Elegía a un nombre propio

Hace algunos días, bebiendo, sin nadie, apenas con la música de fondo de un Mozart eufórico, llevé los ojos a través de vidrios, de ventanas, del aire transparente, hacia la nada infinita que se abría más allá, y sentí que todo lo que era y había sido se derrumbaba hasta tornarse en algo que ya no era yo y que en modo alguno dominaba. Miré el wiskhy, su color ambarino, buscando una explicación. Era mi primer vaso, apenas si lo había probado. Recordé que alguien alguna vez había dicho que el wiskhy era una bebida peligrosa. Subí lentamente la mirada, y allí estaba, detrás de la materialidad, detrás de todo, esa imprecisión, esperando, seduciendo. Espabilé. ¿Qué pasa? ¿Soy yo? ¿Es el wiskhy? Volví al wiskhy, en la superficie un hielo dejaba de ser lo poco que era. Reconocía en ese líquido la presencia de una bebida espirituosa, que en sí guardaba clamores épicos, viajes, ansias de descubrir; pero, al mismo tiempo, entendía que allí, en su malta beatificada, anidaba el abismo, una solución aciaga, algo que siempre me exigía más de lo que era. Las veces que había tomado wiskhy siempre tuve la sospecha de que si me dejaba llevar, irremediablemente, me exponía al absoluto placer de fundirme en un caos desconocido. No pude evitar analogías y recordé lo que decían de Las enseñanzas de Don Juan, las malas lecturas de Nietzsche, el paroxismo ridículo del surrealismo. Pero lo que me ocurría no era nada de eso. Era como si, sumergido en la lectura apasionada de un texto literario, sintiera que era, no ya un personaje o una escena sino las letras, los espacios en blanco, los silencios, todo lo que callan las palabras ordenadas para contar. Espabilé nuevamente, me aseguré de que estaba solo, de que nadie me estuviera observando. Dije: sólo una mente enturbiada por la locura es capaz de semejantes pensamientos –nadie podía oírme, nadie podía comprenderme. ¿Qué diablos me está ocurriendo? Alejé el vaso definitivamente y levanté la mirada lentamente después de la ventana, allí estaba. Todo a mi alrededor era sospechoso. ¿Será la influencia de mis últimas lecturas? ¿Será lo que estoy escribiendo? No supe responderme. La música de Mozart avivaba todo el ambiente, lo elevaba. ¿Será esto la locura? Supuse que nada podía sacarme de la duda. ¿Qué es eso que me atrae? Era una sensación semejante a cuando me duele una muela y después de localizar el punto exacto donde se origina el dolor, aprieto, muerdo, hasta sentir el placer y el tormento salvaje, aborigen, de sucesos pasados que se extiende a todo mi cuerpo.

Como un Artaud, perdido, vejado por las espinas de una historia injusta, dejé mi cuerpo en una silla. Los mares del olvido, entre coros, me esperaban. Me vi sentado, en medio de todo y de nada a la vez. Pensé en hacerme cagar, eran más de las doce, el desorden del mundo me incluía, sin sentido; fue que no tuve valor, o la vergüenza de verme sobrepasado por una dificultad, pero no lo hice. Miré la ventana, más allá, los reflejos, el cielo apenas. Me descalcé, apagué las luces y, otra vez, abandoné mi cuerpo sobre la silla, en el límite de lo posible. Todo el ambiente quedó sumido en  una oscuridad excluyente, y a pesar de que era un lugar y de que podía describirlo con lujo de detalles con un acto reflejo, sin necesidad de apelar a la memoria, el negro profundo que me rodeaba se había devorado todo, y el más familiar de los lugares se había transformado en una realidad extraña, alterada, de otro. Aquello que antes estaba más allá de la ventana había ingresado donde yo estaba, era yo mismo.

Pasaron más de dos semanas de aquel extraño acontecimiento y sólo recuerdo sensaciones, un desmayo en vigilia, la incorporación al universo, sucesos antiguos, mi propia vida pobre vista desde arriba, la inmaterialidad, una mañana, aquel otoño.

Ahora hay viento, viento gris, arrastrando papeles, épocas remotas, palabras que no nombran, algo que ya no soy yo.

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