La caída
“La decisión de ser es siempre un riesgo”
El exilio de Gardel
La circunstancia de que sea un hombre vencido quien nos cuente el fragor de una batalla puede despertar poco entusiasmo en quien se apresta a atender. Pero ¿desde qué otro lugar puede hacerlo alquien que pretende hablar de las palabras y la naturaleza?
Uno, al tratar este tipo de temas, como ante un texto, tiene la posibilidad de dos regímenes de lectura[1]. Uno dirigido directamente a las articulaciones de lo anecdótico, sin más voluntad que para vivir admirándose de lo inapresable, ignorando o resignando la esencia de las cosas; en ese caso la pérdida no produce angustia inmediata, sino que adquiere la forma de un sedimento que, al final, nos entrega al mundo sin respuestas. En la otra posibilidad pesa el texto, y ligada a él lee, si así puede decirse, con aplicación y, ardientemente, atrapa en cada punto del texto los intersticios que cortan el lenguaje; no es la fascinación de lo que se ve lo que lo cautiva, el deshojamiento de la trama (como una verdad revelada), sino la superposición de los niveles de profundidad en que se esconde la esencia. Se podría decir que la primera es una visita guiada por el mundo de las cosas. La segunda cae en la indomable tentación de interrogar e interrogarse, a raíz de lo cual el hombre sabe que se hace pasible de una nueva “caída”; aún así comete el pecado, esa es su suerte.
En agua de borrajas
A los efectos de la búsqueda que se plantea este artículo, resulta más útil esta segunda posibilidad. Dice Ana Luca[2]: “la incapacidad de hablar es el gran dolor de la Naturaleza. Su redención depende de la vida y la lengua de los hombres. La naturaleza, tal como se expresa en la Biblia, prorumpiría en lamentos si pudiese hablar. Este lamento manifiesta su impotencia frente a la lengua. La naturaleza es triste porque es muda, porque está condenada al silencio. Pero su mutismo, origen de su tristeza, significa algo más que su incapacidad de hablar, expresa la tristeza de aquello que puede ser conocido sin, a la vez, poder conocer. Tras el pecado original, la palabra ha perdido su poder nominal, que traducía a lenguaje sonoro el lenguaje mudo de las cosas. La caída también ha proyectado sus efectos sobre la naturaleza, ya que las cosas han quedado abandonadas a la locura y al llanto. El pecado original es el acto de nacimiento de la palabra humana.”
Vemos aquí que la palabra humana carece del poder de contener en sí lo que expresa. El lenaguaje nos ha defraudado, ya no es posible, entonces, soñar: “si el nombre es arquetipo de la cosa/ en las letras de rosa está la rosa/ y todo el Nilo en la palabra Nilo./ Y hecho de consonantes y vocales/ habrá un terrible Nombre, que la esencia/ cifre de Dios y que la Omnipotencia/ guarde en letras y sílabas cabales.”[3] La realidad, hecha de cosas nombradas, ya no es un devenir, no nos contiene más que como a otras “cosas” nombradas que, como objetos destinados a obedecer la ley de la gravedad, no hacemos más que lo que se espera de nosotros; aún cuando intentemos rebelarnos no sabemos contra qué hacerlo y descargamos broncas y energías con cosas absolutamente acccesorias a lo esencial como lo son la política, la economía o la ecología, que se nutren del numen filosófico que ordena lo social. Como ya nos lo advirtieran León y Pablo en el artículo del número anterior, fuimos vaciados del sentido propio y vueltos a llenar con un sentido ajeno: el yo. Sucede que en ese proceder macabro del mundo, el cuerpo también es naturaleza que en su incapacidad de hablar expresa su tristeza de aquello que puede ser dirigido y nombrado sin más posibilidad que la de obedecer. ¿Quién lo redime? ¿Qué oculta, tan endemoniado, que no le damos la libertad? No hace falta entrar en detalles para saber el modo que tiene el cuerpo para expresar su queja, a esta altura ya todos podemos suponer que los tumores son lágrimas de carne y que el SIDA es la defección corporal de nuestra singularidad impotente de expresarse en medio de una realidad consensuada.
Arrimes intespestivos
Hablar –u oír hablar– de este modo conlleva la sensación del miedo, aparecen extraños fantasmas y uno siente que es una hoja arrastrada por vientos huracanados de extrañas conspiraciones. Esa sensación de vértigo se parece mucho a un mecanismo de defensa. ¿Cómo nosotros, tan correctos y educaditos, vamos a permitir vernos a merced del caos infinito de lo diverso, de la otredad? Es preferible aceptar las cosas como son, y listo. ¿No? Pero ¿quién se hace cargo del muerto?, ¿no sospechamos acaso que ese muerto anda y se pudre con nosotros, en nosotros? Al suprimir el “desorden” de vernos sin los lentes del poder, no hacemos más que entregarnos a la ilusión de una realidad virtual; y recorremos el mundo de los acontecimientos interiores y exteriores dándole estatuto de real, super-yo mediante, a la percepción condicionada de lo que sucede. El término “real” no es inocente, en algún lugar nos solicita que nos hinquemos de rodillas ante su alteza “la realidad”.
