Destinos

Exhaustos de admiración y de dolor, los antiguos griegos asistían al teatro y presenciaban en silencio cómo su valiente Edipo obedecía la voz del oráculo, pero por sobre todas las cosas, eran testigos impotentes de la decisión profunda de Edipo de abandonar Corinto para ir a Tebas, al encuentro de aquello que intentaba escapar. Imaginémonos por un instante lo que sentían esos espectadores, esos espejos; sus ojos eran testigos irreductibles de la tragedia del hombre que se arrancaría los suyos como castigo por no haber visto la trampa que le tendía la fortuna o, finalmente, por haber creído en el conocimiento de que la vida y el mundo eran dignos de su apego. Desproveyendo a la pieza de Sófocles de toda moraleja o intención pedagógica, ese puñado de hombres enmudecidos padecían junto a Edipo (com-padecían) lo que ellos mismos sufrían en sus propias carnes: la vida como comienzo de la muerte, pero al mismo tiempo, la muerte como condición y estímulo para vivir.

Los griegos designaban esta turbación humana con la palabra “moira”, cuya traducción más común es “destino”; pero hay una acepción más próxima a la etimología que la describe con mayor precisión: “lote”. Y es eso el destino: un pedazo de tierra. Ni más ni menos que lo que dice el Coli a menudo cuando trata de explicar su origen mercedino, su apellido, sus inclinaciones aristocráticas por el ocio, su existencia: “Yo soy un tipo fino, con buen gusto y una sólida prosapia. Lo que pasa es que la cigüeña, en su viaje hasta mi hogar, se cansó antes de tiempo y me dejó de este lado del alambrado, en el humilde campo de los Colicigno. Pero si no se hubiese cansado, si hubiese pasado el alambrado, habría nacido en la estancia de los Alzaga Unzué y hoy sería un dandi dedicado a disfrutar de los placeres de la vida.” Eso que el Coli dice medio en broma y medio en serio, es la “moira”: el lugar en donde fuimos a caer, la suerte que corrimos después que se echó a andar la ruleta inexplicable de la vida. Una vez que nacemos ése será nuestro medio, nuestro tiempo, y allí, únicamente allí se desplegarán nuestras posibilidades.

Un problema complementario, igualmente complejo e irresoluble, es la actitud que uno debe tomar ante ese camino ominoso y plagado de alternativas diferentes que es nuestro destino: ¿Qué hacer? ¿Esperamos a que todo ocurra, y de ese modo decidimos? ¿Tomamos las riendas de nuestra vida y nos lanzamos al mar desconocido a conquistar sueños? ¿Tratamos de adivinar cuál es nuestra meta y enfilamos hacia ella todas nuestras energías? ¿El mundo es pasible de transformación o, hagamos lo que hagamos, siempre será lo que deba ser y nada más?

Esa es una disyuntiva sin resolución, sin embargo hay algo nuestro muy íntimo, intransferible, que llegado el momento –un único e irrepetible momento– decide qué hacer.

Todos recordarán la anécdota de los jugadores del Dínamo de Kiev que, amedrentados por los alemanes que habían ocupado ya gran parte de Rusia, son obligados a jugar un partido de fútbol con los soldados del Fürer bajo la única condición de perder, caso contrario serían fusilados. Ante la imposibilidad de otra alternativa, juegan. Y sin demasiadas ganas de disputar el partido se van al descanso perdiendo tres a cero. A los pocos minutos de comenzado el segundo tiempo, lo locales meten un gol. Era el del honor, una pequeña rebeldía ante los sólidos y ensoberbecidos alemanes. Segundos más tarde, uno de los jugadores se encuentra con la posibilidad de concretar un segundo gol, y no la desperdicia: aún seguían perdiendo y la inquebrantable voluntad germana no iba a bajar los brazos por dos goles. Las cosas comenzaron a complicarse cuando se presentó una tercera oportunidad; habrán pensado: “sólo vamos a empatar, después ellos van a meter el cuarto y todo se va a arreglar”. El partido se mantuvo empatado por más de veinte minutos. Hasta que en un momento el capitán del glorioso Dínamo de Kiev, miró a cada uno de sus compañeros de equipo; luego se miraron uno a uno, entre todos, se reconocieron, y sin palabras se entendieron. Podían ganarlo, y preferieron morir. Así vino el cuarto y el quinto gol. Cinco minutos después de haber terminado el partido, con las camisetas empapadas de transpiración y de sangre, los once cuerpos sin vida quedaron tendidos en el campo de juego.

