Destino III
Las cosas ocurren reservándose el derecho de ser comprendidas. Lo que acontece, aún lo más insignificante, deja su marca, se convierte en pasado o permanece, pero siempre, en cada hecho acaecido y por venir, hay un resto inasible que se rebela a la comprensión humana. Es el caso del mientras tanto, eso que ocurre de manera diferente en dos lugares a la vez; como diría Horacio González en una nota ya lejana de unos, también lejanos, Cuadernos de la Comuna: “mientras estamos aquí instalados, en nuestra vida de amores y nostalgias, en otro lugar ocurren hechos magnos, desmesurados: una guerra, un cataclismo”. Pero como agrega más tarde, “este sentimiento puede existir sin necesidad de contrastar lo mínimo con lo grosero, basta pensar en un contraste entre cosas semejantes y aún así se produce la extrañeza”. El tiempo que es tiempo para dos y se parte en vivencias diferentes, intransferibles. El reloj que a una misma hora indica el comienza de la vida para uno, mientras que para otro ha llegado la hora. Los incomprensibles designios que hacen que lo que en uno es deseo, en otro, sea indiferencia, y por lo tanto, alejamiento. La particular tragedia de dos personas que, en un mismo lugar, se buscan y no se ven. Pero tal vez la forma más incomprensible del mientras tanto sea el dolor —y su forma más extrema: la muerte— de alguien a quien nos une un lazo afectivo profundo, mientras nosotros estamos siendo felices, o simplemente, viviendo.
Pero hay un mientras tanto de tiempos cerrados, superpuestos, que en un momento dejan de ser tiempos separados y comienzan a ser uno. Fue el caso de Manuel y Juan Porteño.
Manuel era un joven del Gran Buenos Aires que, movido por los principios de una familia que alguna vez fue de clase media, dedicó todo cuanto era a salir de la villa miseria que amenazaba con convertirse en su destino irremediable. Trabajaba de día y estudiaba de noche. Y si bien había sido influido por la fe religiosa de su familia, prefería pensar que la única herramienta de salvación era él mismo, su voluntad, el deseo profundo de no vivir para siempre en ese lugar. Cerca, a unas pocas cuadras de ese breve universo, un hombre algunos años mayor que él, igualmente obstinado en liberarse de su condición social marginada, pero sin ningún escrúpulo, soñaba con hacerse llamar “Juan Porteño”, como el resonado y temido caudillo que allá por principios de siglo detentaba el poder de esas inhóspitas tierras a fuerza de coraje. Después de haber visto que su infancia se le había escapado sin que se diera cuenta, mientras robaba, y que tras varios años de hacer méritos en el negocio de la prostitución tan sólo logró que lo nombraran “ayudante”, decidió construir sus propios dominios. Cada mañana, cuando se levantaba, se paraba frente al espejo y, en silencio, miraba la imagen que volvía, una cara blanda; sus rasgos no eran todo lo duro que el ambiente requería, debía endurecerse, cometer un delito lo suficientemente importante como para que lo afecte profundo y le sirva de antecedente. Manuel, después de algunos años y algunas interrupciones ocasionales, obtuvo el título secundario en una academia nocturna de la Provincia de Buenos Aires. Una noche, su madre, que siempre lo esperaba despierta y con la comida preparada, fue la primera en enterarse de la noticia; ella lloró de emoción y él la consoló orgulloso de su conquista, pero las obligaciones que ambos tendrían al día siguiente no les dio demasiado tiempo para festejar, y después de un abrazo se prometieron una sidra para más adelante. Una noche cualquiera y especial a la vez, los dos, sin saber uno del otro, sin que hasta ese momento se hayan cruzado, se cruzarían, iban a encontrarse protagonizando las formas de sus propios destinos. El hombre debía demostrar quién era, hasta dónde llegaba su coraje, y sabía que ese ascendiente sólo se lograba cargando con una muerte sobre las espaldas, a partir de allí vendría la autoridad, el poder irrebatible de “un lugar en el ambiente”, el respeto de los policías; sólo le faltaba concretar. Esa noche cualquiera y especial a la vez, el muchacho salió de su casa a comprar una sidra para festejar el título y presentarle una novia a sus padres; como todos los días anteriores de su vida, la posibilidad de morir era una idea remota, de los demás. Se encontraron. Y ya no hubo mientras tanto, por razones que no vienen al caso, tal vez sin demasiadas razones, o con ellas, el hombre mató al muchacho frente a un grupo de personas que lo haría famoso por su frialdad para manejar el puñal y desafiar a la muerte. Esa fue su primera muerte, a partir de ese momento se ganó un respeto diferente, “un lugar en el ambiente”. Ahora ese hombre es “Juan Porteño”, el líder del negocio de la prostitución en todo el centro y norte de la Provincia de Buenos Aires.
Uno cae, inexorable, en la trampa de la pregunta: ¿Por qué era ése y no otro joven el que debía morir para que él alcanzara su propósito? Pero la muerte, como tantas otras cosas, no se merece, simplemente ocurre.