Lo que no ponemos a consideración al vivir bajo el dominio de una realidad consensuada es que en ese paquete accionario vienen otras alimañas. La cultura, que funciona como una especie de inconciente colectivo, nos enseña qué se debe hacer ante cada estímulo, nos “invita” a alcanzar la virtud. Y nosotros, tiernos cachorros de Pavlov, vamos hacia ella condenando todo aquello que no lo sea. ¿Es o no es este mecanismo, en pequeña escala, la prefiguración de lo que después, a gran escala, es la eliminación de las diferencias que practicaba el nazismo? Los más civilizados saben que no hay que eliminar, que deben “tolerar” al diferente porque así lo indica el espíritu democrático. Pero, como dice Massimo Cacciari: “¿qué es lo que se tolera sino aquello que no estimo verdadero? Si yo estimo verdadero un discurso, no lo tolero: lo comparto. A aquello que estimo verdadero, necesario, bueno, no puedo tolerarlo, lo quiero, lo comparto, tomo parte en ello. Pero si no considero verdadero aquello que tolero, ¿no es una consecuencia inevitable el querer eliminarlo? (…) Si me topo con alguien que está en el error, ¿no me encuentro moralmente obligado a sacarlo del error?” En este mecanismos el tolerante se adueña de la verdad y en su interior anida el deseo profundo de conducir aquello que se considera erróneo hacia la verdad, y la cultura, como lo indican sus máximos exponentes, los filósofos iluministas, siempre está en la tentativa de erradicar el error. O acaso no es eso lo que se esconde en la eliminación de musulmanes de la guerra fraticida de los Balcanes. Recuerdo que por mucho menos se puso en marcha toda la parafernalia del Nuevo Orden Mundial en la ya olvidada Guerra del Golfo. ¿En lo más íntimo de nosotros no seremos cómplices de aquellas muertes lejanas? ¿Nuestros pensamientos, nuestros rezos nocturnos, nuestras civilizadas búsquedas, no serán el lugar en que se sostienen aquellas muertes y tantas otras mucho más cercanas?
Yendo un poco más lejos todavía, y volviendo al lenguaje, a León y a Cacciari, si la palabra paz viene de pactum, si es propiamente un pacto, una tregua, entonces, el estado cívico en el que vivimos hoy, abierto desde la guerra, es una derrota que reproduce un modelo de cultura. Ese mecanismos, que por próximo puede parecernos singular, es el mismo con que opera la cultura en occidente, sólo que en los países centrales ya no se permiten el grotesco espectáculo de un Videla, un Stroesner o un Pinochet. La “libertad”, ¿qué libertad?, no existe. Hemos perdido, la hemos perdido. Sobre la vida de cada uno pesa, encubierta por la democracia, la vigilancia y la amenaza de la muerte. Ese es el infierno tan temido. No queremos más lola.
Volver al caos
Si quiero construir una paz verdadera, profunda, en la confrontación con otras posiciones, debo reconocerlas como otras y, al mismo tiempo, como distintas de mi, pero necesarias a mí mismo. Aprender a vivir en ese caos ingobernable de “otros” ingobernables es parte de la información que nos exige perder el mundo para ser admitidos en su banquete. Y así con todo, con la palabra “amor”, cuyo contenido se encargan de expresar las agencias de publicidad a través de sus productos; con la palabra “ser”, que su significado intransferible se haya subordinado a las demás palabras.
Los griegos presocráticos decían que en las cosas había un exceso con el que el hombre se podía comunicar, era una experiencia que mutaba de seres y que en sí admitía la aventura, la diferencia, la sorpresa, y se revelaba como un florecer evanescente que se producía en el disimulo de los ojos. La realidad momificada ya no es ese devenir dinámico en el que estábamos comprometidos. Ahora, el lenguaje media entre esas cosas y nosotros, y los adjetivos, desde que somos pequeños, son las puertas por donde ingresa el decir político y huye, inalcanzable, nuestro bien más valioso, lo que nos hace amables: la singularidad. El lenguaje es instrumento y traba al mismo tiempo y sólo en el quiebre del sentido algo de nosotros, mudo, ve la luz. Ese algo sabe del dolor original, sabe que la persona (máscara) engaña y que ninguna palabra expresa la verdad si no hay un cuerpo que la respalde. Ese algo sabe quién soy, y aún en la derrota tiene derecho a contar su versión de las cosas.
[1] Así explica Barthes las posibilidades de abordar un texto
[2] Ana Luca, introducción a Walter Benjamin, Altaya 1995
[3] Jorge Luis Borges. El Golem, 1958