Benjamines

Uno

Un hombre parado en la rivera izquierda del Sena, frente a Notre Dame, siente nostalgia de París, del París en el que sin embargo se encuentra. Añora un París que no es el que está frente a su mirada, un París que no está en ningún lado, pero que se le presenta en la experiencia del aura de su nombre con una intensidad que jamás podría encontrar en lo que, dando a la costumbre más crédito del que merece, llamamos realidad. Ese hombre añora lo que en el nombre “París” depositaron durante siglos voces y escrituras amadas[1].

Ese hombre es Walter Benjamin, sempiterno buscador de perlas forjadas con palabras.

El, como nosotros, envuelto en el mundo frágil de su mirada, busca, pide explicaciones a la imposibilidad de explicarse que encierra el acontecer. El divorcio entre las palabras y las cosas lo han dejado a merced de un grito irremediable que, lejos, adentro, muy adentro, nunca calla. Y Benjamin, tímido, de sonidos casi inaudibles, en el reconocimiento de la diferencia abismal que separa los nombres de la experiencia de esos nombres, llora, pero llora en silencio, ante la belleza de lo imposible, ante la historia interminables de hombres como él. ¿Cómo explica Benjamin a sus brazos el extrañamiento de no fundirse con lo que quieren? ¿Cómo darse una explicación ante la tentación que siente su carne insuperable, intranferible, por culpa de esa belleza extraña, siempre distante?

Dos

Como Benjamin, nosotros, hombres, oscilamos entre la dicha y el absurdo de vivir en un mundo ajeno, preguntando, penando por una respuesta. Y, hombres, como Benjamin, quedamos atrapados en una encrusijada: “cuanto más sabemos sobre nosotros mismos, más lejos estamos de una comunidad con las cosas. La inteligencia aparece, entonces, como el síndrome canceroso que nos separa de la experiencia, y el mundo se convierte en un fantasma”[2] inasible, irresoluble, en un destino inexplicable, en la sucesión infinita de instantes azarozos que rebasan un nombre propio, en el capricho de nuestros ojos: “El Tajo es más bello que el río que corre por mi pueblo,/Pero el Tajo no es más bello que el río que corre por mi pueblo.” (Pessoa)

Tres

Nosotros, hombres, Benjamines: indecisos por exceso de inteligencia, finitos por naturaleza, dioses por error, absurdos de inmensidad… vamos, sin nadie, expuestos al mundo y a la nada.

Alegres, escribimos, pero cuando escribimos la cadencia de la mano cae ante el embrujo de una tristeza final, última, que brega por salir y expresarse aún cuando podríamos jurar que somos felices. Y la voz de dios: “no me dejes caer en la tentación”. ¿Por qué? ¿Cuál es la desdicha de la que aparecemos? ¿Antes que yoes, qué fuimos? ¿El progreso, de qué se aleja? ¿Por qué la angustia de vivir? ¿No es que la vida era insuperable? Me llora la mano. Esta fue una semana difícil. ¿Alguien me puede decir por qué llora?

Cuatro

Delante mío, una especie de París se yergue incomprensible, y en el aura de su nombre (otro nombre, un nombre anónimo, desconocido, de llanura), en su libertad inerte, me espera. No es sin mí. No puede confesarse, le faltan las palabras que a mi me sobran. Hay calles, hay viento, pero no hay cenizas en el viento. No hay río Tajo, no hay agua tampoco. Sólo es denoche, nadie canta. Tal vez alguien muera –eso sí–, siempre hay alguien muriendo. Un hombre, en el laberinto múltiple de sus pasos, busca la ruinosa tarde de sus días. No puede (no puedo) hacer nada, va. Una vez dijo: “cuando sea grande”. Yo también camino, busco dignidad; peno brumas, hielos. Si al menos fuese posible el verano. “No”, parece decirme alguien. Me miro la mano: llora. No tiene consuelo.


[1] Alberto Giordano. Fronteras de la imagen, Boletin Nº2 del grupo de estudios de teoría literaria, febrero de 1992

[2] Eugenio Trías, Drama e Identidad, 1974

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