Figuraciones del saber juvenil. Un análisis del desencuentro entre los jóvenes y la cultura institucional
A diferencia del relativismo, el desencanto y el nihilismo que caracterizaron a la Generación X durante los años ’80 y ‘90, la socialidad de los jóvenes actuales complejiza la escena pública de un modo que hasta el momento no ha podido ser asimilado. Se puede observar en la creciente tensión que se genera entre la idea que estos jóvenes tienen de sí mismos y el modo en que son considerados por la constelación institucional. De un lado, una generación a la que la acumulación sociohistórica no le está sirviendo —como le sirvió a su ascendencia— para afrontar los desafíos de la época que le tocó en suerte. Del otro, estructuras institucionales concéntricas y jerárquicas que, a pesar de la mutación cultural en la que están inmersas, no tienen la plasticidad necesaria para liberarse de la matriz moderna y reformular su rol en sintonía con las demandas del siglo XXI. Esta desinteligencia hace que los actores involucrados difícilmente logren reconocerse como interlocutores y, por consiguiente, que el entendimiento comunicativo sea limitado.
Si hay una institución donde este desencuentro se expresa de un modo dramático es en la escuela secundaria. Aunque los responsables de diseñar las políticas educativas, en general registran el problema y se esfuerzan por generar una escuela más inclusiva, dotándola de recursos económicos, tecnológicos y pedagógicos, el problema persiste y la desorientación se extiende como una pandemia. No sólo entre nosotros, en el mundo. Por todo esto estamos desafiados a discutir la vigencia de una cosmovisión que, aunque hegemónica, se ha vuelto progresivamente inactual.
Los estudiantes
Además de ser adolescentes —y por lo tanto, rebeldes— los alumnos que ingresan a la escuela llegan con otros patrones de conocimiento y aprendizaje. Presentan capacidades interactivas altamente desarrolladas; competencias en el manejo instrumental de fuentes y datos simultáneos; inclinación a la convergencia cultural; tendencia a realizar síntesis y a tomar atajos no convencionales; desprejuicio para la transversalidad y la innovación disciplinar; asimilación de “profesiones invisibles” que se apartan de las orientaciones reconocidas; hábitos heterodoxos de consumo, apropiación, elaboración y producción cultural; actitud lúdica integrada al trabajo (gamificación); alta capacidad de improvisación; disposición a la re-creación estética; afición por el intercambio y los aprendizajes remotos; producción de conocimiento asociativo, fragmentario, paralelo y no secuencial; habilidad para reconocer y ajustarse a cambios de patrones; pero también una fuerte resistencia al disciplinamiento y el conductismo; una relativización de la utilidad de los contenidos escolares; un elevado nivel de ansiedad; y concentración intermitente. A estos rasgos debemos agregar aquellos que potencia la tecnosociabilidad, es decir: experiencia de una espacialidad y una temporalidad alternativas; aprendizaje conectivo y colaborativo como práctica social; identidades dinámicas como parte de una nueva gramática relacional; extimidad; compromiso optimista frente a las misiones complejas, desgravedad existencial; familiaridad con la ubicuidad y las topologías flotantes, etc[1].
Con estas características compartidas por gran parte de los estudiantes que habitan la escuela secundaria, va de suyo que no podemos seguir hablando de alumnos desinteresados, desmotivados o inadaptados sin realizar una importante autocrítica de nuestras prácticas y del régimen institucional, porque ya no se trata de casos aislados que —como antaño— pueden ser atribuidos a problemas psicológicos o familiares. Sería tan desafortunado como decir que los chicos no quieren aprender o que ya no leen. Dicho de otro modo, si el modelo escolar se volvió inactual, la reformulación y la resignificación no son tareas que deban asumir los alumnos. Sería injusto, sin embargo, cargar las tintas sobre los docentes, porque si bien es cierto que no se pueden desligar de la situación ni hacerse los distraídos con la cuota de responsabilidad que les cabe en la prolongación de una escuela caduca, no menos cierto es que este escenario los trasciende. Por eso la frase “no sabemos qué hacer con los alumnos”, dicha de todos los modos posibles y en todas las escuelas, o el crecimiento del ausentismo docente, son más la expresión de una perspectiva agotada que el efecto de la indolencia y la desaprensión de los profesores.
