Crimen altruista
A Alfredo Chaves*
Era un día más, otro. Venía de la calle, del mundo. Y lo vi. El lugar estaba lleno y su figura morosa, intempestiva, contrastaba con el bullicio y el movimiento que Augustus chispea por las mañanas. Sentado en una mesa próxima a la barra, tomaba un café en tiempo irreal. Olvidándome de lo que me había empujado hasta ese lugar, busqué una silla casi a tientas y me senté sin sacarle los ojos de encima. Mi imposibilidad para disimular la sorpresa era tan evidente que tenía la sensación de ser la comidilla de todos los presentes; aún así no pude dejar de mirarlo. “¿Es él?” Tenía una expresión vaga y la mirada cóncava, como vaciada por cucharas. La impresión me produjo una arcada inesperada que a duras penas pude contener; avergonzado y tratando de recomponerme hice un breve oteo entre las mesas vecinas como para pedir disculpas por mi reacción. Pero el famoso Augustus permanecía pletórico: nurias, aroma a café exprés, diarios, sacos y corbatas, visitantes ocasionales abocados al tostado y la coca, murmullos impersonales, lo de siempre. No sólo no habían reparado en mis súbitas flemas, sino que nadie parecía estar alterado por la ostensible presencia que ocupaba la esquina norte del bar. “Todavía no se dieron cuenta”, pensé. La Nación, apoyado sobre la mesa, sin arrugas ni manoseo, era la expresión tardía de una inercia que carecía de la fortaleza necesaria para sostener acto alguno. De impecable azul marino y el mechón rubio apenas caído sobre la frente, su expresión conservaba el lejano rumor de aquellos ojos claros que habían conmovido el corazón de tanta gente. “Es él, no hay dudas, sólo que un poco más entrado en kilos”.
—¿Señor…?
—…
—¿Señor…?
El mozo, impaciente aunque esmerado, carraspeó haciéndome notar que ya había hecho sonar su segundo llamado.
—Sí, perdón —espabilándome, sin reaccionar del todo:— pasa que… —y me di cuenta de que no podía explicarle al mozo mi locura—. Nada… Tráigame… un café y una nuria, por favor.
El mozo, si bien inquietado por mi descuido, partió tratando de sostener incólume su mandato de simpatía. Yo lo seguí unos segundos con la mirada, pero reboté. “¿Será? ¿O es que de verdad me estoy volviendo loco?”, retornaba a cero, inseguro. A pesar de las dudas que me embestían, algo más cercano a la conciencia que a la razón me decía que era él, que no debía dudar. Estuve a punto de levantarme y preguntarle, pero sólo fue un impulso pasajero que pude controlar. Hasta que en un momento, mientras lo miraba, sin registrarme –en realidad, sin registrar a nadie–, giró la cabeza hacia la derecha con una lentitud exagerada, como si el movimiento le exigiera arrastrar un lastre inhumano. “Es él”, dije asustado y en medio de un sobresalto, sin darme cuenta de que hablaba en voz alta. Espantado por la confirmación, y temiendo el abucheo general, miré nuevamente a mi alrededor presto a pedir disculpas, pero ninguno me había oído. Volví a mirar. Entonces me di cuenta. Podía gritar, berrear como un cerdo al que van a degollar, patalear o aullar como un lobo, nadie iba a escucharme. Todos sabían quién era ese hombre que tomaba café entre nosotros. Todos sabían la tragedia que había protagonizado. Pero yo era el único que lo miraba. “No quisiera estar en la piel de ese hombre”, dije sin reprimirme, desafiante. Sentía vergüenza ajena frente a ese espectro que sobrevivía con la esperanza de que rápidamente sobrevenga el fin. “No hay derecho a que alguien sufra de esa manera”, volví a decir, esta vez tratando de encontrar consenso. Pero el silencio elusivo cortinado en cientos de voces cascadas, como un conjuro larvario, se imponía. Me vinieron entonces a la memoria los versos del Dante que alguna vez utilizó Juan José Saer en su cuento Con el desayuno: “y detrás de ella venía tanta cantidad / de gente, que nunca hubiera creído / que la muerte hubiera destruido a tantos”. Sobre ese hombre podía verse caer a plomo todo el peso del infierno.
“¿Cuántas pedidos de socorro vieron esos ojos glaciales? ¿Cuántas mejillas amables entregó con sus besos de ángel diabólico?” Pero el monstruo no escuchaba, se reconstituía delante de nuestras narices, a su pesar, a pesar de todos. Inmóvil, entregado al pesado paso del tiempo, miraba hueco.
Lo que vino después fueron unos minutos extraños, donde sólo pude dar cuenta de un tiempo anterior, de la muerte persistente, de una herida colectiva sin drenaje. Con la mirada hacia atrás, fui el ángel de la historia, y sólo pude ver el desfile tristes de Azucena, Esther, Patricia, Dagmar, Alice, Leonie, y esa larga y silenciosa hilera de desconsuelos con que una vez más defeccionó la humanidad. Volví a Dante, al infierno. Recordé que los versos citados por Saer eran precedidos de otros que yo tenía subrayados sólo como revelación del genio literario, nunca de un estupor como el que experimentaba frente a ese perdulario de sarro luctuoso; son los versos que señalan la suerte miserable reservada a las tristes almas de aquellos que vivieron sin merecer alabanzas ni vituperios, hombres y mujeres de los que el mundo no conserva ningún recuerdo. Eso éramos los testigos de la lesión común y bestial que sobrevivía en las tinieblas de ese leviatán: puro olvido.
“Seguramente, quiere estar muerto.” Pero es tarde para merecer otra suerte, es toda suya, indelegable.
En ese momento entendí que mi deber era leer su deseo, encarnarlo, y bajo su consentimiento, hacer aquello que se encuentra imposibilitado de hacer por sus propios medios. Unos pocos segundos después, abrí el maletín y de mi desorden baladí extraje el regalo de un amigo que hasta ese momento no había podido entender.
Me levanté sin excesos, caminé entre las mesas los doce pasos que nos separaban y llegué donde estaba él, enredado en nuestro pasado.
—Perdón…
—Sí —me contestó levantando la mirada.
—¿Usted es Alfredo Astiz?
—Sí —volvió a decirme, sin hidalguía, sin nada.
Y en medio de la bulla sostenida, mi cuchillo sin estrenar se hundió en el pecho, abriéndole en dos su corazón escatológico. No fue un ajusticiamiento, fue la compasión que necesitaba, que necesitábamos. Murió a las diez de la mañana, mendigando un perdón que no pude darle.
*Alfredo Chaves, es el gruardaparque que le pegó la piña a Astiz el 1º de setiembre de 1995