Produce Monstruos, Capítulo 1
25 de mayo
Araujo siempre dijo saber el modo en que íbamos a morir. No sé si sabrá de este final.
Nadie reparó en lo que Abel Araujo decía bajo el artificio engañoso de las formas: su voz suave, su sonrisa amable. A mí no me engañaron las formas; yo creí en ideas, ese es mi fracaso.
Tuve en mis manos el austero anuncio de los hados, y no lo advertí. Ahora es tarde para evitar lo que comienza a sucedernos, ya soy el responsable de este presente. Me dejé ganar donde no se puede perder, y conmigo perdieron todos.
Nadie sabe de dónde provienen las plagas que nos azotan; no hay un solo hombre capaz de imaginar el encadenamiento fatal de sucesos que nos conducen hasta la muerte. Y yo, que sé, en este cuarto ordinario, sin más posibilidad que la espera, espero.
En la noche larga, de los demás, se festeja el aniversario de una revolución lejana, inexistente. No tengo esa suerte, yo conozco a la gente —¿cómo creer cuando se conoce a la gente?—, y escribo; la literatura es desdicha.
Hubo un tiempo ya viejo en que juré tener una vida trascendente, ser un hombre sin medida en lo común. Y la luz de la gloria estaba, se filtraba. ¿Por qué cuando era joven no sentía frío? Ahora el insomnio me obliga a esperar el alba entumecido por el frío. Me canso. Dudo poder seguir. El fervor que supo de mí, me abandona; lejano, me desconoce. Miro, me miro, los colores, los pocos colores que me rodean en este cuarto que empieza a desenmascarar sus impurezas por la luz de la mañana y por primera vez, sin engañarme, puedo decir que adquirí la conciencia de mi condición. Pero mi lucidez es terminal.
26 de mayo
No quiero hablar con nadie, no puedo. Sólo relato por escrito, con palabras que en otro momento amé, la contienda mortal que mantuve con Abel Araujo, la historia exánime del hombre; el proceso por el cual pasé de ser una buena promesa —alguien que podía ocuparse de todo— a esto, pétreo cansancio.
Un silencio antiguo me puebla el alma; como una gangrena, paciente y certera, avanza lejos de todo manejo y dominio; incontrolable, me llena el hueco que se abrió en mi carne mucho antes de mí; he perdido las defensas y me encuentro —como nunca— expuesto (tan desnudo de Todo) al mundo y a la nada. Miro por la ventana la tarde silenciosa. En unas horas volverá la noche, y volverá el insomnio; estoy condenado a pensar, a repetir una pelea de la que conozco el final. ¡Si pudiera regresar a mi madre, a los brazos que tantas veces me cegaron! ¿Por qué se ausentaron cuando más los necesitaba? ¿Quién maneja la exactitud de la crueldad? Ahora me guía la pasión, un despecho épico, en contra.
27 de mayo
No sé si vale la pena escribir. No sé si tienen dignidad estas palabras. Pero es lo único que sé hacer. Y acá está mi vida, en los pálidos papeles de este diario. Apilados, uno a uno, cuarenta y cinco años de vida, con todo lo que quise.
(…) gran parte de mis recuerdos se remontan, indefectibles, a las mañanas de una infancia lejana. Dejaba atrás la puerta de madera que limitaba mi casa con el mundo y corría. Corría. Durante años fue de esa manera. Salía de mi casa dando pequeños brincos sobre una pierna y luego sobre la otra hasta alcanzar a los demás y mezclarme en el bullicio desordenado de las calles y los negocios que rodeaban el Mercado Municipal frente a la plaza de Primera Junta. Miraba la gente, la infinita variedad de objetivos que guiaban a cada uno y pensaba que nada podría contra la libertad incontrolable de la diversidad. No sabía lo que sé.
Ver si este párrafo está bien ubicado. Antes estaba en otro lugar. Compara con la version en word. Parado de frente a lo que he sido, recuerdo. Veo aquel niño que después será este adulto, y digo que nada justifica haber crecido para llegar a un final así. ¿Por qué no morí antes? ¿Por qué esta condena de asistir a mi propia muerte pleno de conciencia?
