El Faca Lescano
A Miguel Murphy
El “Faca” Lescano no existe, es un nombre de ficción que viene a cuento de una historia que, por real, conviene disimular bajo los dudosos imperios de la fábula literaria. Si en algún lugar, estos remilgos se asemejan a recursos que con inmejorable maestría fueran utilizados por algún otro mentiroso, reclamo de los lectores el compasivo beneficio de la clemencia, pues no son muchas las cosas que alguien, dado al vicio de la escritura, pueda inventar frente a un mundo que se afana en aventajarlo con semejante devenir.
El “Faca” Lescano, entonces, no existe, pero tiene una historia. Esto que bien puede parecer una contradicción, es sólo una paradoja, como tantas otras, como la de ser argentino; y por si alguien cree entrever en esto la sombra de una desventaja, es menester de este servidor recordar que la zozobra y lo increíble, son fieles aliados del narrador en tanto lo eximen de tener que explicar lo inexplicable; alcanza pues con contar las cosas como son, absurdas o fantásticas.
En un sitio no demasiado apartado de nada existe un pueblo que a pesar del nombre que lo nombra echa sus raíces en lo más profundo de la pampa húmeda, más precisamente a la vera de la Ruta Nacional 33, el corredor asfáltico que une el puerto de Bahía Blanca con el de Rosario de la Vera Cruz. El pueblo se llama Murphy, como el irlandés John James Murphy, nativo de Haysland y emigrado a la Argentina en 1844 a la edad de 22 años junto a dos de sus muchos primos y un grupo de amigos en un bergantín sin fama ni esplendor que llevaba el nombre de William Peele y al que su maloliente capitán Sprott llamaba, entre neutro y afectivo: “she”. El viaje de estos muchachos que partieron de Liverpool con 16 libras cada uno, inspiraron al maestro Walter MacCormack a escribir su poema épico, mas algo chauvinista, “The Kilrane Boys”. La suerte que en especial corrió John James Murphy, desde que puso su primer pie en suelo Argentino el 25 de junio de 1844 tras nadar los mil quinientos metros que separaban al William Peele del Convento de las Catalinas (en el porteño barrio de Retiro), calca los avatares de la historia argentina con asombrosa precisión. Allí comienza una zaga familiar de más de 150 años que, sin prescindir de las esquivas alquimias del azar, incluye proezas, casamientos, proles numerosas, enriquecimientos vertiginosos y –como todo– decadencia, olvido, leyenda; hoy, de su genealogía sólo perdura un nombre despojado de fonética e historia en un pueblo de colonos que también se llamó Presidente Uriburu y Chateaubriand, al costado de la Ruta nacional 33. En este lugar desangelado y afecto a las hazañas deportivas, se desarrolla la historia de Raúl “Faca” Lescano, quien quiso el decir popular que con su mote refiera y recuerde el hecho fortuito y desgraciado que le costó 25 años de su vida.
Una mañana de otoño, Raúl Lescano, repitiendo una escena tan propia como trillada, se levantó para ir a trabajar. Apagó el reloj antes de que suene y en el mutismo previo a la salida del sol, tomó los cinco mates con que siempre terminaba de despabilarse. Después salió por la puerta de atrás, sacó la bicicleta y se fue. Como todas las mañana de abril, había niebla, y mientras pedaleaba sentía cómo el aire denso, frío, le humedecía la cara.
“Hola Raúl”, le dijo el sereno de la cerealera cuando lo vio llegar, y le acercó un mate caliente. “Hola”, dijo Raúl, sorprendido por el gesto amable que, por atípico, le llamó la atención. “¿Qué te anda pasando?”, le preguntó el sereno mientras Lescano chupaba de la bombilla. La pregunta del sereno lo puso en alerta: definitivamente algo no andaba bien. “Y qué me va a pasar, vengo a trabajar”, le respondió Raúl. “¿A trabajar?”, volvió a preguntar el viejo en medio de una carcajada sonora. Y sin solución de continuidad, Raúl pasó de un súbito arrebato de irritación a entender lo que estaba pasando. Entre somnoliento y rutinario, no había recordado que ese día la acopiadora de granos que administran los yanquis desde 1979, tenía auditoría y que a los estibadores les habían dado la mañana libre. Entonces, sonrojado y con la mejor cara de circunstancia que pudo poner, salió del paso: “¿Qué mierda es una auditoría?” “Y yo qué sé, vos viste cómo son los yanquis” , le dijo el sereno, que en un mismo gesto se encogió de hombros y chupó de la bombilla hasta hacerla gargajear. “No sé para qué sacan tantas cuentas si los números siempre les dan bien”, agregó Raúl con inocencia, tratando de alejar la atención. “Mejor me voy a mi casa antes de que me vean y me manden a hacer algo”. Y Lescano se fue apresurado, mientras el viejo lo miraba intrigado, sin atinar a nada.
