Identidades clandestinas (o cómo representar lo ominoso)

Sobre el diálogo entre las obras de Gabriel Gatti y Benjamín Ávila

 

Ante el horror, el sentido estalla, los hechos se vuelven irrepresentables, el entendimiento naufraga, las palabras se convierten en balbuceos y la ciencia se vuelve errática. De allí que lo ominoso, tan insoportablemente humano, resulte más aprehensible –aunque no necesariamente comprensible– cuando se presenta mediado por una experiencia personal que cuando es abordado con intención explicadora. Es el caso, por ejemplo, de las memorias de Primo Levi y Jorge Semprún sobre la shoah, de Gustaw Herling sobre el Gulag, o de nuestra Pilar Calveiro sobre los campos de concentración en Argentina. Asimismo, desde Antígonas de Sófocles a La vida es bella de Benigni, pasando por El corazón de las tinieblas de Conrad y la poesía de Celan, lo indecible siempre ha encontrado mayor aprehensión en los escarceos del arte que en las teorías interpretativas. Con la posible excepción de Hannah Arendt. Su Eichmann en Jerusalén, sin ser el relato de una víctima directa de la shoah ni una investigación científica clásica, logra –tal vez– la mayor aproximación que la ciencia haya conseguido a lo ominoso. Fue un libro polémico, arriesgado y díscolo, cooptado por las turbulencias que produjo su definición de “la banalidad del mal” y el cuestionamiento a la comunidad judía; pero ese batifondo suele arrumbar en un tercerísimo plano un elemento que, siendo circunstancial, devino primordial para la consecución de ese logro. Me refiero a la índole del trabajo que Arendt concibió y escribió en forma de crónica para los lectores del New Yorker Magazine. A partir de lo cual, la dimensión de la “solución final” logró ser reflexionada y transmitida al mundo de un modo efectivo, como nunca antes lo había conseguido la academia, ni siquiera para sí misma. No fue, pues, la indolencia de Eichmann durante las audiencias públicas, ni los desgarradores testimonios de las víctimas, lo que consiguió ese acceso a lo ominoso; sino el hecho de haberse ofrecido como corresponsal y la consiguiente necesidad de evitar la autorreferencia para poder interactuar con un público masivo. Dicho de otro modo, fue el carácter narrativo y dialógico que elige Arendt para describir a ese sujeto monstruoso y a la vez aterradoramente normal, lo que termina definiendo su aproximación conceptual al horror.

Pero si algo caracteriza a la ciencia es la resistencia frente a aquello que se presenta como irreductible a su modelo de conocimiento. Y lo ominoso no es la excepción. Lo ratifican, el famoso ensayo de 1919 sobre Lo ominoso de Sigmund Freud; Anatomía de la destructividad humana de Erich Fromm; Homo Sacer de Giorgio Agamben; o las disquisiciones de Jean-Luc Nancy en torno a La representación prohibida, por dar sólo algunos ejemplos heterogéneos y más o menos representativos de ese inexpugnable espíritu secular. No abundan en la ciencia, sin embargo, quienes se hayan abocado a pensar las causas del vacío interpretativo que deja lo ominoso cuando se retira, y –más aún– las hayan enfrentado con afán resolutivo. El sociólogo uruguayo Gabriel Gatti, radicado en España desde 1976, es uno de ellos.

 