Supuse que la vida era una especie de brisa simple que nos daba en el rostro y el cuerpo con naturalidad inocua, incapaz de generar las pestilencias a las que me he acostumbrado. ¿Cómo podría haber imaginado lo que pasó? Sólo una observación extraviada —o paranoica—, podía suponer el rumbo al que cada uno habría de suscribir, esta triste mansedumbre. Por las calles, los semblantes demudados por la indolencia no son —como alguna vez se dijo— producto de la alienación. No. Yo desconfío de la mirada analítica, sé lo que nos costó y ya no puedo creer que alguien de este lugar sea el mismo, que algo en nuestra carne, en nuestra mente o en nuestro corazón infectado, mantenga alguna propiedad de aquello que fuimos y ya no seremos. Una pena instalada, adherida, nos reduce, nos apaga sin remordimiento; nuestro cuerpo, la vida elemental, ha sido condenada y, en soledad, sufre una tortura silenciosa y prolongada, la más absoluta postergación a la que se pueda someter a los impulsos entrañables de la condición humana. El germen siniestro de la muerte ha quedado instalado en lo más íntimo de cada uno, es una condena originaria, un callo que llevamos a cuesta desde el nacimiento y nos culpa de nuestra propia muerte. Todo cuanto nos rodea se encuentra abandonado, empastado de moho y humedad, degradado a gris. Si tan sólo pudiera recordar el momento en que rubricamos la derrota, el instante en que cerramos los ojos con resignación y nos entregamos al cauce de la desdicha. ¿Qué habría que decirle a la angustia para que se transforme en vida?
Fui, ya no, un hombre provisto del brillo de la inteligencia. No me alcanzó. Me quedé a mitad de camino. Hice todos los esfuerzos para ser el mejor, mi cuerpo era una fibra atenta por donde corría sangre buena; quería aprehender la vida sin que se me escapara nada, ningún detalle debía serme indiferente. Tenía los ojos abiertos, cuando miraba era Dios el que veía, estaba entrenado para detectar lo inasible, aquello que para una persona común resultaba imposible de imaginar. Me engañé, me engañaron. ¡Sabían de este final! Cada uno sabía qué estaba permitido, qué podía imaginar, y no me avisaron. Supongo —y no puedo dejar de sentir ese implacable dolor que desde el principio me acompaña paciente, como una marcha fúnebre— que, como yo, ese destino, privado de mí, errará sin cuerpo, como un barrilete de nada, extraviado, incompleto, ya oliendo mal.
28 de mayo
Voy a recordar; voy a volver sobre cada paso hasta encontrarme con el primer momento: los hombres sólo son vulnerables al futuro. ¡Sombra terrible de Facundo, voy a evocarte! Soy Sarmiento, una pluma implacable: mi destino, mi condena. Araujo ganó, es cierto, pero el recuerdo es lo único que podrá con él. Me falta el aire para sostenerme erguido como debiera. Dudé de la historia y perdí. Supuse mal, confié demasiado en lo que creía. Ahora sólo puedo recomponer los hechos que me ligan a Abel Araujo, su presencia es un fantasma imponente que está fuera de mi alcance y pretensiones.
29 de Mayo
Hoy, que debiera olvidar, me impongo el recuerdo: “Una existencia absurda no tiene ningún sentido de ser vivida. Nadie lamenta la muerte de un imbécil”, decía. Nos daba nombre.
Los dolores de cabeza me engañan y me postergan, me pueden. Como el ángel de la historia, sin defensas y sin aliento, condicionado, no puedo hacer otra cosa que mirar hacia atrás y ver que el pasado vuelve para vencer, para entregarnos.
Como todas las noches vuelve el insomnio, es el mismo de Hemingway, el que lo sedujo con el final, suenan sus pasos pesados sobre la madera. Pero no es él, soy yo, sin su grandeza, el que camina y escucha, atormentado, el sonido de sus propios pasos: el invitado a morir.
La vida me condenó. Soy una hiena que vive de las sobras del tiempo, soy el único indicio de lo que nos pasa. Este es mi testamento, la transcripción de los hechos que carcomen lo que queda de mí con la vergüenza más triste. Pero es necesario que lo diga. Dejo lo necesario para saber el origen de esta historia que nos arrebató todo.