Esto no quiere decir que la escuela ya no tenga sentido, como a veces se oye decir. La escuela, sobre todo en Latinoamérica, sigue siendo un importante agente de inclusión e integración social, con estándares de aprendizajes vitales y significativos para nada despreciables. Pero es innegable que no tiene la cintura necesaria para resignificarse y asimilar los retos epistemológicos contemporáneos. Sigue teniendo una mirada nostálgica que no le permite soltar amarras de la lógica del deber, ni liberarse de la impronta elitista que fundamentó su misión histórica como partenaire del Estado moderno. Por lo cual, tampoco logra desactivar la tríada disciplina-sacrificio-punición, ni desandar la idea de autoridad asociada a la jerarquía, la evaluación y el conocimiento enciclopédico. Este tipo de trabas hacen que la escuela continúe reproduciendo ambientes anacrónicos y que no pueda resolver la convivencia cotidiana con el alumno que hoy habita sus aulas.
Sobre esta base, trataré de exponer algunas inferencias preliminares surgidas del conocimiento empírico en desarrollo, para finalmente esbozar una propuesta de carácter experimental[2].
Incomodidades
Cuando un adulto le pide a un joven que le enseñe a usar algo que forma parte de su entorno y sobre lo que está completamente avezado (como Twitter, Whatsapp, MercadoLibre, Paypal, redes globales, aplicaciones móviles, o almacenamiento en la nube), suele obtener una respuesta negativa que por lo general va acompañada de un fastidio suficientemente elocuente como para disuadir cualquier insistencia o futuro requerimiento. Esta es una escena que se reitera en casi todos los hogares. Ahora bien: ¿por qué los jóvenes tienen una respuesta tan unánime frente a esta demanda? El requerimiento pone de manifiesto dos cambios significativos de nuestra época: 1] Un cambio de mano en el dominio de los íconos culturales. Si el automóvil fue el ícono cultural de la primera mitad del siglo XX, con su representación, responsabilidad y potestad a cargo de los adultos; en la segunda mitad, el dominio se horizontalizó con la aparición del televisor y una grilla de programas organizados en función de los ritmos domésticos y los grupos etarios que tenían acceso al aparato. Pero el ingreso al siglo XXI trajo consigo una fragmentación de la iconografía cultural en un sinnúmero de gadgets que en muy poco tiempo se tornaron vitales para la interacción social; y los únicos que tuvieron la plasticidad suficiente para incorporar esta complejidad a su dominio de un modo rápido y efectivo, fueron los llamados “nativos digitales” que hoy pueblan la escuela secundaria[3]. 2] Una discontinuidad del paradigma pedagógico. La pregunta “cómo se hace” que realizan los adultos, es inherente a una cosmovisión que presupone la existencia de una realidad externa, factible de ser aprehendida y explicada en términos racionales. La epistemología y la pedagogía que resultan de esta concepción se remontan a la paideia griega y requieren la producción, identificación y clasificación del conocimiento, un método de transmisión (didáctica), un maestro enseñante y una temporo-espacialidad muy definida. Pero los jóvenes actuales, en su articulación con videojuegos, redes sociales, apps, sistemas operativos, tabletas, celulares inteligentes, y mapas interactivos, han desarrollado condiciones de posibilidad del saber que alteran la episteme vigente y desestabilizan la pedagogía clásica.
Identificados estos cambios, se podría decir que el nuevo dominio pone de manifiesto dos incomodidades. Por un lado, adultos haciendo preguntas que en otro momento no hubieran realizado y que hoy viven como la exposición de una vulnerabilidad sobrevaluada. Por otro, jóvenes que no pueden hacer comprensible el carácter de su saber ni consiguen convertirlo en una técnica transmisible y secuenciada, porque lo que ellos manejan no es un conocimiento concreto e identificado, sino una lógica cognitiva que les permite: a] reconocer patrones de sistemas dinámicos a través de complejos procesos de inferencia; b] realizar visiones generales mediante aproximaciones heurísticas; c] desarrollar conocimiento y competencias en la acción; y, como una parte importante de sus procesos de subjetivación, d] trascender lo personal para abordar conocimientos que no pueden dominar individualmente y que requieren de una capacidad cognitiva colectiva. El divorcio epistémico entre estas dos concepciones, trasladado al lugar en que los adolescentes concurren cinco horas diarias durante cinco o seis años de sus vidas, es una parte fundamental del in crescendo conflictivo que vive la escuela secundaria. Enfrentar este escenario de un modo programático debería figurar en el horizonte de estrategias de la escuela secundaria, generando espacios colectivos de pensamiento; con una mirada reticular que abran el juego a las interpelaciones de la transición cultural junto a los gremios docentes y no docentes, pero también junto a la educación superior y las ciencias sociales, en tanto que actores comprometidos por la misma tracción epocal.