El viaje de vuelta, que a pesar de las pedaleadas ligeras siempre le parece interminable, esta vez sintió que se acortaba; relajado y atraído por el modo en se disipaba la niebla para dar lugar a la redondez de un enorme sol amarillo, Raúl Lescano, que había hecho hasta séptimo grado, sentía la belleza del amanecer y no conseguía hilar palabra alguna, sólo consiguió respirar hondo, fresco, y dejarse llevar por algo impreciso que le palpitaba en el pecho. Lo que viene después –aunque común y previsible– es un hecho desgraciado, la suerte dada vuelta, llevándoselo.
Cuando Raúl Lescano llegó a su casa, los chicos ya se habían ido a la escuela, y se sentía contento, con ganas de jugar. Sin hacer ruido, entró por el costado, dejó la bicicleta apoyada en la parte de atrás y entró despacito para darle una sorpresa a su mujer. La sorpresa, obviamente, se la llevó él, repitiendo la suerte de muchos, tal vez la de todos. En la misma cama en que se acostaba cada noche, transido y sin pausa; en las mismas sábanas en que se afanaba no sin esfuerzo en saciar a un tiempo carne y demanda, su mujer había erigido un lupanar inconcebible. Y Raúl Lescano que, como se dice, nunca había matado una mosca, supuso que no tenía más remedio que desagraviarse. En medio de los gritos de su mujer y de las explicaciones vanas que intentaba darle su mejor amigo, fue a la cocina, sacó del segundo cajón de la mesada el cuchillo que durante quince años usó para despostar reses en el Frigorífico de Venado Tuerto, y sin pronunciar ninguna de las palabras que le faltaban, puso fin a la ofensa. Fue un acto desgraciado y nauseabundo, un instante que no supo evitar. Desde ese día, se lo conoce como el Faca Lescano.
Una vez enterado, el comisario del pueblo lo fue a buscar. Le habían descripto un escenario sangriento y no pudo dejar de sentir miedo. Cuando llegó, el Faca lo estaba esperando en la cocina y después de decirle “ahí están”, se entregó. Nadie intentó argüir emoción violenta ni locura temporaria, el juez entendió que merecía una pena ejemplificadora y lo sancionó con 25 años de cárcel.
Quiso Dios o la suerte a secas que Coronda estuviese hacinada y que no pudieran recibirlo. Desde entonces, el Faca Lescano es el preso de Murphy. Vive en la comisaría del pueblo y ayuda a los milicos con los quehaceres diarios, lava los uniformes y los pisos, ceba mate a la guardia y hace la comida para los miembros de la cooperadora policial (el pollo al disco, su especialidad, es el plato más aclamado). No vio crecer a sus críos, pero con el tiempo logró que le concedieran una salida semanal y los domingos come alternadamente en casa de sus hijas, que prefirieron perdonarlo a perderlo. Los demás días, sin dejar de estar, se ausenta lo suficiente como para no estar a mano de todo aquel que necesite algo. Cuando los milicos tienen que ir a cobrar el sueldo o se enferma alguno, el Faca abre la comisaría a las ocho en punto y después de barrer la vereda atiende a la gente; impertérrito, toma las denuncias, autentica fotocopias y recibe las coimas de la quiniela. Hace poco el hijo de un chacarero de la zona fue a pedirle que le extendiera un certificados de buena conducta que le pedían para tramitar el pasaporte. El Faca lo miró a los ojos, y después de unos segundos, le dijo: “No puedo, flaco; yo soy el preso”.