es difícil rescatar el libre albedrío. ¿Y de qué manera es este mundo «más superficial, menos ambicioso y más liviano» más humano que el de Edith Wharton, por ejemplo? A menos que lo humano se defina como servil y resignado…

¿Cómo convive un escritor con los avatares políticos del lugar en que despliega su vida cotidiana? ¿Es algo que le concierne más allá de lo artístico?

Samuel Beckett decía que, siendo un extranjero en Francia, no le correspondía dar su opinión sobre la situación política del país que lo albergaba: nunca firmaba peticiones, no iba a manifestaciones, no escribía cartas de protesta a los diarios. Yo, menos sabio que Beckett, no puedo quedarme callado. Viviendo en un país donde se ha instalado un abominable Ministerio de Identidad Nacional e Imigración para definir quién es y quién no es francés; donde el presidente tacha a los habitantes de los barrios pobres de «racaille», «basura»; donde el ministro de trabajo recibe coimas millonarias; donde otro ministro dice de los imigrantes algerianos que «uno de ellos está bien, pero el problema empieza cuando hay muchos»; donde se puede mandar a la cárcel a un estudiante por rehusarse a dar una muestra de DNA para que le establezcan un fichero judicial; donde se llevan a cabo razzias en las escuelas para deportar a los hijos de immigrantes ilegales aunque hayan nacido en Francia; donde el presidente pregunta públicamente para qué sirve leer el clásico francés más importante del siglo diecisiete, La Princesse de Clèves; donde la ministra de financias declara que lo que los franceses deben hacer es «pensar menos y trabajar más» — viviendo en un país así siento la obligación de denunciar estas infamias. Siento que, si no lo hago, no tengo derecho a dar mi opinión ni sobre literatura ni sobre nada.

En un trabajo reciente, Graciela Montaldo revisa el pensamiento de Enrique Gómez Carrillo, que consideraba absurdo aplicar lo nacional a la literatura. Es un pensamiento que en Argentina tuvo oposiciones enérgicas, pero también tuvo mucho predicamento. ¿Se puede hablar de una literatura nacional?

Se habla de literatura nacional en contextos muy diversos. Goebbels hablaba de literatura nacional, con lo que quería decir una cosa. Los escritores canadienses de los años setenta hablaban de literatura nacional, y querían decir otra cosa. En un caso, es un modo de decirse mejor que los otros y excluir lo que se tacha de extranjero. En el otro, se trata de fomentar una cultura amenazada por la gigantesca maquinaria económica y publicitaria de los Estados Unidos y de Europa. Pero en ambos casos, la definición de «nacional» tiene poco que ver con literatura: con lo fácilmente folklórico, con la caricatura, sí. Pero no con la literatura cuya vocación es siempre universal, aunque no hable más que de un cierto lugar de la Mancha.

¿Lo que se conoce como literatura universal no establece una jerarquía cultural respecto de las expresiones identificadas con las tradición nacional?

Estas comparaciones entre literaturas universales y literaturas nacionales se parecen un poco a las que preocupan a los chicos varones en los baños del colegio. No sé de muchos escritores serios que, antes de ponerse a escribir, comparan su tamaño al de Kafka o Cortázar.

En relación a la polémica anterior, ¿usted dónde se ubicaría?

La pregunta ha adquirido un tono demasiado personal. Dejémosla ahí.

¿Cuál es el saber que queda afuera de las bibliotecas? ¿Quiénes son los actores que construyen y protagonizan ese saber?

El único saber que contienen las bibliotecas es el que ha sido traducido en palabras. No sé si puede haber conocimiento, conocimiento consciente, fuera de lo verbal. Hay otras experiencias del mundo –intuitivas, emocionales, inconscientes– que sin duda no han sido escritas, pero personalmente creo que, con suficiente tiempo y energía y suerte, encontraré la página en la que alguien ha sabido poner en palabras incluso esas indefinibles experiencias. Lo digo porque, muchas veces, me ha ocurrido abrir un libro y leer algo que yo imaginaba sólo mío, único, íntimo, secreto e indecible.

Por último, si como usted dice, uno es lo que lee, ¿en qué cree que lo han convertido sus lecturas?

Esa es una pregunta que habría que hacer no a mí si no a mis amigos. Yo veo mi biblioteca; ellos me ven a mí.

En la mitología griega la lechuza era ligada a la sabiduría; el propio Hegel le dedicó un sentencia que se ha vuelto remanida para explicar el retardo del pensamiento frente a la historia. ¿por qué le parece que un animal de la noche puede estar asociado a la sabiduría?

Por las razones que dí en la respuesta 2. Y también, seguramente, por la belleza de la lechuza.

Usted homologa la Torre de Babel y la Biblioteca de Alejandría como dos símbolos de la ambición humana: desafiar a Dios y poseer todo el conocimiento. Esas pulsiones también inspiraron el iluminismo que hoy capitula frente a los nuevos paradigmas. ¿Cuál considera que es el vínculo con la autoridad y el conocimiento que conlleva este cambio de paradigmas?

La maquinaria económica que hemos construido necesita, para funcionar, que no seamos curiosos, que no reflexionemos. Para avanzar, esa maquinaria debe hacerlo en un mundo en el que todo incite a la estupidez, a hacernos creer que no somos lo suficientemente inteligentes para merecer Alejandría ni lo suficientemente hábiles como para construir Babel. A menos que la detengamos y la destruyamos, esa maquinaria nos destruirá a nosotros. Pero quizás no sea demasiado tarde para cambiar…

Publicada en la Revista Ñ el 21 de agosto de 2010

Link a la nota: http://periodismoespecializadounlam.blogspot.com.ar/2010/08/entrevista-alberto-manguel.html

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