Identidades desaparecidas

Gatti se propuso pensar la catástrofe que significa para la identidad y el lenguaje la figura del detenido-desaparecido: “un individuo retaceado, un cuerpo separado de su nombre, una conciencia escindida de su soporte físico, un hombre aislado de su historia, una identidad desprovista de su credencial cívica”. La empresa se llama Identidades desaparecidas. Peleas por el sentido en el mundo de la desaparición forzada (Ed. Prometeo, 2012) y es uno de los trabajos más inquietantes de la sociología contemporánea. Fue, empero, una tarea ímproba y embarazosa frente a una sociología que –como él mismo describe– “se quiso neutra, inocua, limpia, inocente y objetiva”, como si estuviera compuesta por observadores distantes y equitativos, “miembros de un tipo especial de comunidad, la de los científicos adiestrados para ser testigos” del devenir social; como si no formaran parte de la sociedad que diseccionan y etnografían. A contrapelo de esa corriente disciplinar, Gatti abre su trabajo de un modo poco ortodoxo, por no decir incorrecto: “Mi nombre es Gabriel Gatti, enseño sociología; soy hijo de Gerardo, hermano de Adriana, cuñado de Ricardo, primo de Simón. Todos son o han sido, bajo distintas formas, detenidos-desaparecidos”. El capítulo en el que plantea este involucramiento sin ambages, y en el que anticipa su método de trabajo, se titula, palmariamente, “Sociología desde el estómago”. No es poco si tenemos en cuenta que Gatti es el responsable del doctorado de Modelos y áreas de investigación en ciencias sociales de la Universidad del País Vasco, y un referente de la teoría sociológica actual. Gatti confiesa que carece “de marcos interpretativos, de estructuras, de esquemas o sistemas de pensamiento… desde el que atrapar comprender, clasificar y ordenar” su objeto de estudio. Pero es esa declaración, mezcla de impotencia, parresía, implicación y carencias, lo que –paradójicamente– le permite trascender el balbuceo. En línea con los pragmatistas, Gatti asume que el objeto que rehúye a su entendimiento no es aprehensible mentalmente, sino en el mundo de la vida; es decir, a partir de su propia experiencia, y en la medida que es compartida por otros: “el tipo de detenido-desaparecido del que hablo, el mío, el nuestro –¡uf!– habita en un espacio impreciso entre la vida y la muerte, en el que se desmoronan dos cosas: la arquitectura moderna de la identidad; la posibilidad de representar”. Es, por lo tanto, la asunción de ese saber interactivo y en movimiento permanente, lo que posibilita que emprenda su propio camino del héroe a través de cartas, e-mails, archivos, jurisprudencia, películas, novelas, fotos, exhumaciones, testimonios y –por supuesto– su propia experiencia. A partir de lo cual resignifica la serie “trauma”, “acontecimiento” y “catástrofe”, para después de varias odiseas regresar con 10 proposiciones y dos viajes –no exentos de humor y ácida ironía– que deconstruyen la difícil distancia que se extiende entre lo ominoso y los recursos interpretativos. Es un proceso de singularización del detenido-desaparecido que Gatti entiende como colaborativo, en tanto que expone la capacidad colectiva de “vencer al horror vacui sin cancelarlo, de meterse de lleno en ese agujero que perfora la realidad” para pensar lo propio y desde allí cambiar el estatuto de lo inexplicable, volviéndolo visible y, por lo tanto, una variable de aproximación, un principio de intelección. Lo cual, dice, no deja de ser esperanzador, porque “se ha inventado un concepto, se ha dado con una herramienta para pensar en lo inefable, lo oscuro, lo invisible”. Y porque, además, opera como metáfora de otras figuras “desaparecidas” (el desocupado, los marginales, los sin techo, los locos, los exiliados) que revisten similar incomodidad, invisibilidad y desubicación pública.

 

Infancia clandestina

Tras el éxito de Infancia clandestina la TV Pública le dedicó un programa especial. En un pasaje lateral pero llamativo de ese programa, su director Benjamín Ávila dice: “Desgraciadamente para mi historia personal, María no existió”. La frase, que se repite en otras entrevistas con algunas variaciones menores, siempre tiene la misma carga confusa de satisfacción, tristeza y coraje. Ávila se refiere a esa púber ensoñada (Violeta Palukas) que con sus gráciles serpentinas logra conjurar los oscuros retumbos de lo ominoso. Él conoce a la bestia desde adentro –tal cual lo confirma la notable interpretación que hace del represor–, pero necesita iluminarla con sus luces, enfocarla con su cámara, hacerla visible, vulnerable. Y la invención de María, junto al personaje Juan-Ernesto (Teo Gutiérrez Moreno), conforman el capote rojo que le permite enfrentar las cornadas de lo incomprensible y realizar la media verónica que lo dejará en posición de inmovilizar a la bestia. Esa inocencia es el riel sobre el que realiza un travelling de 110 minutos por los meandros de una historia conocida, de la que aún sobrevienen fantasmas, silencios y dolores, pero también sueños compartidos, deudas públicas y la húmeda remembranza de un primer beso en la boca. Como en Los rubios, aquella emblemática película de Albertina Carri, en que un grupo de jóvenes parodia una familia de “subversivos” para comprender y (re)construir su identidad, Infancia clandestina interpela las lecturas que se hicieron de un derrotero que es el de Ávila, pero que también es el de todo un país –tal como se vio reflejado en su encuentro con el público y la crítica.

En este sentido, Ávila colabora con Gatti (y viceversa). La obra de estos dos autores –miembros de la misma generación y víctimas de las mismas dictaduras–dialogan entre sí y traccionan sobre un presente regional amplio. Más aún: sus estrategias dramatúrgicas, con partes iguales de valentía y desesperación, no sólo objetivan lo ominoso, lo vuelven inter-comprensible, político.

Fernando Peirone

 

 Publicado en marzo de 2013 en Le Monde Diplomatique con el título Representar lo ominoso

Link a la nota: http://www.eldiplo.org/index.php?cID=2001329

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