Figuraciones
¿Es posible derivar una pedagogía de la lógica cognitiva juvenil? Y en tal caso, ¿hay posibilidad de acogerla en el sistema? ¿De qué manera? Sin las demandas ni las necesidades que tienen quienes asumen la responsabilidad institucional, es lógico que los jóvenes no se hayan propuesto una sistematización de sus experiencias con fines educativos. Eso nos corresponde a nosotros, que estamos a cargo de las instituciones. Por lo cual, somos los adultos quienes debemos abandonar las certezas que nos dan la razón —pero profundizan la crisis—; quienes debemos disponernos a observar el proceso en que se organiza la producción de saberes juveniles, las marcas de su procedimiento cognitivo, los trayectos identificables de su transmisión, las situaciones en que activan el conocimiento adquirido para ser aplicado. De tal manera que esas transacciones entre los jóvenes y la realidad, nos permitan configurar el sustento metodológico y bosquejar el fundamento teórico de una pedagogía más adecuada. Tomemos, por caso, el renombrado multitasking.
La simultaneidad de tareas es una de las principales variables del procedimiento juvenil. Esta destreza les ha permitido desarrollar una capacidad diferencial para realizar procesamientos paralelos tendientes a la consecución de objetivos mediante trayectorias no lineales ni secuenciadas. Desde su punto de vista —donde la memoria y el conocimiento enciclopédico tienen un valor relativo, pero donde la velocidad y la economía del tiempo adquieren un valor principal— la multitarea es un recurso eficaz para administrar metas abiertas e interrelacionadas. Pero evaluado desde la cultura de la profundidad, los resultados son deficitarios y colisionan con los procesos regulados, escalonados y acumulativos de la pedagogía clásica. Son dos lógicas fundadas en prácticas vitales diferentes. Dos máquinas de producir sentido. Dos modos de estar en el mundo habitando la misma escuela. Si reconocemos esto, no podemos seguir omitiendo o menospreciando la figuración juvenil y su capacidad para producir sociedad, porque implicaría una negación de los signos constitutivos de una generación y una agudización de los conflictos. ¿No ha llegado, pues el momento de ponerla en valor y darle lugar en los diseños curriculares? ¿O acaso esos saberes no forman parte de la realidad con que interactúan diariamente los jóvenes? ¿Si no, para qué mundo los está preparando la escuela?
Como toda crisis, la de la escuela secundaria también es una oportunidad. ¿O hay una mejor institución para llevar adelante una experiencia de intercambio comunicativo con los jóvenes y sus saberes? En las condiciones de atención que logremos poner sobre esa alteridad que nos involucra y nos afecta, está el desafío. También la suerte común. Pero nada de eso será posible si no disminuimos la resistencia, si no asumimos riesgos y aceptamos la incertidumbre de lo nuevo. En definitiva, si no logramos una implicación ética con el destino común que más pronto que tarde quedará en manos de estos jóvenes.
Fernando Peirone
Coordinador del Programa de Saber Juvenil Aplicado, UNSAM
Autor de Mundo extenso. Ensayo sobre la mutación política global (FCE, 2012)
Esta nota fue publicada en el nº 180 del Le Monde Diplomatique, correspondiente al mes de junio de 2014
[1] Existen divergencias sobre el grado de afectación que produce la interacción con las TICs, pero es innegable que se trata de un proceso fáctico y verificable, que excede el ciberespacio y que abarca cada vez más a las comunidades vulnerables. En este sentido el ejemplo de Latinoamérica, es elocuente. Entre 2002 y 2010 nuestra región duplicó el acceso a internet y sigue aumentando; el 80% de la población posee y utiliza un celular; la mayoría de los gobiernos distribuye computadoras portátiles gratis para los estudiantes. A lo cual, podemos agregar que en Latinoamérica los jóvenes superan la media global de afinidad online, comformando una de las regiones del mundo con mayor participación en las redes sociales.
[2] Estas reflexiones forman parte de un trabajo que llevo adelante junto a la Unidad de Saber Juvenil Aplicado, una iniciativa de la Universidad Nacional de San Martín orientada a investigar la relación entre la escuela secundaria y la mutación cultural en curso.
[3] Margaret Mead llamó a este fenómeno, “pre-figuración”, como una instancia cultural en la que los jóvenes y los niños también están en condiciones de enseñarle a los adultos. Mientras que la cultura post-figurativa, es una instancia en la que los niños aprenden primordialmente de los mayores, y la co-figurativa, una en la que tanto los niños como los adultos aprenden de sus pares. Ver Cultura y compromiso. Estudio sobre la ruptura generacional, Ed. Gedisa, 1997