Diario demorado de la infancia en Venado Tuerto
“Sobre el asfalto de la avenida la luna
es un largo silencio, y el amigo
recuerda otros tiempos”
Cesare Pavese
21 de Junio de 1995, frío de invierno
Dice un dicho inglés que la única manera de hacer reir a Dios es contándole tus planes para el futuro. Los ingleses, que con los dichos han sabido alcanzar la precisión de un reloj suizo, aprendieron que es más importante el viaje que el destino, que los puertos –siempre lejanos– tienen la medida de los sueños del hombre. Por eso y porque el pasado en su escasa presencia no deja de seguir venciendo a nuestra memoria, es preciso –y tal vez urgente– rebelarse a la unívoca noción de vida que nos acompaña como una marcha fúnebre hacia el final de los días, mezclar los tiempos verbales y hablar con el niño que fuimos o mezclar las añoranzas con el presente en una danza carnal interminable. León Rozitchner nos enseñó que las modalidades del poder se extienden en nosotros, en nuestros cuerpos parcelados, que las variables de la historia tienen la terquedad de persistir; el hombre se acostumbró tanto a que la realidad se desarrolle de un modo irrecusable que –como dice Casullo– la mirada ha sido reducida al triste consuelo de acompañar los hechos irremediables. La renuncia a este Contrato Social Posmoderno no está prevista en el registro de las personas.
Recuerdo momentos de la infancia, ayeres con aroma a leche caliente, juegos borders, tardes de viento apacible. Allí estoy, venciendo sin saberlo, abriendo los pasos que me traían a la Biblioteca, a ustedes. Siempre tuve añoranza de algo que no podía explicar; cuando me faltaba algo, cuando me enamoraba y allá, en el final irremediable de la espiritualidad, había un vacío insondable, un hueco abierto a la incertidumbre que como la voz de una sirena me atraía.
Hoy que las variaciones del mundo han llevado al hombre a abandonar los interrogantes, hoy, en la época en que las horas se cotizan en la bolsa de trabajo, qué vergüenza devenir actualidad, ¿por qué no beso eterno, recuerdo, abrazo, corazón desbordado, ánima, ayer, silencio rojo de flor? Yo he decidido perder el tiempo sin solución de continuidad, caminar sin prisa sobre el asfalto en que duerme la luna, pensar, y recién entonces existir. Abdico de los privilegios que hasta hoy me hacían parte de las convenciones sociales. Basta de monogomia, basta de miedo al Edipo, basta de horarios sin poesía, basta de la forma que tiene dios de ser dios, basta de mi pobre agradecimiento, basta, se acabó. LLoro si tengo ganas, escribo, o muero de música, de Mozart. Mi norte es lo imposible, y Catastro no posee el plano.
Una de las maneras más interesantes de perder el tiempo que encontré ha sido vivir, venir en los días hasta ustedes, conocerle la cara al Nano, convencerme de que es posible que exista un tipo como el Mili, que alguien cante como el Cari, o repetir infinitamente el mismo brindis –con las mismas personas, ese paisaje privilegiado– en las pausas que hace el mundo para dormir. Cuentan que los semánticos, con buenas razones, atacan el lenguaje porque es el valuarte detrás del cual se esconde el pasado. Desde allí vengo, desde un recuerdo que moldeo con las manos, sin palabras. Creo –y sino es así, que así sea– que nos buscamos, que fuimos (somos) restos, partes, de un cuerpo que nos espera, de un soñar.
Es tan difícil para un rico que se ha vuelto pobre creer en su pobreza, como para un pobre que se ha vuelto rico creer en su riqueza. Así, nosotros, pobres y ricos a nuestra manera, traemos el lastre, las formas permitidas en que se puede desear. Ese es el lugar común que vencimos y debemos vencer todos los días; partir de cero, menos que cero: buscar en la anterioridad, elaborar nuestras propias formas de pensar. Entonces –nuevamente Casullo, tan útil– preguntarle al pretérito no es nostalgia por el pasado, sino un continuo resistir la cancelación de la experiencia humana: escuchar, descubrir, el sonido de nuestra singularidad. De allí la importancia de hacer una interpelación a la genealogía de nuestro cuerpo, de nuestros valores. Estamos autorizados –nos lo hemos ganado– a ser lo que estamos preparados para ser. No es casual nuestra junta. El futuro no fue inocente. Asumimos la responsabilidad de la deriva que nos juntó. Cuando éramos niños, sin saberlo, elegimos esto que somos y aún no éramos. Como si fuéramos un lapsus en que ha incurrido la historia, a nosotros nos explican las búsquedas temerosas de felicidad del género humano, el inconciente colectivo, los intentos fallidos de paraíso. Esa es nuestra fórmula. Ahora nos reune la forma humana de un destino inconcluso, somos un viaje sin puerto preciso, el olvido y la renuncia de viejos dogmas. Que no nos sorprenda el cielo. Fuimos hechos para ansiar, somo seres in-quietos: la vocación nos hace libres.