Una alternativa muy común es ser víctima de circunstancias que otros eligieron. Tal es el caso de un jovenzuelo de una triste población del norte de la provincia de Buenos Aires que hasta los catorce años dedicó sus días a salir de la villa, a liberarse de lo que parecía ser la dirección unívoca de su vida. Cerca, a pocos pasos de su breve universo, un hombre unos años mayor que él, igualmente obstinado en liberarse de su condición social marginada, pero sin ningún escrúpulo, soñaba con hacerse llamar “Juan Porteño”, como un resonado y temido caudillo que había liderado esas tierras allá por principios de siglo; después de años y de haber hecho méritos suficientes como “ayudante” en el negocio de la prostitución, quería tener su lugar. El joven, por su parte, había trabajado, y tras haber estudiado en una academia nocturna de la Provincia de Buenos Aires obtuvo un título secundario. Ese día se presentó a su madre con la noticia. Ella lloró de emoción y él la consoló orgulloso de su conquista. Una noche cualquiera y especial a la vez, los dos iban a encontrarse protagonizándose a sí mismos. El hombre debía demostrar quién era y hasta dónde llegaba su coraje, ese sería su antecedente, el derecho irrevocable de “un lugar en el ambiente”, el respeto de los policías; él desde hacía mucho tiempo sabía que ese lugar sólo se obtiene cargando una muerte sobre las espaldas. Esa noche cualquiera y especial a la vez, el muchacho salió de su casa, como todos los días, la posibilidad de morir era tan sólo un idea remota, ajena. Se encontraron. Y, por razones sin demasiada importancia, el hombre mató al muchacho en medio de un grupo de testigos y finalmente se ganó un lugar en el ambiente. Ahora ese hombre es “Juan Porteño”, el líder del negocio de la prostitución en todo el centro y norte de la cruel Provincia de Buenos Aires. ¿Por qué fue ése joven el que debía morir para que él lo alcanzara?

Otra posibilidad es, después de haber alcanzado una cierta iniciación, enfrentarse a la suerte confiando en que lo que ocurra siempre será lo mejor. Tal parece haber sido el caso de Juan Pablo I. Francis Ford Coppola, en su última versión de El Padrino, describe su asesinato con una escena sutil, impecable. Una noche lúgubre, entre los lúgubre pasillos del Vaticano, una monja se acerca a la habitación del Sumo Pontífice. En sus manos trae una bandeja de plata con una taza y una tetera de porcelana china. La hermana golpea la puerta enorme, alta, y habla con voz suave, como la que podría poseer un ángel: “Padre…, el te que lo hará dormir”. Después su atuendo negro, del color de la muerte, traspasa el dintel y se pierde en la penumbra de la habitación en que el Papa Juan Pablo I dormirá por última vez. Efectivamente era el te que lo iba a hacer dormir, pero para siempre. Una pregunta que siempre me hice después de haber visto unas diez veces la escena es: ¿el Papa no tenía suficientes evidencias para suponer que alguien lo quería matar? Y si lo hubiese sospechado ¿por qué tomó el te? ¿Confió en los hombres? ¿Confió en que lo que decidiera su Dios estaría bien? ¿Qué haría cada uno de nosotros en una circunstancia similar? ¿Violentaríamos el destino sobreviviendo? ¿Obedeceríamos muriendo? O haríamos sólo lo que tendríamos que hacer, sin defraudar lo que se espera que hagamos.

Pero allí no terminan las preguntas. Como sujetos, como individuos quejosos de incompletud, frente al destino inexpugnable, nos interrogamos acerca de eso que somos y que errante busca. ¿Qué busca? ¿Para qué? Nuestra paradoja, nuestro sino, es –como dice alguien cercano–: “pensar algo sin que a ese algo le importe, pero sin embargo no poder vivir sin ese algo al que nos dedicamos.”

Ese espacio, ese itersticio abierto entre lo que somos y lo que ocurre y viene hacia nosotros, por nosotros, es una hendija, una herida siempre sangrante, tal vez sin posibilidades de cerrarse jamás; al decir del poeta –que siempre habla mejor que uno–: “En algún lugar hay una vieja enemistad entre la vida y la gran tarea de la poesía.”

No es fácil hacerse cargo de esa contienda, mucho más sostenerla de por vida. Pero resulta incomprensible a la luz de lo que la cultura nos proporciona y de las escasas herramientas con las que contamos. Por eso, para estos casos, como símbolo, siempre es bueno apelar a un poeta y dejarlo que él hable por nosotros. Rike, en una carta, explica así a su hija por qué la ha privado de su compañía y de una vida familiar–: Desde pequeña te has ido dando cuenta de que esto no ha ocurrido por falta de cariño, de un modo arbitrario ni por ligereza, sino porque mi vocación exclusiva a las realizaciones interiores de mi vida fue tan grande que, después de un breve intento, me vi obligado a dejar de ocuparme de las cosas externas. Se me puede reprochar que mis fuerzas y mi modo de ver la realidad no alcanzaban a hacer ambas cosas; a una censura como esta no puedo contestar de otro modo que señalando en silencio a aquellas regiones a las que he lanzado todas mis facultades y esperar a ver si al final me acusan o me absuelven.”

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